El juego del gallina
En la película Rebelde sin causa, unos adolescentes conducen sus automóviles a gran velocidad hasta el borde de un precipicio. El primero que frena es un cobarde (“gallina”) y ha perdido el reto. Las implicancias del juego están claras: nadie quiere ser la gallina, pero si ninguno retrocede el resultado es desastroso para ambos. En política internacional se denomina “juego del gallina” a las escaladas en que ambas partes suben la apuesta hasta el límite de desatar un conflicto grave.
Lo que ocurrió estas últimas semanas entre los Estados Unidos e Irán se asemeja a esta dinámica. Desde el comienzo de su presidencia, el impredecible Donald Trump buscó desmontar el legado de Barack Obama, quien había logrado un acuerdo de cooperación por el cual Irán se comprometía a desmantelar su programa nuclear. El mandatario norteamericano decidió jugar duro y se retiró del acuerdo. Desde entonces, tanto Washington como Teherán aceleraron sus autos hacia el precipicio. A las hostilidades iraníes, Trump respondió duramente. Al asesinar a Soleimani –arquitecto de la presencia iraní en Medio Oriente– demostró que seguirá conduciendo hasta el precipicio. Irán –sin capacidad militar ni aliados como para enfrentarse abiertamente con los Estados Unidos– está decidido a continuar este enfrentamiento.