Gente (Argentina)

LIZY TAGLIANI.

“Tenemos la obligación de ser como sentimos que somos”

- Por Leonardo Ibáñez Fotos: Christian Beliera Producción general: Mariano Caprarola Arte y diseño: Gustavo Ramírez

“Tenemos la obligación de ser como sentimos que somos”, dispara la inminente conductora de Trato hecho, comprometi­da con la causa a favor de la inclusión de género y contra la discrimina­ción.

Inquieta, atrevida, talentosa y personal, la inminente conductora de Trato hecho se entregó a una producción especial de GENTE, comprometi­éndose en la causa a favor de la inclusión de género y contra la discrimina­ción. “La libertad nace del respeto al otro”, afirma a los 50 años la multifacét­ica artista, jugando como una diva con diseños exclusivos de Pablo Ramírez.

“Guardo más conciencia de cuándo me di cuenta de que era hombre que de cuándo descubrí que era mujer. Porque desde que tengo uso de razón soy una niña.

No me acuerdo de mí como hombre.

Y recién me di cuenta cuando me empezaron a gustar los chicos y la genética comenzó a demostrarm­e otras cosas”

“Recuerdo un momento que me marcó fuerte: ante mi tristeza, Mónica Escobar, una amiguita, me dijo: ‘Yo te acepto como sos. ¡Soy tu amiga y siempre vamos a estar juntas!’. Llegué feliz a casa y le conté a mi mamá. ¿Sabés qué me respondió? ‘¿Y no te preguntó si vos la aceptás a ella?’” “El choque surgió en esa etapa en la que los chicos no quieren saber nada relacionad­o a las chicas, ni ellas con ellos: ahí ni los nenes ni las nenas se querían juntar conmigo. Entre los seis y los ocho años fue la peor parte, mi etapa más difícil. Pero mi madre, que era analfabeta y muy autoritari­a, a su modo y consciente de lo que me esperaba, colaboró a que yo sea quien soy hoy”

“Me viene a la mente un 12 de octubre, Día de la Raza. Cursaba segundo grado y me disfracé de escocés, pollera incluida. Al final de la actuación supe que quería dejar de ser Luis para ser Carla Marina Marconi, una compañera que saltaba para defenderme”

Mamá fue la primera persona que me mandó a pelear sin miramiento­s por mi identidad”, hace una pausa y, cuando el periodista espera algún lógico instante de emoción, Lizy Tagliani –a lo Lizy Tagliani– lanza una carcajada que la impulsa a recordar cierta anécdota que jamás olvidará: “Yo, que tendría siete, ocho años y me hacía llamar Carla, una tarde salí de casa y me fui a hacer una compra. Como en la esquina estaba la bandita más pilla del barrio, la de Alberto Chaker, los chaboncito­s me empezaron a gritar cualquier cosa. Triste e impotente, llegué a casa llorando. Mi madre me preguntó preocupada: ‘¿Qué te pasó?’. Contesté: ‘¡Los chicos me dicen ‘maricón’!’. Ella lanzó enojada: ‘¿Y vos qué querés ser, una nena o un nene?’. Le respondí: ‘Yo no quiero ser, ¡soy una neeeeena!’. ‘Entonces volvés y los convencés de que sos una nena’. ‘¿Y si no los convenzo...?’. ‘Te fajo yo’”, me mandó la bomba sin ningún tipo de delicadeza. Lo cierto es que yo nunca tuve dudas de cómo me sentía y ella nunca me permitió tenerlas, ni tampoco dejarme llevar por las opiniones de otros”, suspira.

–¿Supo qué fue de la vida de Chaker?

–Me sigo hablando con el Negro.

–Entonces usted ganó aquella batalla inicial.

–Gané la primera de las numerosas que llegarían a lo largo de mi vida.

–¿Cuándo, siendo hombre, empezó a sentirse mujer?

–En realidad, te juro que guardo más conciencia de cuándo me di cuenta de que era hombre que de cuándo descubrí que era mujer. Porque desde que tengo uso de razón soy una niña. No me acuerdo de mí como hombre. Y recién me di cuenta de que era un niño cuando me empezaron a gustar los chicos y la genética comenzó a demostrarm­e otras cosas. Yo no conocía otros genitales ni imaginaba que a mis amigas de la escuela

les iban a aparecer pechitos. El choque surgió en esa etapa en la que los chicos no quieren saber nada relacionad­o a las chicas, ni ellas con ellos: ahí ni los nenes ni las nenas se querían juntar conmigo. Entre los seis y los ocho años fue la peor parte, mi etapa más difícil. Pero mi madre, que era analfabeta y muy autoritari­a, a su modo y consciente de lo que me esperaba, colaboró a que yo sea quien soy hoy. ¡Usaba cada frase ella...!

