GQ Latinoamerica

VETERANOS DEPORTADOS

- Por David López Canales Fotos Nuria López Torres

En poblacione­s de México como Ciudad Juárez y Tijuana, decenas de hombres luchan por conseguir regresar legalmente a Estados Unidos. Jamás imaginaron que el país al que juraron defender terminaría por darles la espalda y expulsarlo­s.

En poblacione­s como Tijuana o Ciudad Juárez, decenas de hombres solos pelean contra la burocracia por conseguir regresar legalmente a Estados Unidos o planean cómo hacerlo ilegalment­e. A todos los unen sus duras historias personales y su condición de veteranos del ejército. Haber jurado defender y morir por la bandera del país que terminó expulsándo­los.

José llevaba casi 30 años sin ver a su hijo Eduardo. Cuenta que éste se enfadó porque su esposa, la madre de Eduardo, falleció y no fue al funeral porque dice que él, aunque fuera su mujer, no es de ir a exequias, y que desde entonces no le hablaba. Pero hace unas semanas volvieron a encontrars­e. Uno de sus compañeros en el local de Veteranos Depor- tados, en Tijuana, entró y le dijo a José que había un hombre buscándolo afuera. Cuando se asomó, no sabía quién era. “Ese hombre dice que es tu hijo”. Eduardo había visto a su padre en la televisión, se había enterado así de lo que le había sucedido y quería verlo de nuevo en persona para apoyarlo. Habían pasado casi tres décadas. Esa es la parte buena de su historia. Y la última sorpresa de un relato con muchas más.

José Melquíades Velasco tiene 73 años y la piel y los ojos claros. Nació en Guadalajar­a, Jalisco, pero con 11 años, su familia cruzó a Estados Unidos y se fueron directo a Nueva York. Allí vivieron los primeros años en el nuevo país, antes de trasladars­e a California. Cuando era aún joven, sus padres decidieron regresar a México. No les gustaba la Unión Americana. Pero José, que ya hacía su vida allí, se quedó.

En 1972, fue reclutado obligatori­amente para el ejército, y cuando terminó el servi- cio, dos años después, la experienci­a le había gustado tanto que quiso alistarse en la Guar- dia Nacional. Era jefe de mantenimie­nto de helicópter­os. Aún hoy habla de los King Cobra como si estuviese dentro de uno y de las roc

ket guns y las mini guns (armas que disparan hasta 8,000 balas por minuto) como si las estuviera montando en aquellos aparatos. Seis años más tarde, lo dejó. Quería cambiar

“LAMAYORÍAD­E LOSCOMPAÑE­ROS SON PATRIOTAS. ALGUNOS,APE SAR DEHABERSID­O DEPORTADOS, TIENEN,ADEMÁS, HIJOSENEL EJÉRCITO”, DICE HÉCTORBARA­JAS.

de aires e iniciar una carrera civil y empezó a trabajar en Los Ángeles como chofer de lujo y, después, como guardaespa­ldas de famosos. Lo fue, entre otros, de John Travolta y Sha- ron Stone. Cuando se hizo demasiado mayor para ocuparse de la seguridad, regresó a su antiguo puesto como conductor.

Y así seguía hasta aquella noche de 2012 en la que, como narra, mientras esperaba en una calle con otros conductore­s, hubo un asalto en una tienda cercana, fue detenido y acusado del atraco por la policía y encar- celado más de un año a la espera de juicio. Durante ese tiempo se le cancelaron todos sus permisos y los beneficios sociales que se había ganado. No llegó siquiera a haber juicio, porque le dejaron libre por falta de pruebas. Pero el daño ya estaba hecho. Al salir de la cárcel, lo detuvo inmigració­n y se pasó ence- rrado seis meses en un centro de detención y otros tantos fuera peleando por demostrar que su situación era regular y legal. Pero per- dió el caso. Cuando le anunciaron que sería deportado, José decidió salir voluntaria­mente del país. Lo hizo en abril, por Tijuana, donde ahora nos encontramo­s. Las primeras sema- nas aquí sentía tanta rabia, que cuenta que tuvo muchas veces el impulso de pasar la línea. De presentars­e en la frontera, cruzar y esperar a ver qué le decían los agentes. Hoy dice que ya no quiere regresar a Estados Unidos. Que quiere quedarse en la ciudad de Baja California, pero que sigue peleando legalmente para recuperar esos beneficios sociales, sobre todo las pensiones que se había ganado y le quitaron de su trabajo y de sus años como militar. “Cuando creces en Estados Unidos y juras allí la bandera y que vas a protegerla y te pones el uniforme, te sientes orgulloso. Porque yo, además, no conozco México en realidad, fue mi país sólo cuando era niño. Créame, cuando tienes una mujer a la que amas, no se te pone la piel como cuando escuchas el himno y te cua- dras ante el lábaro. Es difícil de explicarlo...”, me confiesa José. Y sí, lo es, es complicado explicarlo... Pero más complejo aún resulta comprender­lo. Basta contemplar la escena.

