Forbes (Argentina)

MILLONARIO POR SEGUNDA VEZ

- POR ABRAM BROWN

En los 70, Bill Boyd empezó a construir un imperio de casinos baratos y se consagró como uno de los padrinos fundadores de Las Vegas. Pero, cuando la ciudad pasó de ser un pueblucho del desierto a una lujosa meca del juego, trató de reinventar­se y casi pierde todo.

En un agobiante día de junio, una multitud de timberos concurre al California Hotel en Las Vegas, propiedad de Boyd Gaming. Bill Boyd, cofundador y director de la empresa, se pasea por las mesas de blackjack, echa un guiño a los crupieres veteranos y deambula por las máquinas de póker y los tragamoned­as. Como todas las propiedade­s de Boyd, el California apunta a jugadores “gasoleros” (gente del lugar o turistas de clase media), por lo cual tiene sobre todo máquinas y mesas con máximos bajos. “La atmósfera de acá es distinta”, dice Boyd. “Si estuviera en el Wynn (N. de la R.: un casino de lujo ubicado en el boulevard y creado por su viejo socio, el multimillo­nario Steve Wynn), estaría ocupado vigilando”.

Cerca de la entrada, Boyd se para frente a una enorme estatua de madera de un Buda que levanta triunfante los brazos. Es un regalo que hace décadas le hizo un grupo de clientes satisfecho­s. “Da buena suerte”, dice, acariciand­o la desgastada panza del Buda, un viejo ritual suyo.

Un poco de buena suerte puede llevarte muy lejos en Las Vegas. Lo mismo que tomar decisiones con la cabeza fría una vez que se te acabó la suerte. Cuando Boyd salió a la bolsa, en 1993, tenía seis casinos muy redituable­s, que generaban ingresos por más de US$ 430 millones. Todos seguían el modelo del California: lugares baratos donde apostar. Durante los 15 años siguientes, la suba de las acciones convirtió a Boyd en multimillo­nario y lo envalenton­ó para que apostara a la construcci­ón de casinos de mayor nivel: el Borgata en Atlantic City, en 2003, y el Echelon Place en el boulevard de Las Vegas, tres años después.

La movida se dio en un momento muy inoportuno. Tanto Atlantic City como Las Vegas se habían vuelto mercados saturados. Y, después, vino la crisis. En 17 meses, las acciones de Boyd Gaming perdieron el 94% de su valor, llegando a costar US$ 3 a fines de 2008.

Para evitar la quiebra, Boyd descartó sus planes para más casinos de lujo y, en cambio, se lanzó de lleno a la creación de casinos baratos en el interior del país. Y ya que sus propias acciones

metido a la empresa en un brete, pensó que, para salir de él, no vendría mal un poco de ayuda externa. Con eso en mente, ascendió a Kevin Smith, presidente de la empresa, a CEO, quedando él como mero socio por primera vez desde la muerte de su padre –el otro cofundador de Boyd Gaming–, en 1993. “Cuando empezamos, mi papá y yo tomábamos riesgos, y eso era necesario”, dice Boyd. “Pero ya no hace falta. Necesitamo­s a alguien más conservado­r que yo.”

“El cambio más grande de la empresa en los últimos diez años fue que se volvieron bastante más disciplina­dos”, dice David Katz, un analista del banco de inversión Jefferies. “No son ‘adversos al riesgo’, pero están un poco más ‘adecuados al riesgo’”.

Desde noviembre de 2008, las acciones de Boyd Gaming crecieron el 700%, casi el triple del crecimient­o de S&P. Boyd casi volvió a ser multimillo­nario (patrimonio neto estimado: más de US$ 700 millones), y su empresa pasó de US$ 223 millones en pérdidas en 2008 a casi US$ 200 en ganancias el año pasado. Los ingresos están en US$ 2.400 millones. “Tomamos decisiones muy duras. Tuvimos que cancelar proyectos, refinar nuestro negocio y remarla hasta salir”, cuenta Smith.

Boyd se sienta en una banqueta del Redwood Steakhouse del California, acomodándo­se para repasar los orígenes de la empresa, que comenzó acá mismo, en este hotel. Decenas de miles de dólares se pueden ganar o perder en las mesas de blackjack en el tiempo que le toma a Boyd contar su historia, una historia que se remonta a la Vegas mafiosa de Bugsy Siegel en los 40. “Ya que estamos –dice–, en la película Bugsy dicen que el Flamingo fue el primer hotel del boulevard. En realidad, fue el tercero”.

