Un enfoque de género y diversidad para garantizar la inclusión financiera
La inclusión financiera ocupa en los últimos años un lugar importante en la agenda de distintos organismos públicos y privados. En un contexto de transformación, donde la digitalización facilita la apertura de una cuenta bancaria, acerca y agiliza las transacciones, algunos grupos sociales enfrentan todavía diferentes barreras para acceder, permanecer y hacer un uso efectivo de productos financieros asequibles y de calidad.
En Argentina, según datos del BCRA, el 95,3% de la población adulta, 33,3 millones de personas, acceden a una cuenta bancaria. Se trata de niveles de bancarización casi absolutos, equiparables a los de las economías desarrolladas y superiores a los de América Latina (73% en promedio, según el Banco Mundial), sin variaciones significativas entre géneros, grupos etarios y ubicaciones geográficas. Para alcanzar estos niveles intervino el fuerte proceso de bancarización inducido por las políticas públicas de apoyo social en el marco de la pandemia.
Sin embargo, ello no se tradujo aún en una plena y efectiva inclusión financiera que implique a todos los grupos sociales de nuestro país. Numerosos segmentos poblacionales son titulares de una cuenta pero no así de otros instrumentos que garanticen el uso efectivo de servicios y productos financieros asequibles y de calidad, que contribuyan a su autonomía económica. La importancia de promover el acceso y participación de las personas en el sistema financiero formal, además de constituir un derecho, radica en evitar que deban recurrir a mecanismos informales de financiamiento que, con frecuencia, involucran lógicas abusivas y perversas.
Históricamente, entre los sectores que más obstáculos han enfrentado para acceder a productos y servicios que se ajusten a sus necesidades e intereses se encuentran las y los trabajadores de la economía informalizada, el personal de casas particulares, los y las comerciantes de cercanía o personas a cargo de microemprendimientos, entre otros. Estos segmentos, fuertemente feminizados, piden acompañamiento y una mirada desde las instituciones financieras que reconozca la diversidad de trayectorias, experiencias y modos de vida.
A menudo, las respuestas ofrecidas se reducen a la (falta de) educación financiera. Pero pretender cerrar las brechas de desigualdad así conlleva el riesgo de responsabilizar a las personas individualmente y poner el énfasis en supuestos déficits de conocimiento de quienes están excluidos y excluidas. La mirada tiene que centrarse en el modo en el cual los bancos o el sistema prestan sus servicios e interactúan con su público. Tenemos que abandonar recetas únicas y partir de la realidad concreta y de las necesidades específicas de los segmentos de la población expuestos a barreras. Se trata de adoptar una óptica que reconozca los beneficios de la inclusión financiera asequible y sostenible, entendiendo que no todo endeudamiento es indeseable per se, sino que depende de para qué y bajo qué condiciones.
Ello requiere de un enfoque de género e interseccional que reconozca la heterogeneidad entre quienes son clientes actuales o potenciales del banco. Si no, corremos el riesgo de diseñar herramientas financieras que no solo no contribuyan a cerrar las brechas sociales y de género, sino que, de manera no voluntaria, las profundicen o creen nuevas.
En este sentido, hay que llevar adelante aquello que Sara Ahmed en su libro Vivir una vida feminista (2018) llama un “trabajo de diversidad”, es decir, el trabajo de transformar una institución para abrirla, para hacerla accesible a quienes históricamente han sido excluidos. Tenemos que revisar y repensar requisitos de acceso, procedimientos y diversos aspectos del sistema financiero que constituyen –incluso de manera no intencionada– factores de exclusión como el trato o el lenguaje: algo tan elemental como reemplazar los términos financieros excesivamente técnicos por palabras de fácil comprensión. Por supuesto que la educación financiera es un elemento muy importante, pero partiendo del convencimiento de que por sí sola es insuficiente, de la misma manera en que la digitalización facilita los procesos de inclusión, pero tampoco los resuelve per sé.
Este camino emprendimos en el Banco de la Nación Argentina. Con más de 13 millones de clientes, lanzó la billetera digital BNA+, que hoy da acceso a través del celular a más de 7 millones de personas. Además, implementamos una batería de iniciativas basadas en una política de género, diversidad y DD.HH. desde la cual promovemos la adopción transversal de esa perspectiva en todas las áreas, procesos, iniciativas, productos y servicios.
La inclusión financiera debe responder a un imperativo ético y de derechos humanos, porque representa una de las vías para reducir las brechas sociales, territoriales y de género, disminuir la pobreza, y promover un crecimiento económico inclusivo y sostenible, sin discriminación. Eso solo es posible con un enfoque de género y diversidad a partir del cual trabajar en pos de un sistema financiero inclusivo para construir así sociedades más justas y equitativas.