ELLE (Argentina)

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que hace esas cosas. Y peor todavía: cuando nosotros somos el infierno de los demás. Mil veces fui la lenta en la calle que entorpece el paso. Y tantas otras se me escapó un audio al aire en el subte, que escucharon todos los que volvían del trabajo.

Lo más terrible que me pasó con el WhatsApp fue el accidente, por el que terminé en la guardia. Sí. Todavía me duele el hueso de la ceja si me lo toco y los deditos del pie. Por lo menos mi cara ya no se parece a la de una boxeadora poslucha. Perdí la pelea. Me noquearon. También tuve que usar una bota protectora durante un mes. Llegué a esta instancia por acelerada, confiada y distraída.

Si bien al principio, cuando me bajé la aplicación, frenaba para redactar algo, con el tiempo desarrollé la capacidad de escribir caminando. Después, con los audios, ya fue el no-va-más de la pericia, y puedo escuchar, leer, escribir y grabar mientras avanzo; aunque parezca enfrascada en la pantalla, tengo la visión periférica, lateral. No se piensa, pasa. Es como los gatos que ven en la oscuridad: los que usamos WhatsApp podemos intuir por dónde vamos aunque miremos la pantalla. Y mucho más ahora, que los equipos incluyen la función de ajuste automático del brillo, en modo exterior. Ni siquiera me da vértigo que me lo roben.

Nunca me había pasado nada. Bueno, casi nada. Ya había tenido, como cualquiera, mini accidentes, torpezas. Nunca cruzo una calle mirando el teléfono, no soy tan kamikaze, pero alguna vez me choqué contra alguna persona que frenó de pronto o me salpiqué los zapatos al pisar alguna vereda floja. Lo peor, hasta ahora, había sido cuando me desplomé de rodillas al tropezar con un cantero; lo más gracioso fue casi humillante: volé con los puños en alto para que no se me estrellara el celular. Pero nunca me había lastimado de verdad. Hasta ahora.

Iba, como siempre, en mi hermosa nube de charla virtual de la estación de subte al trabajo. Son cuatro cuadras. Tenía en proceso al grupo Las Pibas, en el que una de mis amigas pedía consejos por algo feo que le pasó con su novio. Estaba desbordada, no podía cortarle la catarsis. Además, le avisé a mi jefe que estaba por llegar y un cliente y justo me preguntó si había novedades de una cochera en venta.

Como siempre, manejaba esas múltiples charlas y avanzaba hacia mi destino. Pero de pronto, un portón de metal pesado que siempre está cerrado, del que nunca vi salir a nadie, esa mañana, sin embargo, alguien lo usó. Y esa persona estaba apurada, así que abrió con fuerza, sorpresiva­mente.

Es verdad que si hubiera estado atenta habría frenado. Pero no fue el caso. Tampoco puse mis manos para parar el golpe, porque estaban en el teléfono. Así que en medio de mis soliloquio­s enviados a la estratosfe­ra virtual, me di de lleno con el portón. El canto me apuntó a la nariz, del aturdimien­to, calculo, tropecé y me desestabil­icé. La gente venía caminado con la inercia zombie del microcentr­o, y yo, muerta de dolor ( y de la vergüenza).

Una de Las After llegó a auxiliarme. Me bajó la presión, me dolía todo, así que fuimos a una guardia. En la sala de espera encontré una revista con un artículo ¡que hablaba de mí! Hablaba de la “epidemia selfie”: y que en Instagram se publican 1000 tomas cada 10 segundos. Una tentación en la que caen desde Kim Kardashian hasta los astronauta­s de la NASA, una tendencia que no sólo habla del narcisismo sino de nuevos modos de distracció­n que ponen en riesgo nuestra seguridad física. Se usa el celular mientras manejamos un auto y mientras buceamos cerca de un tiburón. Ni hablar de las contractur­as en el cuello por echar un vistazo a la pantalla (una persona adulta lo hace 50 veces al día). ¿Cómo detectar la adicción a esta app? Si te angustia que no te respondan en seguida o pasar un rato sin poder chequear el teléfono, abrís la app incluso sin haber recibido ni tener que enviar mensajes, suena otro teléfono y chequeás el tuyo aunque sabés que suena diferente. ¡Incluso potencia nuestras ganas de controlar y acosar a los demás!

Me pregunto si habré aprendido mi lección. Ahora estoy tratando de darle un “uso responsabl­e” a la tecnología. Mi plan detox incluye desactivar las notificaci­ones de mensajes, dejar el teléfono en la cartera, retirar el ícono de WhatsApp de la pantalla principal. Sólo me volví a comer las uñas. Y me siento más rara que cuando traté de dejar de fumar. Es más, estoy evaluando volver al viejo celular con tapita, y adiós WiFi.

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