Es domingo y José se ha reunido con media docena de compañeros en el pequeño local de Veteranos Deportados. La asociación la fundó en 2013 Héctor Barajas, de Tecate. Lo hizo tres años después de haber sido depor- tado a Tijuana con la intención de que pudiera ser un punto de encuentro, casi un grupo de apoyo, para hombres como él que, de repente, se encontraba­n solos al otro lado de la frontera. Hom- bres que compartían

“NOSHICIERO­NCREER, CUANDOJURA­MOSLA BANDERA,QUEP OR SERVIR,NOSIB ANAHA CER CIUDADANOS”, MENCIONA JOSÉMELQUÍ­ADESVELASC­O.

un pasado en el ejército o en los marines en Estados Unidos. Un lugar al que poder acudir para celebrar días como Acción de Gracias, el del Veterano o el Memorial Day. Barajas me cuenta que hoy tiene una base de datos de cerca de 400 hombres en una situación similar a la suya, repartidos entre Tijuana y Ciudad Juárez, sobre todo, pero también en el interior del país. Hasta ahí la escena no sorprende demasiado. Durante el mandato de Barack Obama, más de 300 mil personas eran deportadas anualmente. Fue el presidente con el récord de expulsados. Con Donald Trump, el año pasado, las cifras bajaron a 226 mil, pero porque cayó drásti- camente el número de migrantes que trató de cruzar ilegalment­e y, por tanto, la cifra de detenidos. Sin embargo, frente a las depor- taciones de aquellos capturados durante el intento, la nueva administra­ción está expul- sando a más personas que llevan años en el país. Como José o como Héctor.

El local donde se reúnen es un espacio reducido, con sillas negras de plástico, un pequeño escritorio de trabajo con un orde- nador y un amplio sofá de piel marrón. Todo (y ahí llega la sorpresa) presidido por una gran bandera de Estados Unidos. El lábaro al que estos hombres juraron. Pero también la bandera del país que los expulsó. La escena, cuanto menos, resulta paradójica.

“Los veteranos siempre han tenido pro- blemas con el gobierno”, me dice Barajas, consciente del choque. “Pero aquí, la mayoría de los compañeros son patriotas. Algunos, a pesar de haber sido deportados, tienen además hijos en el ejército”. El de Barajas es un caso peculiar porque es un caso de éxito. Por eso, sonríe hoy orgulloso mientras luce el uniforme con el que sirvió y que todavía conserva, a diferencia de la mayoría de sus compañeros. Él cruzó a Estados Unidos con siete años y se alistó a los 17 como una vía de escape de las pandillas que lo rodeaban en Los Ángeles, donde vivía. Sirvió en el ejército entre 1995 y 2001. Pero empezó a tener problemas con el alcohol. Fue detenido bebiendo mientras conducía y tuvo que salir del ejército. Le dejaron, al menos, hacerlo con honores, porque ya había cumplido casi

DURAN TEEL MANDATO DE BARACKOBAM­A, MÁSDE300MI­L PERSONASER­AN DEPORTADAS ANUALMENTE. FUEELPRESI­DENTE CONELRÉ CORD DEEXPULSAD­OS.

los seis años del tiempo legal límite para licenciars­e con todos los privilegio­s. Aquel año que dejó de ser militar estuvo involucrad­o en un tiroteo a un coche. Dice hoy que él no fue, pero que no importa. Cumplió dos años de con- dena y al salir, fue deportado a Nogales, Sonora. En 2004, regresó ilegalment­e. Y allí vivía de nuevo hasta que en 2009 tuvo un accidente de tráfico, le tomaron las huellas, lo sorprendie­ron y lo deportaron de nuevo, esta vez a Tijuana. Durante los recientes años, ha peleado su caso hasta que hace un año y medio le concediero­n un perdón, y la pri- mavera pasada, la ciudadanía. Él está ade- más considerad­o como veterano en tiempo de conflicto armado, porque, aunque no combatió cuando se licenció, lo hizo tras el 11-S y el país estaba oficialmen­te en guerra. Consciente de la paradoja, y aunque ya ha logrado la ciudadanía, Barajas concede que si él hubiera combatido y lo hubiesen depor- tado, “sí estaría enojado con el país”. Ese, de hecho, es el caso de otros compañeros de la asociación, que prefieren no hablar ni con- tar públicamen­te sus historias no sólo por rencor, sino, sobre todo, porque no quieren recordar las guerras en las que estuvieron y que aún les traumatiza­n.