–Por ejemplo...

–“Si Fulana se tira del puente, ¿vos también te vas a tirar?”, cuando me comparaba con alguna compañera. O: “Recordá siempre que vos no naciste con coche ni con amigos”, cuando los vecinos llevaban en auto a sus hijos al colegio. Claro, yo venía de una clase re humilde (para mí habitar una vivienda con paredes de cemento ya era un lujo) y me daba vergüenza sentirme pobre. Nosotras éramos bastante solitarias.

–¿Tenía aliados puertas afuera?

–Siempre existen aliados. Hay que mantenerse atentos. Recuerdo un momento que me marcó fuerte: ante mi tristeza, Mónica Escobar, una amiguita, me dijo: “Yo te acepto como sos. ¡Soy tu amiga y siempre vamos a estar juntas!”. Llegué feliz a casa y le conté a mi mamá. ¿Sabés qué me respondió? “¿Y no te preguntó si vos la aceptás a ella?”. Otro quilombo, pero eso también con el tiempo me ayudó y fortaleció. Admito que, de chica, crudamente, mi madre me daba con un caño, pero también reconozco que ya de grande me gustó que lo hiciera.

–¿Qué otros recuerdos conserva de su época de estudiante?

–Cursé entre Lomas de Zamora, Burzaco y Adrogué, porque nos mudábamos con mamá según la casa que la contrataba como mucama. Ella además cortaba el pasto de los vecinos y cosía para ganarse el mango. Mi primaria no debe haber sido tan buena porque, salvo excepcione­s, de mí no surgen demasiados recuerdos. La tengo medio negada. La primera imagen que me surge es la de la salida, corriendo delante de mi madre,

“Mi último papá, Jorge, al que llamaba ‘abuelo’ y era muy educado y dócil, me enseñó en esos tiempos que yo no era más ni menos que nadie, y me explicaba por qué. Ahí nació otra Lizy, más libre, más feliz. Andaba por todos lados vestida de mujer, con medias en el corpiño que hacían las veces de lolas”

“Cuando al principio me gritaban cosas, yo contestaba:

“Mirá, si me bajás la ropa interior, no vas a encontrar una encicloped­ia ni algo parecido. No hay muchas posibilida­des. Así que poner el

foco ahí...’ Lo mismo por el color de piel, si sos groncha, fina, cool o no, si tenés cirugías o no. Hay un punto en que no se deben dar explicacio­nes ni permitir que te afecte lo que alguien sostenga sobre vos”

huyendo: no quería estar ahí... Sí me viene a la mente un 12 de octubre, Día de la Raza (Nota de la Redacción: en la actualidad, Día de la Diversidad Cultural). Cursaba segundo grado y me disfracé de escocés, pollera incluida. Al final de la actuación supe que quería dejar de ser Luis para ser Carla Marina Marconi, la compañera de clase alta que te acabo de nombrar y a quien los padres habían llevado al colegio estatal como castigo por repetir. Bravísima de carácter, saltaba para defenderme de todos con un lenguaje que ni te imaginás. Y cuando digo “todos” incluyo a las maestras. También me aparece la imagen de Carolina Cortés, una nena dulce y sensible que me llevaba a su casa y me hacía sánguches.

–Perdón que retrocedam­os... ¿Dijo “maestras”?

–Seguro. Algunas me hicieron pasar pésimos momentos. Cuando mi mamá se casó con José Rojas, un señor mayor, una de ellas... ¿se llamaba Nilda? (duda), se paró frente al pizarrón: “Él, Gallardo (yo llevaba el apellido de mi mamá), el nuevo vecinito del barrio tiene una madre que, no estando enamorada, se casó con un señor mayor para cuidarlo hasta que se muera, a cambio de que él reconozca a su hijo”. No sé si era verdad o no, pero me lo hizo saber delante de la clase. También me vienen a la memoria los varones jugando a las bolitas y las nenas al elástico, y que no me dejaran entrar en ninguno de los dos grupos. O que ellos se pelearan por mí cuando armaban los partidos de fútbol.

–¿Se peleaban? ¿Pateaba bien?

–Para el orto. Se peleaban para que “el maricón” fuera al otro equipo. Un día, sin embargo, entramos a un torneo de sóftbol y el único integrante del equipo que logró batear y dar la vuelta a la cancha fui yo. ¡Todos los pibes me abrazaron!

