GQ Latinoamerica

LA SELVA DE LOS SIMIOS

LA PALMA OLA VIDA

- Por David López Canales Fotos Salva Campillo

Los orangutane­s se encuentran en peligro de extinción. Viajamos a la selva de Kalimantán, ubicada en el sudeste asiático, para saber cómo sobrevive esta especie, cuáles son los peligros a los que se enfrenta y las asociacion­es que la protegen.

Cada año, mueren en Indonesia y Malasia entre 2,000 y 4,000 orangutane­s, una especie de gran simio única en el mundo y en grave peligro de extinción. Su mayor amenaza, la palma, uno de los ingredient­es más consumidos y menos conocidos: desde las barras de chocolate, hasta la pasta dentífrica la llevan. Viajamos a la selva de Kalimantán, en el sudeste asiático, para conocer cómo sobreviven estos “hombres del bosque” con los que compartimo­s antepasado­s y futuro.

Sellama Grepy y tiene 12 años. Aún le faltan dos para con- vertirse en un macho adulto. Para atraer a las hembras con ese grito que le brotará de la garganta y tener relaciones sexuales. Ya ha superado esa otra edad en la que dependía de su madre. Pero Grepy se mueve hoy en el interior de una jaula. Huye y se hace un ovillo cuando detecta la visita. Reacciona a su olfato cuando nos huele y a su oído con el clic de nuestra cámara de fotos. Sus ojos son como cani- cas. Está ciego desde que lo encontraro­n en la orilla del río Mangkutup, en la región central de Kalimantán, como se llama la parte de Indonesia, la mayoritari­a, de la descomunal Isla de Borneo en el sudeste asiático. Tenía la nariz rota, heridas de municiones en el pecho y le sangraba el ojo izquierdo. No se sabe quién lo atacó. Probableme­nte los trabajador­es de una zona de tala ilegal. Ahora se recupera en el centro de rescate de orangutane­s en Nyaru Menteng de la fundación Borneo Orangutan Survival (BOS). Allí han curado ya sus heridas físicas y continúan tratando las psicológic­as. Aunque nunca podrá vol- ver a vivir en libertad.

Los orangutane­s son animales fas- cinantes. El significad­o de su nombre es “hombre del bosque”. Son uno de los cuatro grandes simios que habitan en el mundo, junto a los gorilas, los chimpan- cés y los bonobos. Aunque sólo lo hacen en Indonesia y Malasia. Miden cerca de metro y medio de altura y pesan entre 40 y 80 kilos. Son solitarios y viven en los árboles, donde construyen los nidos en los que duermen. Sólo pisan el suelo para bajar a buscar los frutos maduros de los que se alimentan. Pero resultan tan maravillos­os, sobre todo,

ORANGUTÁN SIGNIFICA “HOMBRE DEL BOSQUE” Y SON UNA DE LAS CUATRO ESPECIES DE SIMIOS GRANDES QUE HABITAN EN TODO EL MUNDO.

porque al mirarlos, uno siente la extraña sensación de estar mirándose a uno mismo.

Así lo sentimos en Ketapang, al oeste de Kalimantán, en el refugio que la organizaci­ón Internatio­nal Animal Res- cue (IAR) posee allí. Un espacio acotado de selva en el que cada año acogen a más de tres decenas de orangutane­s rescatados. El objetivo siempre es tratar de curarlos y de rehabilita­rlos para que puedan volver a vivir en libertad. Pero no siempre se consigue. Algunos han sufrido tantos maltratos o estado mucho tiempo cautivos, que ya no serán capaces nunca más de sobrevivir solos en el bosque.

Nos adentramos en esa zona de selva y enseguida notamos sus miradas entre las ramas. Poco a poco, van apareciend­o entre los árboles hasta 10 orangutane­s. La sensación es la misma que uno tiene cuando entra por primera vez a una cantina donde todos los clientes se conocen entre sí. Algún orangután nos mira con curiosidad y se acerca a noso- tros. Otros, desconfiad­os, mantienen la distancia. También los hay abierta- mente descontent­os con la visita que nos lanzan pequeñas ramas y frutos, sin puntería, para que nos vayamos. Nosotros, los humanos, compartimo­s antepasado­s con ellos hace más de 12 millones de años. Y lo sentimos al ver- los. De alguna manera, en esas mira- das, en esos ojos y esos gestos, estamos viendo a personas como nosotros. Y, sin embargo, de alguna manera tam- bién, nosotros, todos, a pesar de ello, los estamos matando.

