La industria atrapada en el
Mas allá de que algunos aún así se arriesgan a
Robusto y con imponentes ruedas cromadas, el último Toyota Tundra ruge mientras ingresa a la última estación de ajustes y controles que pondrá fin a un viaje de 20 horas por la línea de producción. Tras un impecable pulido realizado por los robots del taller de pintura, la camioneta tiene una arrogancia digna de su lugar de nacimiento, una moderna fábrica de más de 200.000 metros cuadrados que emerge de los matorrales de un antiguo campo ganadero ubicado a apenas 25 minutos en auto de El Álamo, lugar de nacimiento espiritual de Texas.
Pero el Tundra es también un ejemplo de cómo las cadenas de abastecimiento y las inversiones comerciales internacionales chocan con las reglas del comercio global y cómo la visión del presidente Donald Trump de la economía estadounidense ya está contribuyendo a redefinir la economía mundial incluso en momentos en que el mundo observa con preocupación la posibilidad de una guerra comercial entre China y EE.UU.
Como todos los otros automóviles producidos en el continente, el Tundra está en medio del fuego cruzado de los planes del Trump de renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta). EE.UU. espera que haya un acuerdo en las próximas semanas, pero en las negociaciones de Washington con Canadá y México un problema muy serio es cómo y dónde se deben fabricar los vehículos.
La administración Trump alega que las regulaciones actuales del Nafta, que exigen que el 62,5% de un vehículo se fabrique en América del Norte para que califique para ser comercializado libre de aranceles según señala el acuerdo, alentaron la reubicación de gran parte del sector automotriz estadounidense a México, lo que le ha costado miles de empleos a la industria manufacturera estadounidense. Los negociadores comerciales norteamericanos propusieron elevar ese umbral a 85% y exigir un 50% de producción estadounidense para los vehículos vendidos en EE.UU., que lejos es el mayor mercado de automóviles de la región.
Una medida de ese tipo, alega el sector automotriz estadounidense, perjudicaría su competitividad global porque eliminaría su capacidad de acceso a mano de obra barata en México tal como lo hacen las automotrices alemanas en Europa oriental o Japón en China.
El Tundra parece una “bestia” de camioneta totalmente estadounidense. Sin embargo, su historia es profundamente mundial: su carrocería se fabrica con acero estadounidense en la planta de Texas, su motor V8 de 5.7 litros se construye en una fábrica de Toyota en Alabama, pero todo se coloca en un chasis que se envía desde México.
Según la Administración Nacional de Seguridad del Tráfico en las Carreteras, el 65% de los componentes del Tundra —cifra que excede las regulaciones de contenido mínimo del Nafta— se originó en EE.UU. o Canadá. Sin embargo, incluso así corre el riesgo de no alcanzar el umbral del 85% que pide el principal negociador comercial de Trump, Robert Lighthizer, lo cual plantea dudas sobre cómo Toyota tendría que reconfigurar sus cadenas de suministro para cumplir con la cuota más alta.
Canadá y México, que tienen sus propias industrias automotrices con influencia política, rechazan las exigencias estadounidenses. El resultado ha sido una búsqueda de compromisos que van desde cómo incluir los costos de investigación y desarrollo (la mayoría de los cuales se producen en EE.UU.) hasta cómo contabilizar los salarios más altos que se les pagan a los trabajadores automotrices estadounidenses en comparación con sus pares mexicanos.
El debate ha llevado a los grandes productores a congelar las decisiones de inversión y Trump ha elogiado las medidas tomadas por compañías como Ford para mudar producción a EE.UU.. “Podemos negociar para siempre”, dijo el mandatario la semana pasada, “porque mientras tengamos estas negociaciones, nadie va a construir plantas de miles de millones de dólares en México”.
La administración Trump ya ha alterado el sendero de la globalización de una forma que probablemente se sienta