–Revélenos qué clase de alumna era.

–Esforzada. Algún año de la secundaria, por abundancia de rateadas, me llevé todas las materias. Solíamos juntarnos cuatro, cinco amigas, y terminábam­os en el pool. No obstante, en general siempre fui una alumna aplicada. El tema era que me costaba. Podría argumentar que fue por la presión que sufrimos los trans en la sociedad, pero prefiero decir la verdad: los resultados no me daban por burra (ríe).

–¿Los episodios de discrimina­ción continuaba­n?

–Continuaro­n hasta que un día comprendí que si en el colegio mostraba la personalid­ad que tenía en mi casa, me iba a hacer respetar mejor.

–¿Y cómo era en su casa?

–Intensísim­a. Mis tías le pedían a mamá: “Si venís a visitarnos con Luis, o lo agarrás vos o lo tenés a upa”. Ya de chiquita no paraba: tocaba todo, hacía quilombo, improvisab­a recitales, les cantaba. Bueno, entendí que si trasladaba al colegio esa manera de manejarme ganaría respeto. Y empecé a mostrarme súper extraverti­da. Por ejemplo, me acuerdo del día en que una compañera le compró un libro todo rayado a un alumno de dos cursos arriba. Sin pensarlo, delante del profesor le reclamé a los gritos que le devolviera la plata, y como no quiso, se lo rompí y tiré en la cara.

–Había comenzado a socializar...

–Socializar y hacerme querida por mis compañeros y en el barrio. Mi último papá, Jorge, al que llamaba “abuelo” y era muy educado y dócil, me enseñó en esos tiempos que yo no

era más ni menos que nadie, y me explicaba por qué. Ahí nació otra Lizy, más libre, más feliz. Andaba por todos lados vestida de mujer, con medias en el corpiño que hacían las veces de lolas.

–¿En la calle qué sucedía?

–Me gritaban de todo, pero aprendí a convivir con esos gritos. Nunca contestaba, no me afectaba. Hasta me gustaba que me gritaran. No se usaban en esa época guarangada­s, cosas de violencia... Quizá un “¡maricón!” como mucho. Digamos que empecé a disfrutar sin vergüenza de lo que era.

“Nací el 12 de septiembre de 1970, aunque en realidad siento que fue por el ’75, ’76, ya que de tal época son mis primeras imágenes marcadas, siempre en Buenos Aires”, confía la chaqueña, que recién poco tiempo atrás supo que había visto la luz en Resistenci­a, la capital litoraleña. “Mi historia empieza como a la inversa: mamá no sé si me ha ocultado el pasado, pero sí se ha callado mucho. Yo, desde que tengo uso de razón, conocí una historia, y de grande conocí el resto”, sorprende. “Durante una gira por Chaco recibí unas fotos de mi niñez, las mismas que saldrían en la primera nota que hizo GENTE sobre mí. Provenían de unas primas, que las encontraro­n en lo de mis fallecidos abuelos paternos, a quienes no conocí, igual que no conocí a mi padre. Hasta ahí mis ‘papás’ habían sido los hombres que estuvieron con mamá: Rubén Agüero, José Rojas y Jorge Tagliani, su último marido”, ilustra la artista. E intenta hilvanar, como dibujando un árbol genealógic­o al que le faltan algunas ramas, la etapa inicial de una historia que transita hace medio siglo.

–¿No conocía ni el nombre de su papá?

–Ni el nombre –Froilán–, ni el apellido –Tijeras–, ni sus orígenes. De grande, hace poquito, descubrí cómo era físicament­e. A la vez, en los últimos tiempos entendí cosas que de chica le escuchaba hablar a mi mamá, Tina (Celestina), con mi tía Bernarda. Como me costaba comunicarm­e con otros chicos, andaba pendiente de los

“Yo tengo pelo largo y un vestido, y me maquillo. Entonces vos me tenés que tratar como una mujer, respetar por cómo yo quiero ser. Lo que sientas, hables o mandes a tus amigos del grupo de WhatsApp, u opines mientras soñás conmigo, ya es un problema que necesitás resolver con vos mismo”

adultos. Entonces, al aparecer mi padre biológico y su familia, comenzaron a cerrarme algunos diálogos que escuchaba de chica. Para el caso, cuando yo pasaba caminando y estaban ellas, repetían: “Tijeras en pinta”. O sea que los dos caminábamo­s parecido. Con las fotos y las historias descubrí un montón. Igual, mi familia siempre fue mi mamá (hija de Ángel Gallardo y Gregoria Insaurrald­e). ¡Que no se enojen mis tías, las dos hermanas de ella...!

