ELLE (Argentina)

Es mi historia De viaje con 240 años

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Tengo 40 años y hace dos que me separé. Vivo a 500 kilómetros del lugar donde nací y donde aún está mi madre de 82. La voy a visitar cada dos meses. La veo sola y con achaques propios de la edad. Es curioso pero cuando era chica no tenía una buena relación con ella. Pero después me fui a estudiar a La Plata, me recibí de contadora, me casé y tuve 3 hijos.

Con el tiempo me di cuenta de que era igual a ella. O, al menos, que repetía las mismas situacione­s. Sí, esas que yo odiaba que mi hiciera a mí. Que fuera controlado­ra, obsesiva de la limpieza, con cierto toc con el orden y la calidad de los alimentos. Odiaba que me amenazara (cuando me llevaba materias, volvía más tarde de lo permitido de alguna fiesta o le contestara mal, por ejemplo) con ponerme penitencia­s que yo sabía que jamás sería capaz de cumplir. Varios años después me veía haciendo lo mismo con mis hijos. Y hasta repitiendo las mismas frases: “Ya me vas a entender cuando tengas hijos!”, “si te llevás materias te quedás sin vacaciones”...

MAS RELAJADAS Y MAS FELICES

Un sueño hecho realidad... Se me ocurrió llevar a mi madre y a dos de sus amigas de vacaciones. Anécdotas, aventuras, desventura­s, charlas, carcajadas y un brindis por el lazo que nos une.

Ella es divertida y cero conflicto (lo veo ahora) y tiene amigas de más o menos su misma edad, que son muy parecidas. Todas se han criado en el campo, les gusta la jardinería y la huerta, hacen dulces maravillos­os, se pasan a buscar y se van a juntar flores, toman mate recordando viejas épocas y travesuras. También comparten salidas: a comer para festejar el día del amigo, de la mujer, cumpleaños... están siempre listas. Que la peña de los jubilados o la del tango. Son divertidas, cómplices de sus nietos y hasta vuelven de las fiestas más tarde que ellos (“Abu, yo ya estoy de regreso ¿vos estás bien? –suelen escribirle por WhatsApp cuando la van a visitar y se sorprenden al no encontrarl­a en su cama ¡a las 4 de la mañana!). Yo digo siempre que

“Con el tiempo me di cuenta de que era igual a mi madre. O, al menos, repetía las mismas situacione­s. Que soy controlado­ra y obsesiva por la limpieza...

nosotras no vamos a llegar a esa edad ni de esa forma, porque nos ha tocado vivir otros tiempos. No sé si mejores o peores, pero nos han desgastado más.

En una noche de insomnio se me ocurrió la idea: voy a llevar de viaje por lo menos a tres. A la mañana siguente la llamé a mi madre y le dije que las invitara. Hablé con una amiga para que fuera mi asistente de viaje.

Fue así como dos meses después me encontré en plena ruta en la camioneta con (por lo menos) 240 años. Antes de salir me aseguré de que todas llevaran las medicacion­es de rigor y creé el grupo de WhatsApp “abuelas travels” para estar en contacto con sus hijas y nietas.

En el viaje las escuchaba recordar historias y situacione­s en las que jamás las hubiese soñado. Se ayudaban para recordar los nombres, los detalles del casamiento de alguna de ellas, los novios que nunca me hubiera imaginado habían tenido, la que había sido reina del pueblo, cuando se disfrazaba­n en los carnavales….

Con mi amiga y copiloto nos mirábamos de reojo, nos hacíamos gestos y en muchos casos nos reíamos las 5 hasta las lágrimas. Yo descubrí a una madre que no había conocido. Y me enteré de cómo habían vivido. Las tres se casaron jóvenes y habían trabajado codo a codo con sus maridos.

Llevaban cada una su botellita de agua (hay que hidratarse para cuidar la presión), parábamos cada dos o tres horas para ir al baño, almorzar ¡y hasta cambiar una rueda! Sí, pinchamos dos veces. Cuando los camioneros –siempre solidarios– veían a las tres abuelas, no dudaban en parar y ayudarnos. Ellas les hacían chistes y los invitaban con mate.

CADA KM, UN APRENDIZAJ­E

Llegamos a Mendoza, descansamo­s, hicimos la ruta del vino. Ellas comían y bebían. Un poquito de todo. Todo era rico, todo estaba bien. Nunca una complicaci­ón. Y cada una con sus obsesiones. Las cremas para la piel, las manías “tengo que comer algo dulce si no no puedo dormirme”, las pastillas y el vaso de agua.

Cada mañana nos encontrába­mos en el desayuno y yo las interrogab­a para saber si habían tomado cada una la medicación y saber cómo estaban para aprender una nueva aventura. Y escribía el parte con las actividade­s a sus hijas (todas amigas y compañeras de colegio). Durante el día, a la hora del almuerzo, les mandaba las fotos al chat para que estuvieran al tanto de lo que habíamos hecho y cómo estábamos. Las abuelas aprovechab­an a dormir una siesta. Y repetía la rutina todas las noches.

Decidimos cruzar a Chile. Recorrimos Santiago y fuimos a un shopping. Allí compraron prendas para estrenar en el aniversari­o de la Peña del Tango; son miembros desde ¡hace 40 años!

Cuando decidimos regresar de nuevo a Mendoza, el paso estaba cerrado. Empezamos a ver dónde quedarnos a la noche. No había lugar. Claro ¡todos estábamos en la misma! La fila de autos era interminab­le. Nos pusimos con el teléfono a full a ver qué podíamos conseguir. Mi amiga y yo estábamos malhumorad­as porque no queríamos que estas mujeres de más de 80 años durmieran en la caminoneta. ¿Y saben qué? Ellas fueron las que resolviero­n todo. Las dejamos en un bar de la ruta mientras buscábamos dónde pasar la noche. Cuatro horas después recibimos un mensaje “ya tenemos donde dormir, regresen”.

Se habían puesto a charlar (son sociables y parlanchin­as) con la señora del bar y le contaron lo que les estaba pasando. Ella habló con el hijo del amigo del mecánico que vivía en el pueblo de al lado y que era cuñado de la modista que les hacía los vestidos a las nietas de la suegra de la hermana del cura del pueblo donde ella había nacido y que tenía una posada. Cuando les habló de las tres abuelas que habían quedado varadas en la ruta porque estaba cerrado el pasaje limítrofe… le dijo que les hacía un lugar. Allí fuimos, comimos en la mesa familiar, compartimo­s teléfonos.

Quedamos como amigos y con la promesa de que nos visitarán para devolverle­s tanta gentileza.

Menos ansiosas, más amigables, menos pretencios­as y más relajadas. Las abuelas ¡una vez más nos estaban dando una lección! Fueron siete días inolvidabl­es (no sé si más tiempo es recomendab­le).

Porque tampoco es todo TAN fácil. Pero estoy feliz de que esa idea se me haya cruzado por la cabeza y haberla hecho realidad. Por eso quise compartirl­a.

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