“Durante los últimos años, ha sido muy frustrante. Hemos puesto mucho esfuerzo en tratar de salvar a las poblacione­s que quedan. Y aun- que hay casos gratifican­tes, animales que se recuperan y vuelven a la selva, en general es deprimente”, nos con- fiesa Karmele Llano, una española que lleva ya una década viviendo en Indonesia. Es la directora de la organizaci­ón IAR y trabaja a diario por rescatar a todos esos oranguta- nes que viven cautivos en Kalimantán o atrapados en los terribles incendios crónicos que cada año se producen en la isla o de forma aislada en una selva menguante cada vez más amenazada por la deforestac­ión. Y la responsabi­lidad de ello, sí, en parte es nuestra.

¿Sabes qué tiene en común la barra de chocolate que has comprado en el Oxxo con un orangután? ¿Y la pasta dentífrica que utilizaste ayer por la noche? ¿O la crema hidratante que has usado esta mañana? La respuesta es el aceite de palma. El aceite vegetal más utilizado en el mundo por la industria alimentari­a y cosmética. Aunque lo desconozca­mos, porque no miramos los ingredient­es y los componente­s de los productos que consumimos, su uso es tan habitual y frecuente que nos sorprender­íamos de cuánto es parte de nuestra vida.

El problema de esa conexión entre ambos mundos, entre este gran simio y esa barra de chocolate, es que la palma se ha convertido en una amenaza. Ésta, además, tiene algo en común con los orangutane­s: a ambos les gusta cre- cer en las mismas zonas, en las más llanas. La coexistenc­ia, sin embargo, es imposible. Más aún cuando a la amenaza de los simios se suma la caza furtiva y el tráfico ilegal, como sucede en este continente.

Cada 12 meses mueren en Indonesia y Malasia entre 2,000 y 4,000 orangutane­s, según los datos con los que trabaja la Unión Internacio­nal para la Conservaci­ón de la Naturaleza, que elevó hace un par de años su estatus a especie ‘en peligro crítico’, sólo dos peldaños por debajo de la extinción. Hoy se estima que quedan en esta zona del mundo menos de 80,000 ejemplares.

Recorrer Kalimantán es atravesar una alfombra de monocultiv­o, otear un horizonte infi- nito de palmeras. En 1985, había plan- tadas 600 mil hectáreas. Ahora, son más de ocho millones. Y subiendo. La industria del aceite de palma, desco- nocida por el consumidor, fuera del radar de la opinión pública y la res- ponsabilid­ad social, ha deforestad­o durante décadas la selva de Indone- sia de forma apabullant­e, con incen- dios provocados y aprovechán­dose también de las comunidade­s locales, y ha mermado así el hábitat natural del orangután y de otras especies úni- cas de esta región. Sólo durante los recientes años, ha empezado a haber una conciencia creciente para frenar la barbarie. El problema ahora es cómo lograr el equilibrio en una industria que, no sólo en Asia, sino también en otras zonas —México produce palma en Campeche y Tabasco y la importa de Colombia, Ecuador, Costa Rica y Guatemala—, es el sustento de milla- res de agricultor­es y comunidade­s en el planeta. Además de que retirar la palma para plantar otras especies para producir aceites alternativ­os podría crear un impacto medioambie­ntal mayor. “Nos enfrentamo­s a la inmensidad. No podemos ganar. Sólo aspirar a hacer que esta industria sea un poco responsabl­e, ni siquiera ya sostenible”, me confiesa resignada Karmele. Mientras hablamos, le da un biberón a Kandi.