–¡Epa! ¿Por qué habrían de enojarse?

–Al principio, cuando me hice famosa, Lila –Nidia– y Norma se enojaban cuando yo repetía que al morir mamá me había quedado sin familia. Hasta que un día les expliqué que no significab­a que ellas no lo fueran, porque las amo y veo seguido, sino que mi mamá había sido la única familia adentro de mi casa: ella, sus parejas, los perros y gatos. Era una guerrera. No le podías decir ni “a” que saltaba como leche hervida. Y también era muuuuuy, muy cuidadosa de nuestra intimidad. Al punto que recién a mis 16 años me enteré de que yo no había nacido en el sur del conurbano. Fui a hacerme el documento, me lo dan (los otros DNI los guardaba ella), veo la dirección –“General Paz 477”, donde vivía– y en el casillero de “lugar de nacimiento: San Fernando, Resistenci­a, Chaco”. Cuando le consulto a mi madre, me comenta que vinimos a días de haber nacido yo. Pasa que de grande recuperé fotos en las que festejo allá mi primer cumpleaños. Pienso que tal vez me trajo a los dos. Si no, recordaría algo. La verdad, no lo sé.

–¿A qué atribuye el silencio de su mamá?

–Quizá transitó una historia fuerte. Bueno, murió de cáncer. Igual, era una señora callada. El tema es... Mucha gente me escribe: “Vos, que sufriste tanto...”. Y la verdad es que hasta que fui grande no me di cuenta. Si uno sabe flotar y se ahoga, podemos reconocer que se ahogó. Ahora, si uno se está ahogando y no sabía flotar, tampoco supo que se podía salvar. Yo no entendía que lo que estaba viviendo era lo peor, y mi madre no me lo hizo saber. Jamás la escuché quejarse con que

“Lloré más por fea que por discrimina­da. Siempre pensé que todos éramos todo. Resolví estudiar Sociología el día que una profesora señaló en una clase, refiriéndo­se a los roles: ‘Todos somos lindos, feos, buenos, malos, altos, bajos, negros, blancos, flacos, gordos, discrimina­dos, discrimina­dores... Depende de los ojos que nos miren’. Me quedó el concepto y siempre lo usé para mi vida”

no teníamos. Tomaba y tomaba mate, y de mayor comprendí que se iba a dormir sin comer porque no alcanzaba para las dos. Sin embargo, ella ponía un mantel roto, servilleta­s cosidas de distintos colores, y llamaba “¡A comer!”. Nunca dijo “no hay” o “esto no es comida”. Tampoco: “Tomemos un mate cocido con pan con aceite y tomate”. Lo que había era “la cena”. Ella cocinaba pajarilla, cuajo, bofe, verdura, polenta..., lo que hubiera. Cuando lo cuento a conocidos, me sugieren ver una película sobre un padre y su hijo que viven en un campo de concentrac­ión.

–‘La vida es bella’, del italiano Roberto Benigni... Esconde al chico para que no sufra, convencién­dolo de que todo es un juego.

–¡Esa! Algo así fue lo de mamá conmigo. Los sábados salía de lo de doña Leticia, una de las tres casas en las que recuerdo que trabajó, y yo la esperaba a dos cuadras, en un murito, frente a la ferretería de don Feijóo. Con su sueldo de la semana, como no me gustaban las muñecas, me compraba un autito de colección. Al margen, no creo que los juguetes ni los colores tengan género... (se interrumpe, y sigue). Todavía conservo algunos autitos. Una vez que los usaba, me mandaba a regalarlos “a los que tienen menos que nosotros”, porque “no hay que ser egoísta”.

–Pregonaba con el ejemplo.

–Escuchá: una vez fui a buscar ropa que regalaban. Como yo era fanática del plush y había unos bucitos de esa tela que me iban a combinar con el pantalón de corderoy que tenía, busqué y tomé una remera de una escuela privada, para que creyeran que iba ahí, y esos dos bucitos de plush. Cuando mamá los vio me mandó a devolver uno, porque “hay chicos que seguro necesitan el otro”. Y pensar que a mí me daba vergüenza que ella fuera a mi salida del colegio con el mismo vestido celeste. Era la única ropa que tenía y usaba, junto a su jogging. A mí me parecen importante­s las palabras, pero lo que prende es el ejemplo: si mi madre me hubiese aconsejado veinte veces que no hay que ser egoísta y ella hubiera guardado todo, hoy probableme­nte yo sería egoísta y guardaría todo. De la misma forma, no convertía los bajones en desgracias. Por algo el humor me trajo hasta acá, sin planearlo.

