Gente (Argentina)

SEBASTIÁN ORTEGA. El exitoso productor y creador de Undergroun­d fue distinguid­o Personalid­ad Destacada de la Cultura en la Legislatur­a porteña.

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Ojos de Fuego, una anciana de la tribu Cree, habló: “Llegará el día en que la codicia del hombre blanco hará que los peces mueran en los ríos, que las aves caigan de los cielos, que las aguas ennegrezca­n y los árboles no puedan tenerse en pie... Y la Humanidad, como la conozco, dejará de existir... Llegará el tiempo en que habremos de necesitar a los que preservan las tradicione­s, los rituales, los mitos y las viejas costumbres. Ellos serán la clave para la superviven­cia de la Humanidad, y serán conocidos como ‘Los Guerreros del Arco Iris’”.

La leyenda me la cuenta el activista Fernando Donato mientras miramos desde el helipuerto del barco Esperanza un perfecto arco iris circular alrededor del Sol. Esa historia inspiró la creación de Greenpeace en 1971. “Es un buen augurio”, me dice antes de alejarse. Promediába­mos, esa tarde, un recorrido de 1.160 millas (2.148 kilómetros), que trianguló Puerto Madryn, la Zona Económica Exclusiva de nuestro país y las lindantes aguas internacio­nales del Agujero Azul, una región de 30 mil kilómetros cuadrados (el tamaño de Bélgica) codiciada por pesqueros de todo el mundo, en la que la organizaci­ón puso foco para este tramo de una vasta campaña desde el Ártico hasta la Antártida, que finalizará en enero y documentar­á la actividad sin control en alta mar, ahí donde no llegan las leyes de ningún país. En el 2020, en la ONU se debatirá el Tratado Global de los Océanos, y Greenpeace quiere llevar a Nueva York suficiente evidencia de la devastació­n, para ponerle freno legal.

Aquí consiguier­on revelar la existencia de navíos fantasma, accionaron con pancartas y tatuaron el casco de un palangre surcoreano a sólo seis millas de nuestra zona económica exclusiva (ZEE), pintándole “saqueadore­s” (fue épico cómo treparon al pesquero Bruno Castro y Agostina Bosch), hallaron boyas con GPS para ese tipo de pesca (largos cables de mil metros, con anzuelos cada 12 centímetro­s para capturar merluza negra) y una gigantesca estación de servicio flotante a 20 millas de la ZEE, que contiene 17 millones de litros de diésel y abastece a los barcos que permanecen durante meses en el lugar. Este último es un engranaje esencial para una actividad que factura, a nivel global, unos 1.400 millones de dólares (según cifras de 2014), a la que se deben sumar subsidios por 4.200 millones. Se calcula que el 54 por ciento del negocio de la pesca iría a pérdida sin esa subvención. Y lo peor es que está acabando con la fauna marina. Ejemplo: de 1.2 millones de toneladas de calamar capturadas en 1999, cayó a 435.280 toneladas en el 2017, último año con cifras oficiales.

VIVIR EN ALTA MAR. A bordo del Esperanza somos veintidós tripulante­s, doce voluntario­s y activistas de Greenpeace y dos periodista­s. Una pequeña babel con el inglés como salvocondu­cto, hablado con 15 acentos diferentes. Todos, y cada uno, estamos atados a un estricto protocolo, plasmado en cientos de carteles repartidos en las cinco cubiertas del barco. Desde cómo usar la tostadora (y no es menor: si se activa la alarma de incendio por olvidar encender el ventilador se deberá pagar una ronda de cerveza a toda la dotación) y cómo lavar la vajilla, hasta situacione­s más extremas, como el rol que adoptará cada uno en caso de tener que abandonar la nave.

Aunque siempre hay alguien despierto en el puente de mando y recorriend­o el barco, el día comienza cuando el marinero Joshua Ingram golpea la puerta de cada camarote y dice: “7.30, good morning”. Se debe salir rápido de las literas: a las 8.00 finaliza el horario para desayunar. Hay para elegir: jugos franceses, yogures uruguayos, leche argentina, manteca de maní Made in USA, una pasta para untar incomible hecha en Australia, quesos (otra vez un cartel advierte “be easy with cheese”), cereales, cafés varios, cacao, frutas y salsas de todo tipo y picor. Al terminar, cada uno lava lo que usa y los desechos se dividen: orgánico, cartón y plástico. Luego, todos a trabajar en la limpieza del navío: una mañana, a este enviado le tocó trapear las cinco duchas de la cubierta principal y la inferior. Preguntado por las de los oficiales, el

En el 2020 la ONU debatirá el Tratado Global de los Océanos, y Greenpeace quiere llevar

contramaes­tre Craig Owen explicó: “Eso lo hacen ellos”. Detrás, el médico ucraniano Valeriy Kharchenko agregó en español: “Esto es una democracia”. La otra oportunida­d que abrió la boca, al abordar, dijo: “No se enfermen a bordo”. Hombre de carácter taciturno, se lo veía caminar de noche, solo, por el barco.

Tras la limpieza, cada uno emprende sus tareas. En el puente de mando se turnan los tres oficiales que secundan al capitán Demidov, un ucraniano enorme y muy respetado. El primero es Raphael Schmiedeba­ch, de 37 años y oriundo de Oldenburg, Alemania, que extraña a su hijo de cuatro meses y ama “el mar, porque estoy lejos de los carteles luminosos de las ciudades”. Los escalafone­s siguientes son ocupados por mujeres. La segunda oficial es la finlandesa Karin Jessi Björk, de 26 años, que navega hace nueve años. Y la siguiente, la búlgara Simona Stoeva, de su misma edad. Todos cumplen la misma rutina: tres meses en el mar, tres meses en sus casas.

A las doce en punto se almuerza. Ruslan Yakushev es tan buen cocinero como gruñón. Pero su función –secundado por Macarena,

su ayudante chilena–, la cumple: se come rico y variado, y contempla a quienes son veganos o celíacos. Es uno de los tres miembros de la tripulació­n –junto al marinero napolitano Cristian Dalessandr­o y al radio operador argentino Hernán Pérez Orsi–, que estuvo preso en Rusia hace seis años, cuando sobre el Arctic Sunrise protestaba contra la explotació­n petrolera en el Ártico. Ninguno de los tres toca el tema. Jamás sabré si hicieron un pacto de silencio. No en este viaje, al menos. La cena es en horario internacio­nal: a las seis de la tarde están dispuestas las bandejas. Para beber, agua filtrada. Dos máquinas la desaliniza­n: una es molecular, y la otra por evaporació­n. Los purificado­res de agua son quince veces más efectivos que los demandados por la legislació­n, aseguran. Si por la noche alguien desea beber una cerveza, puede tomarla de la heladera del lounge y anotar su nombre en una lista. Luego se paga. Este sistema depende de la absoluta confianza que se tienen todos a bordo. Con lo recaudado se compran las películas que se pueden ver en la tevé del living, libros para la biblioteca e instrument­os musicales: hay cinco guitarras acústicas, una

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