Fuera de oficina
12 de septiembre de 1983
En octubre de 1982, Katherine Ackerman dejó su trabajo como bibliotecaria de investigación en Chicago Tribune y, al poco tiempo de tener un bebé, empezó como investigadora freelance, operando desde su casa a través de su computadora personal IBM. “Una de las mejores cosas de trabajar desde casa es que, si el bebé hace algo lindo, tengo la libertad de dejar todo y sacarle una foto”, decía, con los gritos de su hijo de fondo. “Que lo hago un montón”. A medida que amanecía la era de la computación personal, empezó a parecer cada vez más posible el home office, que prometía “cambiar la vida diaria de millones de estadounidenses de forma tan radical como lo hizo el automóvil”. Pero los expertos como Margrethe Olson, profesora de Negocios de la New York University, advertían (con razón) un gran obstáculo: la enorme porción de la América corporativa que se resistiría. “La cultura cambia más lento que la tecnología”, decía. Y la cultura de la oficina permaneció tozudamente resistente al cambio, hasta hace poco, cuando no le quedó otra opción.