–El humor fue un tremendo aliado en su vida, ¿verdad?

–Exacto. Mi familia era así: nos decíamos de todo. Los amigos no querían ir a casa si estaba mi abuela: te daba un café y lo sacaba a relucir eternament­e. O ibas a sentarte y con un papel metalizado hacía el ruido de que te largaste un pedo. De mi familia soy la mejor, en el sentido de que mientras todos se agarraban con todos, yo siempre me la agarré conmigo. Me río de mí, para arrancar, y luego del resto. “¡Ay, no te digas fea!”, me piden. Pasa que si una no estuviera segura por dentro, no podría burlarse de sí por fuera. Me río de mí y apenas cierro la puerta me pongo a llorar. Es mi esencia. Como también hay cierta ruta de discrimina­ción, por la que todos hemos caminado.

–¿Cuándo y cómo en su caso?

–Me acuerdo de que en mi barrio estaban “el peruano”, “el rengo”, “el petiso”, “la chaqueña” –que era mi mamá–, “la paraguaya” –doña Erminda–, “el puto” –yo (se apunta), “el gordo”, “el flaco”, “el lindo”, pero a la vez nos ayudábamos entre todos. Aparte de las barbaridad­es con que nos llamábamos de manera natural (“andá a comprar a la boliviana”), y de las que ahora nos damos cuenta, colaborába­mos de manera natural con quienes lo necesitara­n. Se discrimina­ba, sin saberlo, con los nombres, pero no con la acción diaria.

–Barrio al margen, ¿cómo reaccionab­a cuando se burlaban de usted en otros ámbitos?

–Muchos no se animaban, porque podía ser tremenda a la hora de marcar los defectos ajenos (frunce el ceño, jocosa). Ningún transformi­sta jamás se atrevió, en especial porque primero yo jamás tuve pudor en contar lo más feo de mi vida, y segundo, porque si me buscan, me encuentran rápido con lo peor. Yo me callo mi opinión sobre los demás, salvo que me toreen.

–Una duda que quedó flotando: ¿qué pasó con aquel vestido celeste de su madre?

–Lo conservo en un placard.

“Antes de que se sancionara la Ley de Identidad de Género

“Es muy lindo que la gente me reconozco tan sólo como Lizy, porque es un nombre que elegí yo. Siempre aposté a ser yo. A nadie le importa lo que soy yo sin ropa: para la gente soy Lizy. Lo ves en las redes, en todos lados, y es hermoso que suceda .... ”

“En cuestión de prejuicios, reconozco que había un montón de cosas que para mí eran consecuenc­ias naturales. Por ejemplo, lo que les pasaba a las chicas que ejercían la prostituci­ón me parecía lógico: ‘Y bueno, loca, si lo hacés tenés muchas posibilida­des de que te maten’. Con especialis­tas en el tema entendí lo que era un travestici­dio, me desasné y comprendí que una cosa no tenía nada que ver con la otra: ni ellas están ahí porque quieren ni merecen morirse por pretender ganarse la vida”

“Hablo de la discrimina­ción pero de manera general, porque no se relaciona sólo a una cuestión sexual. He ido a la iglesia y cuando el cura pedía que nos tomáramos de la mano y nos diésemos la paz, nadie tomaba la mía ni se daba vuelta para desearme la paz”

me había presentado junto a varias chicas que conocía para cambiarnos de nombre. Cuando fuimos tras un recurso de amparo, me pidieron: ‘Elegí uno alternativ­o a Lizy, por si la legislació­n no te permite llamarte así’. Yo no era famosa, pero de ninguna manera iba a aceptar otro nombre. No fui nunca más”, memora la próxima conductora de Trato hecho, el programa familiar de entretenim­ientos que triunfa en el mundo y pronto estrenará Telefe. Y explica por qué desistió de volver a intentarlo. “Si hubiese estado en juego la Ley que finalmente salió –número 26.743–, no dudaba en pelearla: la popularida­d colabora en visibiliza­r una situación. Lo hubiera tomado como un compromiso moral. Pero ahora se relaciona de una cuestión personal. ¿Querés la explicació­n romántica o la práctica?”, desafía, y ante el doble pedido ensaya ambas.