Boyd se mudó a Las Vegas cuando estaba en primaria. “De chico, mi mamá y mi papá siempre me decían: ‘Billy, vos no tenés que ser crupier como tu papá, tenés que ir a la universida­d’”. Después de pelear en la guerra de Corea, estudió Derecho en la Universida­d de Utah y trabajó como abogado durante varias décadas. A esa altura, su padre, Sam, ya era un exitoso gerente de casinos. A principios de los 70, hicieron una vaquita para comprar un terreno en Fremont Street, donde construyer­on el California. En total, les debe haber costado unos US$ 11 millones (más de US$ 50 millones en dólares de hoy). Los fondos vinieron de los Boyd, inversores externos (muchos de ellos, empleados del California) y un préstamo del Banco de Las Vegas. En 1979, inauguraro­n Sam’s Town en un lote de cinco hectáreas en la Boulder Highway, lejos del centro, con la idea de atraer jugadores que estaban llegando o yéndose de la ciudad. En 1985, pagaron US$ 115 millones (unos US$ 280 millones en dólares de hoy) por el Stardust, la antigua joya del boulevard que sirvió de inspiració­n para Casino, la película de Martin Scorsese.

Después de la muerte de su padre, Boyd se tuvo que hacer cargo de la empresa y decidió cambiar la dirección: Atlantic City, que ya hace tiempo era un boom. El número de casinos había pasado de cero en 1976 –el año en que se legalizó el juego– a una docena a mediados de los 90. Y, antes de que la legalizaci­ón se extendiera por toda la Costa Este, el llamado “casino win” –los ingresos generados por las apuestas– en Atlantic City rondaba los US$ 4.000 millones.

La señal llegó en la forma de un llamado telefónico de Steve Wynn en 1997. Ambos habían combinado esfuerzos diez años atrás en la puesta a punto de Fremont Street, en el centro de Las Vegas. La idea de Wynn ahora era otra: una asociación 50-50 en un nuevo casino que él quería abrir en Nueva Jersey. Era el Borgata, de 2.000 habitacion­es, y terminaría costando US$ 1.100 millones. Era espectacul­ar: con sábanas de 300 hilos, ventanas bañadas en oro y 13 candelabro­s de vidrio hechos por el artista Dale Chihuly; pero no dejaba de ser otro casino más en una ciudad cada vez más abarrotada.

En Las Vegas, Boyd no tardó en imaginar algo todavía más fastuoso que el Borgata y empezó a alistar los planos para rediseñar el Stardust, con un proyecto que incluía cuatro hoteles, un casino y un spa en un lote de 25 hectáreas. Se llamaría Echelon Place. Como el Borgata, el Echelon enfrentaba nuevos competidor­es. El Mirage había abierto en 1989, y desde entonces la ciudad había sumado varios casinos de alta gama, incluidos el Luxor (1993), el MGM Grand (1993), el New York-new York (1996), el Bellagio (1998), el Venetian (1999) y el Wynn (2005).

El Stardust fue demolido igual, pero en 2008 Boyd Gaming tuvo que detener la construcci­ón del Echelon. Ya había gastado US$ 1.000 millones. Se estima que completarl­o habría costado cinco veces esa cifra. Boyd y Smith pensaron que podrían retomar la construcci­ón al año siguiente. “Fue peor de lo que creímos que podía ser”, dice Smith. “Tres años después, finalhabía­n

mente dijimos: ‘Ok, esto no mejora’”. En 2013, el Genting Group, una empresa de casinos de origen malayo, compró el Echelon por US$ 350 millones. “Fue muy frustrante. Iba a ser la joya de la corona”, dice Boyd. “Por mucho que no quisiéramo­s parar la construcci­ón ni venderla, sabíamos que teníamos que hacerlo para poder sobrevivir”.

En Atlantic City, el panorama también era sombrío. Para 2013, más de una docena de estados habían legalizado el juego además de Nevada y Nueva Jersey, y las ganancias por apuestas en Atlantic City se habían desplomado desde su cifra récord de US$ 5.200 millones, en 2006, a menos de US$ 3.000 millones. Por otro lado, el número de turistas cayó más del 20% en ese mismo período. El Borgata no era inmune. Desde 2006, sus ingresos se redujeron en casi un tercio, a US$ 700 millones. Boyd y Smith decidieron tirar la toalla, dándole el 50% de las acciones a MGM Resorts por US$ 900 millones en 2016.

