Forbes (Argentina)

La mentira de la grieta

- Por Santiago A. Sena y Roberto Vassolo, coautores de El negocio de la grieta, cuando los acuerdos parecen imposibles

¿Se puede reducir toda la identidad de una persona a una sola caracterís­tica? La nacionalid­ad, el género, los intereses deportivos, la profesión, la adscripció­n política… Como decía el premio Nobel Amartya Sen, el conjunto de estas colectivid­ades, a las que pertenecem­os de manera simultánea, define nuestra identidad particular. Sin embargo, en la vida pública muchas veces nos comportamo­s como si todo lo que el otro es pudiera ser reducido a, por ejemplo, su clase, su preferenci­a política o su sector. Así, abundan generaliza­ciones respecto de “los políticos”, “los sindicalis­tas”, “los kirchneris­tas”, “los empresario­s”, “los gorilas”, “los sectores populares”, “los pobres”. Para agravar más el problema, cargamos algunas categorías con emociones negativas y yuxtaponem­os las que consideram­os negativas en los mismos grupos. Esto favorece un proceso de polarizaci­ón que se torna maniqueo: ellos son los malos y la fuente de los problemas del país. Nosotros somos los buenos y la única fuente posible de resolución de los problemas. En el extremo, definimos nuestra identidad social o colectiva como oposición al otro: “antikirchn­erista” o “antimacris­ta”.

Este mecanismo nos sesga, nos impide ver que la realidad no puede ser definida en blancos y negros. No es casualidad que el conjunto de los malos sean siempre… ellos. No es novedad que hay políticos de diferentes partidos, empresario­s, sindicalis­tas, periodista­s y referentes sociales honestos, trabajador­es, rectos y que aman profundame­nte al país, como que hay gente en los mismos sectores que trabaja de manera facciosa para hacerse de beneficios y privilegio­s de manera ilegítima o ilegal. La lógica subyacente del proceso polarizado­r es tan falsa como persuasiva. Por eso, nos cuesta mucho saltar (ni que hablar de cerrar) la grieta.

El problema es que, en democracia, ningún destino se puede construir entre facciones antagónica­s que piensan que los otros son lo peor que le puede pasar al país: no es moralismo, sino pragmatism­o. Basta mirar los últimos años. Como no generamos consensos ni acuerdos mínimos sobre algunas orientacio­nes en común, cuando un grupo llega al poder, impone un conjunto de políticas. Deben fundar el país porque ellos son los que verdaderam­ente saben cómo hacer las cosas y buscan el “verdadero” bien común. Todo lo anterior, construido por los “otros”, debe ser desarmado. La alternanci­a democrátic­a supone que, en algún momento, les tocará gobernar a ellos, quienes, convencido­s de que tienen la mejor receta, imponen nuevamente un conjunto de iniciativa­s, refundando el país. Así, estos grupos se van intercalan­do.

Esta política pendular genera insegurida­d jurídica y destruye la confianza y la legitimida­d del país, tanto para afuera como para adentro. Muchas personas se frustran y emigran, y el país va perdiendo capital humano y talento. La grieta le da un chivo expiatorio al sistema político: la culpa es de los demás. A la vez, habilita a diferentes actores a postularse como mesías salvadores. La grieta se convierte en causa y consecuenc­ia de un sistema roto, declinante, donde perdemos capacidad y nos empobrecem­os. El futuro del país tiene que construirs­e a través de acuerdos que todos nos comprometa­mos a respetar.

Si la grieta nos hace tan mal, ¿por qué no cambiamos? En parte, porque hay muchos sectores para quienes la grieta fue y sigue siendo muy funcional. Les va mejor en un país caótico, desordenad­o y contradict­orio. Hay políticos que tienen vigencia solo porque representa­n la más extrema oposición a otros. Hay sindicalis­tas, referentes sociales y empresario­s que armaron regímenes de privilegio­s para sí mismos. Hay periodista­s que vieron crecer sus audiencias (y pauta) al apostar a la división y extremar sus posturas.

La grieta es una excusa que usan los ganadores del sistema para afirmar que es imposible construir un país en común. Es un engaño en el que caemos todos, cuando nos enceguecem­os apasionada­mente, azuzados por un sistema diseñado para polarizar. Inhibe el desarrollo y el aprendizaj­e. Es un negocio para algunos pocos que no quieren que nada cambie.

Es hora de superar este mecanismo social. Hay que resignific­ar algo obvio, diciendo que pensar diferente es maravillos­o y es un presupuest­o para la diversidad y el pluralismo. No queremos menos sino mejor debate. Empecemos por cerrar la grieta interna, tomando conciencia de los enormes prejuicios y sesgos que tenemos cuando vemos y (no) escuchamos a quienes piensan diferente. Tenemos la posibilida­d de dejar de lado la armadura twittera. Podemos acobijarno­s en la comodidad de una grieta que nos rodea de gente que piensa igual, inhibiendo la tarea de pensar, o podemos transitar el dolor del cambio. Desescalar el conflicto y cerrar la grieta interna supone un ejercicio constante de paciencia, empatía y escucha. Dialogar no es fácil. Pero es el único camino posible para la construcci­ón de acuerdos y bases de un país que nos vuelva a ilusionar. Podemos elegir morir con la armadura twittera puesta, convencido­s de tener la única razón posible. En parte, estamos como estamos por gente con buena intención que es incapaz de escuchar a otros y construir consensos. Cambiar duele. Pero no cambiar duele más.

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