“La romántica es que me dejé Edgardo Luis Rojas, porque lo eligió mi mamá con todo amor. La explicació­n práctica sería que me da paja cambiar el nombre de la escritura de la casa, del auto, de los servicios, ir a la AFIP... No lo voy a hacer hasta que todo eso se compacte en una firma”, ríe ruidosamen­te, antes de volver a ponerse seria: “Lo que más me duele de mi Documento Nacional de Identidad es que diga ‘Masculino’ en lugar de ‘Femenino’. Pero respecto al nombre, yo sé quién soy y no me da vergüenza que me llamen ‘Luis’”, subraya.

–¿Alguien la llama así?

–Nadie. Igual, de ocurrir, yo entiendo las formas, quién, cómo y por qué lo usan. Fui peluquera y varias de mis clientas mayores me llamaban Luis. Y lo hacían con un cariño tan enorme que

“Si hubiese estado en juego la Ley de Identidad de Género que finalmente salió, no dudaba en pelear mi cambio de nombre en el documento, de Edgardo

Luis Rojas a Lizy Tagliani: la popularida­d colabora en visibiliza­r una situación. Lo hubiera tomado como un compromiso moral…”

no había lugar para sentir discrimina­ción. Mientras que otras personas me lanzaban el “Lizy” como una tomada de pelo. Aprendí a escuchar cómo se dice, más que lo que se dice.

–¿Y por qué Lizy?

–Yo siempre fui tremenda, terrible. Ahora me considero tranqui comparada con aquella niña... Mi abuela Gregoria me llevaba a su peluquería en la época en que se cortaba cortito a los costados –tipo la cantante de tango Virginia Luque–, cuando la permanente exigía cuatro o cinco horas de trabajo. Entonces, para que me portara bien, proclamaba que yo era la peluquera, con el nombre que ella utilizaba para mí desde chiquita: Lizy. Cuando quise ponerme nombre de mujer, primero me llamé, como te mencioné, Carla, después Laura, Verónica y Luisina, hasta que descubrí que el que en verdad me identifica­ba era Lizy. A partir de ahí fui Lizy. Nunca dejé de serlo. Cuando tuve mi primera peluquería, la gente repetía: “Voy a lo de Lizy”.

–¿Cómo llegó a abrirla?

–Larga historia... Si bien a los 23 terminé el secundario, con 18 ya había empezado a trabajar en una parrilla, como adicionist­a y cuidando a la hija de la dueña. Ahí cobré por primera vez un sueldo. Por aquellas épocas empecé a salir de lunes a viernes con mis amigas. Íbamos a los boliches, bares, a divertirno­s. Ahí descubrí que si estaba a su lado la cosa era más fácil: me dejaban entrar, porque si no, las chicas se iban. Para juntar plata e irnos de vacaciones, una de mis amigas, Karina, depiladora, me propuso trabajar en la peluquería de Gino Giovanni, de Lomas de Zamora, donde lo hacía ella. Yo no sabía nada, pero igual me tomaron para los fines de semana. Funcioné, me propuso efectiviza­rme, acepté y me fui dos meses de vacaciones sin avisar. Volví en marzo. Obvio que ya habían tomado a otra persona. Sentí que me habían echado, cuando en realidad yo tenía la culpa. Partí desconsola­da y, caminando por la calle Laprida, me metí en la peluquería de Roxana, mamá de Roxanita Vázquez, la periodista de TN. Le conté. “¿Y vos qué hacés?”, me consultó. “Soy peluquera”, le mentí un cacho. Aunque velozmente me sacó la ficha, decidió tomarme y enseñarme de cero. De ahí fui a lo de Sizó Gerard, cuyo dueño, Gabriel Bratanich, hoy es un gran amigo. Atendía en Riobamba y Marcelo T. de Alvear. Una noche atendí a una señora. Al otro día me llamó.: “Soy Alicia Passeri... A mi marido le fascinó cómo me quedó tu trabajo de ayer. Quiere que le vengas a cortar el pelo y...” otra cosa que no sé si contar.

–Finalmente, ¿qué quería retocarse Roberto Galán, el marido?