Kandi apenas ha vivido unos meses aunque observa alrededor y se acuesta sobre su oso naranja de peluche, con la barriga inflada, con postura de señor mayor. Ha sido rescatada pocas semanas antes cerca de Ketapang. La tenían como mascota en una mina ilegal de oro. Los mineros debieron matar a su madre, comérsela y quedarse con la cría en el campamento. Llegó al centro de IAR unas semanas antes y aún está en cuarentena, el periodo nece- sario para comprobar su salud y garantizar que no padece ninguna enfermedad que pueda contagiar a otros oranguta-

“¿SE PUEDE CUANTIFICA­R LA VIDA HUMANA? ¡NO! PUES ESTO ES LO MISMO. TAMPOCO LA DEL ORANGUTÁN”, ASEGURA EL BIÓLOGO BERNAT RIPOLL.

nes. Después será trasladada a una jaula con otros bebés como ella. Crecerán juntos. Dormirán enlazados como un racimo de uvas. Se darán el contacto necesario para suplir el vacío de sus madres muertas. Pasarán los días en una de esas zona de selva vallada. Aprenderán poco a poco a construir los nidos en los árboles para dormir. Uno diferente cada noche. Y a distinguir los frutos y los insectos que comer. Ellos podrán volver a ser libres. Si la palma no lo impide.

“¿Vale la pena proteger un orangután? ¿Qué valor tiene?”. Bernat Ripoll lanza las preguntas secas al aire. Él es otro biólogo español que trabaja en Kalimantán, como director de campo de la organizaci­ón Outrop en la ciudad de Palangkara­ya, en el centro de la isla. Ante la mirada de sorpresa por sus interro- gantes, se apresura a responder. “La gente suele querer poder cuantifica­r siempre. Sobre todo cuando se habla de lo que se conoce como economía ecológica. Pero es que en realidad no se puede hacer eso. ¿Se puede cuantifica­r la vida humana? ¡No! Pues esto es lo mismo. Tampoco la del orangután. Por- que, además, es tan importante esta selva de Borneo como la del Congo o la de Guatemala, porque regulan los ciclos de la atmósfera. Y cuando no las tengamos, nos daremos cuenta de ello”, sentencia.

En ese equilibrio hoy precario, en ese rompecabez­as de piezas conectadas, el orangután es, además de la punta de lanza de esta larga batalla por la vida, como lo llaman los científico­s, una “especie paraguas”, un eslabón fundamenta­l del engranaje de la naturaleza. “Un ecosistema que funciona correctame­nte necesita de ciertas funciones como, por ejemplo, la dispersión de las semillas. Y los orangutane­s cumplen esa misión, entre otras. A partir de ahí, el ecosistema seguirá funcionand­o en sus siguientes niveles, hasta proveer de zonas de agua limpia o para el cultivo a las personas”, explica Serge Wich, biólogo de la Uni- versidad John Moores de Liverpool.

La superviven­cia de este gran simio es crucial para el desa- rrollo de esta isla descomunal de Asia. Y ésta, a su vez, lo es en la campaña global contra el cambio climático. Como lo resume Wich, no sólo se trata de salvar las especies que habitan en ella, sino que necesitamo­s asegurarno­s de que los gases que almacena el subsuelo de esta selva continúen ahí. Que la deforestac­ión no sólo no destruya hábitat yvida, sino que no contribuya también al calentamie­nto global.yese es uno de los riesgos menos conocidos de esta complicada ecuación.ahí, solo, como siempre, como vive, como siempre lo ha hecho, como necesita seguir haciéndolo, el orangután, el “hombre del bosque”, se enfrenta al hombre de la ciudad y al hombre de la palma. A nosotros. Y, así, 12 millones de años después, nuestros presentes vuelven a estar unidos. Y, sobre todo, nuestros futuros.

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 ??  ?? A la izquierda, vista aérea de la plantación de palma en la isla de Kalimantán. Debajo de estas líneas, Kandy, una cría de orangután rescatada. Abajo, así queda la selva tras los incendios.
A la izquierda, vista aérea de la plantación de palma en la isla de Kalimantán. Debajo de estas líneas, Kandy, una cría de orangután rescatada. Abajo, así queda la selva tras los incendios.
 ??  ?? Arriba, la españolaKa­rmele Llano. Sobre estas líneas,un orangután recuperánd­ose en el BOS y una cuidadora de IAR con varios orangutane­s. A la derecha, carreterar­odeada de plantacion­es de palma.
Arriba, la españolaKa­rmele Llano. Sobre estas líneas,un orangután recuperánd­ose en el BOS y una cuidadora de IAR con varios orangutane­s. A la derecha, carreterar­odeada de plantacion­es de palma.
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