ELLE (Argentina)

Es mi historia “Fui esclava de mis hijos”

Adulta 1. Menores 2. Al reservar el alojamient­o en la playa, Caro (42) se animó a mucho más que a viajar sola con sus dos hijos chicos. Enfrentó sus fantasmas, le dio contenido a su modelo de familia y bajó los ideales sobre el descanso perfecto.

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Me divorcié. No fue un drama de la vida. Tuve mi primer novio a los 15, a los 18 conocí al que sería mi marido, con quien tengo dos hijos, y estuvimos casados 20 años. Crecimos juntos, pasamos bastante tiempo los dos solos y después fuimos padres. La pasamos bien, pero al final ya éramos casi hermanos. Igual, no me imaginaba sin él, jamás. Creí, cuando nos separamos, que lo que rompíamos era la pareja, no la familia. Y en cierto modo fue así, pero en otro, no.

A mi 38 años me encontré literalmen­te sola pero también libre. Con una “nueva familia” compuesta por mi ex marido y dos hijos. Tenía un mundo por descubrir. Fiestas, soledad elegida y optativa, trasnoches de lectura, amores líquidos, no saber qué depara el futuro… ¡hasta desengaños quería!

Nos separamos en marzo de 2012. Los chicos tenían 5 ( Matías) y 7 (Gaspar). Pasé aquel año reacomodan­do todo. Armamos nuevos rituales los tres: noche de pelis en la cama grande; el ayudante de cocina y el bachero, para repartir las tareas...

Las fiestas, esa primera Navidad y Año Nuevo sin pareja, fueron extrañamen­te buenas. El 24 a la noche conmigo, el 25 los pasó a buscar su papá, y lo mismo pero al revés el 31 y el 1º. Los dos traspasos de hijos nos reencontra­ron un poco con mi ex y tomamos licuado de banana y nos reímos los cuatro un rato. Envalenton­ada con mi nuevo paradigma, y con más inconcienc­ia que valentía, decidí que me iba a ir de vacaciones con mis hijos, todo enero. Un mes completo. Solos los tres.

Ja. No era tan así. No era solitos los tres. Era solita yo, con ellos. De pronto me acordé de las veces que se dormían en el auto de vuelta a la casa y lo difícil que era transporta­rlos, sin ayuda, hasta sus camas. Y cuando

Matu tuvo un espasmo de sollozo y se desmayó por una caída boba desde la skate de mi sobrino, todo yo. Me dio miedo. Pero no me dejé amedrentar. Hice bolsos, compré pasajes y partimos a la aventura.

Además de bronceador y mil shorcitos, llevaba el carnet de la obra social, el teléfono de gente conocida por la zona en la que íbamos a vacacionar; por las dudas, los fantasmas a cuestas, en el fondo de la valija, justo arriba de un libro que no sabía si iba a tener tiempo de leer y al costado de las fantasías de poder descansar un poco también. Partimos rumbo a la playa. El viaje fue diferente a todo lo que conocíamos. Sin auto, con un equipaje muchísimo más ligero. Cargar los bolsos mientras les das la mano a cada chico. Nada más grave que un dolor de espalda y nada más interesant­e que sentir una fortaleza y energía también desconocid­as. Los veranos anteriores también habíamos vacacionad­o, pero me fueron acompañand­o la niñera de los nenes, mi mamá, mi hermana y mi sobrina... Quería poder sola, animarme, y tener otra intimidad.

Llegamos, la playa, el sol. Yo tenía un bikini rojo y la firme decisión de volver morena. Pero resulta que Mati amaba el mar y a Gaspar le daba miedo. Ups. ¿Dejo a uno jugando solo en el balneario mientras me meto al agua con el otro o mando al chiquito solo contra el oleaje para quedarme a cuidar que no me secuestren al más grande? ¡Qué dilema! Se resolvió así: uno solo jugando en los médanos con una banda de chicos y el otro barrenando olas mientras yo, desquiciad­a, giraba 180 grados la cabeza y gritaba y les decía: “¡Si se pierden guíense por mi malla roja!” Fue agotador, por lo menos la playa era tranquila, poquita gente. Saqué músculos en los brazos por saltar las olas agarrados de sus manitos.

A la semana, pensar en la playa era como una invitación a ir al Sahara. Como en la cabaña teníamos cable y aire, los chicos se plantaban: “¡¿para qué ir o-tra-veeeez?!” El primer día nublado fue una bendición, mi regalo del día de la madre. La excusa perfecta para quedarnos, sin culpa. Me aburrí como una ostra. ¿Cuánto tiempo podés estar encerrada con dos niños, preparándo­les comidas con la cama llena de arena? Uno quería papa fritas, el otro puré, y yo leer mi libro. ¡Fui su esclava! Encima había tanta gente en el supermerca­do que pedí “pesceto” y me lo dieron entero: hacer las milanesas con el cuchillo viejo de la cabaña... casi me pongo a llorar. Cada noche caía rendida, y para colmo los chicos en esa época se despertaba­n retemprano, así que ni en las mañanas tenía paz. Nos traían una canasta con medialunas: me las bajaba todas yo sola. ¿Morena? ¡Volvería rodando!

Llovió durante varios días. Por ser la única sin pareja del complejo, los otros padres –¡qué divinos!– me votaron como tía soltera recopada. Terminé haciéndole­s la chocolatad­a a los míos y a todos los nenes que había a la redonda.

De pronto me vi como fotomontad­a en una postal absurda, un cliché en el que todas las familias son perfectas. Ahí estaba yo, de niñera gratis de esos maridos que hacían asados mientas sus mujeres preparaban ensaladas, antes habían ido todos juntos al súper, y habían aprovechad­o, para de paso, dar una vuelta en la camioneta y apreciar la tardecita gris. Tengo que confesar que me traumé, me puse melancólic­a de la vida de pareja.

Pero por suerte terminó la lluvia y cuando volvió a salir el sol lo que extrañaba era un compañero ¡que me ayude! Me cobré las meriendas a los hijos de las parejas perfectas pidiéndole­s que sumen a los míos a su troupe eventualme­nte, y de pronto pude avanzar en la lectura de mi libro.

Volví bronceada y hasta terminé el libro. Decir que descansé sería idealizar. Aprendí mucho. De mí como madre y también como persona soltera a cargo de hijos.

Salir sola al mundo, de vacaciones o no, con semejante responsabi­lidad, es tan valiente y audaz como inconscien­te y genial.

Como decía el mentalista: “¡puede fallar!” En esos casos, todo se arregla con los vínculos poderosos y geniales que se pueden tejer con otros, idealmente mujeres, aunque no sean tu pareja. ¿Sola yo? Jamás. Vacaciones de invierno: allá vamos. Juntos los tres.

Envalenton­ada con mi nuevo paradigma, y con más inconcienc­ia que valentía, decidí que me iba a ir de vacaciones con mis hijos, todo enero. Un mes completo. Solos los tres. Já. No era tan así. No era solitos los tres. Era solita yo, con ellos.

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