–“... una parte de su cuerpo que nadie sabe que se tiñe y cree que yo tampoco”, me adelantó la mujer. Fui, nos encerramos en su baño y le teñí los bigotes. A partir de ahí empecé a ir a su programa Si lo sabe cante, donde terminaba bailando con las secretaria­s. Eran los 90’. Seguí en la peluquería y en 2002 inauguré la mía, que continuó hasta marzo de 2020. Se llamaba Vera Tagliani, por el apellido de mi socio, Fabián, y el de mi último “padre”, que sonaba lindo en la combinació­n. Cuando Fabi se mudó de ciudad, le puse By Lizy Tagliani Estilistas. En cierta oportunida­d, las circunstan­cias me llevaron a acompañar a la actriz y conductora Caterina Hagopian a Intrusos a la noche, donde Connie Ansaldi me pidió que la asistiera de urgencia. Pegamos onda y terminé atendiendo a sus amigas. Fue mi primer contacto fuerte con la popularida­d. Llegaron a mis manos Camila y Valeria Gastaldi, Alejandro Sanz y Viviana Canosa, conozco al productor Mariano Caprarola (¡el de esta nota!), en un desfile de Jorge Ibáñez, y me voy metiendo en el medio. Un día faltó el chofer de Viviana y ella me pidió si la podía llevar a Canal 9. Me puse una lente de contacto que encontré en su placard –porque soy miope, no veía nada–... arrancamos, la esperé y volvimos triunfante­s, sin chocar. Hizo que contara la anécdota al aire de su programa (Hoy puede ser un gran día, por Radio Vale). Escuchó Daniel Hadad y me pidió que me quedara. Tiempo después su operador, Guille Bidondo, le sugirió a Santiago del Moro que me llamara: “Hay una travesti muy divertida que es peluquera de la Canosa”. Como Analía Franchín no iba a la radio los feriados, empecé a hacerlo yo. En 2014 Santi me llevó a su ciclo, Infama, y de ahí no paré más. Para anunciarme me presentaba como “la peluquera de las estrellas”, cuando sólo lo era de Nicole Neumann.

–Y ahora Argentina entera ya la conoce por su nombre, como a Mirtha, Marcelo y Susana...

–Es muy lindo, porque es un nombre que elegí yo. Siempre aposté a ser yo. A nadie le importa lo que soy yo sin ropa: para la gente soy Lizy. Lo ves en las redes, en todos lados, y es hermoso que suceda. A algunas chicas les pasa lo contrario: todos les hacen recordar... Cuando al principio me gritaban cosas, yo contestaba: “Mirá, si me bajás la ropa interior, debajo no vas a encontrar una encicloped­ia. No hay muchas otras posibilida­des. Así que poner el foco ahí... Lo mismo por el color de piel, si sos groncha, fina, cool o no, si tenés cirugías o no. Hay un punto en que no se deben dar explicacio­nes ni permitir que te afecte lo que alguien sostenga sobre vos.

–¿La discrimina­ción la ha hecho llorar?

“… Pero, la verdad, ahora me da paja cambiar el nombre de la escritura de la casa, del auto, de los servicios, ir a la AFIP... No lo voy a hacer hasta que todo eso se compacte en una firma. Porque lo que más me duele de mi DNI es que diga ‘Masculino’ en lugar de ‘Femenino’. Pero respecto al nombre, yo sé quién soy y no me da vergüenza que me llamen ‘Luis’”, subraya

“Crecí peleando por ser mujer, sin gritar, sin exigir, sin imponer, sin tener miedo. Peleé con el arma más poderosa que pude tener: la fe de creer en mí”

–Mmmmm, no. Lloré más por fea que por discrimina­da. Siempre pensé que todos éramos todo. Yo resolví estudiar Sociología –me anoté en el Ciclo Básico Común y debí dejar por el trabajo– el día que una increíble y bella profesora, cuyo nombre no me viene a la cabeza, señaló en una clase, refiriéndo­se a los roles: “Todos somos lindos, feos, buenos, malos, altos, bajos, negros, blancos, flacos, gordos, discrimina­dos, discrimina­dores... Depende de los ojos que nos miren”. Me quedó el concepto y siempre lo usé para mi vida. Ella además aseguraba que en uno existe la creencia, la duda y la idea, y que uno puede creer en algo, luego dudar de lo que cree y generar una nueva idea, que se convierte en otra creencia, duda e idea, y así... Yo hablo de la discrimina­ción pero de manera general, porque no sólo se relaciona uan cuestión sexual. He ido a la iglesia y cuando el cura pedía que nos tomáramos de la mano y nos diésemos la paz, nadie tomaba la mía ni se daba vuelta para desearme la paz. Ojo, yo soy muy respetuosa, pero también muy prejuicios­a. Siempre estoy midiendo.

–¿No suele entregarse de entrada al cien por ciento?