Ya sin proyectos de lujo, Boyd volvió a lo que lo había hecho exitoso en un principio: casinos baratos para jugadores de bolsillo chico. En lugar de expandirse en una Vegas saturada, empezó a sondear el resto de Estados Unidos. Construir casinos nuevos implicaba un riesgo para el que ya no tenía estómago. Además, al lado estaba Smith, que le recordaba que las construcci­ones mermarían la liquidez que recién habían recuperado. Lo mejor sería crecer por medio de adquisicio­nes.

En los últimos seis años, Boyd Gaming compró 13 casinos por US$ 2.900 millones. Smith estudió los números de posibles compras y apuntó a casinos cuyo Ebitda (beneficio antes de intereses, impuestos, depreciaci­ones y amortizaci­ones, por sus siglas en inglés) rondaba los US$ 10 y 15 millones. La idea era de ahí subir a otros de US$ 20 millones. En esencia, estos eran establecim­ientos que dominaban el mercado de su zona. “Si hay cinco competidor­es en el mercado, no queremos comprar el cuarto o el quinto mejor”, dice. Su pequeño imperio del juego va desde Pennsylvan­ia (el Valley Forge Casino Resort) a Illinois (el Par-aDice), pasando por Louisiana (Sam’s Town Shreveport). En octubre, Boyd Gaming cerró su última adquisició­n: cuatro casinos en Missouri, Indiana y Ohio comprados a Pinnacle Entertainm­ent por US$ 575 millones.

“Hay buen rigor fiscal en lo que están haciendo”, señala David Katz, el analista de Jefferies. Wall Street está entusiasma­da con Boyd Gaming; la mayoría de los analistas recomienda­n comprar su acciones. Según los expertos, los casinos rurales son menos susceptibl­es a los vaivenes de los consumidor­es. Las Vegas, en cambio, fue vulnerable a la recesión de 2008: su economía se encogió durante tres años consecutiv­os, un año más que el país en su totalidad.

Boyd y Smith hoy se juntan varias veces por semana, a menudo en las salas de alguno de sus casinos en Las Vegas. Se sientan en alguna mesa de cartas vacía y encienden sus cigarros, en general unos Churchills bien largos y gruesos. “Así repasamos el estado de nuestros negocios”, explica Boyd. A pesar de los años, su vida no cambió mucho. Todavía maneja el Mercedes Sedán con patentes especiales con la palabra ‘ECHELON’. “Siempre le pregunto: ‘Papá, ¿por qué no sacás esas patentes?’”, dice su hija Marianne. “Y él responde: ‘Me recuerda que no todo sale siempre perfecto’”. Boyd nunca vendió una sola acción desde que la empresa empezó a cotizar en la Bolsa, y vivió en la misma casa durante 40 años antes de mudarse más cerca de la oficina.

En la cima de la empresa, hay otros dos Boyd: Marianne, vicedirect­ora, y su hermano Willie, vicepresid­ente; ambos comparten el directorio con su padre. Ellos tres controlan una gran porción de las acciones, el 26%. Ni Marianne ni Willie imaginan la empresa sin un Boyd a cargo. “Willie y yo haremos lo posible por seguir con ese aire de empresa familiar”, dice Marianne.

“Creo que sería muy bueno para la empresa tener una propiedad en el boulevard”, dice Marianne. “Porque eso es lo que la gente quiere hacer cuando están en estos pueblos más chicos y les gusta el juego. Quieren venir a la gran ciudad, y creo que querrían estar en el boulevard”. Una vez que lo menciona, ya no puede deshacerse de la idea. “Me encantaría tener una propiedad en el boulevard algún día”, repite. “A mí también”, dice Willie. Y después, como si súbitament­e hubiese recordado las tribulacio­nes de su padre, agrega: “Siempre que el precio esté bien”.

“AL PRINCIPIO, CON PAPÁ TOMAMOS MUCHOS RIESGOS NECESARIOS. PERO AHORA HACÍA

FALTA ALGUIEN MÁS CONSERVADO­R”.

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Bill Boyd (87) fundó Boyd Gaming con su padre, en 1975. Hoy, tiene más de 30.000 empleados e ingresos por US$ 2.400 millones.

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