–Doy un setenta y me reservo un treinta. Me reconozco desconfiad­a. Por más que fui muy feliz, en ciertos aspectos me veo como un perrito maltratado que encontrás en la calle. Beni, el mío, te da un beso, pero antes abre la boca como avisándote que puede morderte. Soy así: ante la duda, primero pienso en lo peor. A diferencia de la gente común, que por lo general de entrada es amorosa, y de no caerle bien con el tiempo te lo demuestra, si de entrada me caés para el orto, nunca más me caés bien. Se llama “golpes de la vida”. Pero a mí no me cae bien o mal alguien según su raza, color, ideas políticas o sexualidad, sino como persona. Hay una ley que dice que no se puede matar, pero yo no dejo de matar porque haya una ley: no mato porque ese sentimient­o no vive en mí. Lo genuino es cuando no lo sentís más adentro, no cuando evitás escribirlo o decirlo para que no te cancelen en las redes.

–¿Le sucedió?

–Obvio. Por ejemplo, con la palabra “mogólico”. La gente se divertía a lo loco en los shows cuando la mencionaba. Y la repetía cada dos segundos. Estaba en mí. Pero de a poco dejó de reírse con mi “mogólico”, e igual yo no me reprimía. Hasta que la palabra se fue de mí, pero no porque me criticaran, sino porque ya no sentía que estuviera bien decirla. No conozco otra forma de vivir que no sea ésta. Yo sería esta Lizy travesti en Irak. A mí no me importa si duro viva diez minutos o toda una vida. Tampoco calculé: “Me voy a hacer travesti porque hay leyes que me protegen”. Soy una chica trans, travesti o lo que quieras, más allá de dónde me toque serlo. Por eso no comparto cuando me señalan: “Vos elegiste”. “Yo no elegí, no. ¿Pensás que alguien en sus cabales hubiese elegido ser travesti en una época en que serlo era lo peor, porque no conseguías trabajo, te discrimina­ban, no podías caminar por la calle, ¡y hasta calzaba 43!?”. Ni siquiera tuve la oportunida­d de planteárme­lo. Por eso te comenté que no sé cuándo quise ser mujer, pero sé cuándo descubrí que era hombre. Para mí la libertad nace en el respeto al otro. Y la libertad incluye la inclusión. Que vivamos en armonía e igualdad de condicione­s. Que contemos con los mismos derechos a la educación, a una vida digna, al trabajo. No significa que seamos todos iguales, sino que contemos con las mismas posibilida­des. Para mí la inclusión es la posibilida­d de hacer que el otro tenga una vida un poco más feliz.

–¿Qué le aconsejarí­a al que se siente discrimina­do?

–Para viajar en auto de vacaciones, primero debés saber cómo está por dentro: hay que hacer una revisión técnica de tu propio ser y fijarte si las cosas que vos pensás que te suceden a vos no las hacés también. Y una vez que realizaste el análisis de tu vehículo, ahí salir a la ruta, empezar a luchar y pelear por lo que querés, intentando ser lo más feliz posible, sin imponerle al otro lo que debe pensar ni depender de lo que el otro piense de vos. Hay una frase que dice “Tenemos derecho a ser como sentimos que somos”, que cambiaría por “Tenemos la obligación

de ser como sentimos que somos”. Uso pelo largo y un vestido, y me maquillo. Entonces vos debés tratarme como una mujer, respetar cómo quiero ser. Lo que sientas, hables o mandes a tus amigos del grupo de WhatsApp, u opines mientras soñás conmigo, ya es un problema que necesitás resolver con vos mismo... ¿Sabés qué quiero que diga en mi epitafio cuando muera? ¡Sabés cómo quiero que me recuerden?

–Sorpréndan­os.

–“Lizy: una mujer que cumplió consigo misma”. n

Asistente de producción: Sofía Ortiz y Luciana del Zotto (@lulu.styling) Estilismo: Pablo Ramírez y Mariano Caprarola Figurines: Pablo Ramírez Peinado: Diego Impagliazz­o Make up: Vero Luna (@veroluna.makeup) Catering: @laabuelaan­na Seguimient­o periodísti­co en las distintas plataforma­s: Elisabet Correa Agradecemo­s a @elojoclini­co.ok y muy especialme­nte a Anita y Sol Tomaselli

“Me río de mí, para arrancar, y luego del resto. ‘¡Ay, no te digas fea!’, me piden. Pasa que si una no estuviera segura por dentro, no podría burlarse de sí por fuera. Me río de mí y apenas cierro la puerta me pongo a llorar. Es mi esencia. Como también hay cierta ruta de discrimina­ción, por la que todos hemos caminado”

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Escenas de la producción con Lizy en el estudio. Al terminar, pidió que todo el equipo que participó posara a su lado
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