Las historias de estos veteranos, de estos hombres hoy solos, de estos deportados, hay que verlas en dos planos distintos, en dos dimensione­s, para comprender­las. Por un lado, esa, la sorprenden­te, de esos soldados que sirvieron en el ejército. Sobre todo, la de aquellos jóvenes a los que, como se queja Melquíades, les “hicieron creer, cuando jura- mos la bandera, que por servir nos iban a hacer ciudadanos”. Como lo cuenta Joaquín Avilés, de 42 años, que nació en Michoa- cán, pero con sólo seis meses se fue con su madre a California, “hicimos un juramento en defender y morir por nuestra patria y consi- deramos que eso debería ser una ciudadanía. Porque, aunque hayamos nacido fuera, la sentimos así, como nuestra patria”. Avilés se alistó con sólo 17 años en los marines, pues asevera que siempre tira a lo más alto, a lo más difícil soñando con convertirs­e más tarde en agente del FBI o en sheriff.

Pero después está la otra realidad, la otra dimensión, la otra cara de sus historias. La de Avilés, por ejemplo, la de aquel marine que fue expulsado del cuerpo cuando tras una fiesta fue parado por la policía en su coche, registrado y detenido por llevar un arma que aún hoy dice no era suya. La del hombre que cumplió siete meses de condenay que al salir, fue de nuevo detenido con otra arma, estavez sí de su propiedad, y condenado a cinco años de cárcel y a ser deportado. La del migrante que en 2002 trató de regresar otra vez ilegal- mente, fue apresado y cumplió otros dos años de prisión por ello. Desde 2005 ha vivido en México, en varios estados, sin conseguir adaptarse. O la historia de Alejandro Gómez, de La Piedad, Michoacán, adoptado al nacer y trasladado por sus nuevos padres a Califor- nia, donde creció y vivió. Gómez cuenta que un primo suyo abusó de él cuando era niño y que nadie le creyó y que aquello le trauma- tizó tanto que quiso ser un marine “porque es la rama más chingona” y porque pensaba que “si podía entrar ahí, nadie en mi vida podría lastimarme nunca más”. Y allí estaba hasta que empezó a tener problemas con la bebida y lo expulsaron, y acabó durante años convertido en un pandillero, vendiendo y consumiend­o drogas y condenado por ello. Alejandro lleva ya 14 años limpio, dice orgu- lloso. O la historia de Andrew de León, de 74, que se marchó a la Unión Americana cru- zando la línea por Texas con sólo 12 años, que entró al ejército en 1967 porque “era un trabajo” y que se libró de ir a Vietnam de milagro. Dos años de servicio después, dejó

“CUANDOTIEN­ESUNAMUJER ALAQUEAMA S,NOSETE PONELAPIEL­COMOCU ANDO ESCUCHASEL­HIMNOYTE CUADRAS ANTE EL LÁB ARO”, DICEJOSÉVE­LA SCO.

“HICIMOSUNJ­URAMENTOEN DEFENDERYM­ORIRP ORNUESTRA PATRIA Y CONSIDERAM­OS QUE E SO DEBERÍASER­UNACIUD ADANÍA... AUNQUE HA YAMOS NA CIDO F UERA, LASENTIMOS­ASÍ,COMONUE STRA PATRIA”, SEÑALA JOAQUÍN AVILÉS.

el cuerpo y se pasó la vida haciendo de todo y, como se lamenta, “desperdici­ando opor- tunidades”. Hasta que tocó fondo, empezó a consumir y vender heroína y también fue detenido y deportado. Historias todas, sí, de hombres con antecedent­es y condenas de cárcel. Pero también (y ahí coinciden ambas realidades) de personas que rehicieron sus vidas, que no volvieron a cometer ningún crimen y que ahora buscan un perdón oficial como el que ha conseguido Barajas. Aunque no todos están en la misma situación. Gómez lleva años sin ver a sus cuatro hijos, que no visitan ya al “viejo” en Tijuana porque dice que no lo necesitan para nada. Y aunque ha intentado adaptarse a México y a la frontera, no lo logra. Se lamenta, bromeando, de que los mexicanos le llaman “plástico” porque le dicen que no es un mexicano real y de que en las tiendas lo tratan mal porque cuando lo ven y lo escuchan hablar, piensan que tiene los dólares del otro lado que en realidad no posee porque no tiene nada. Alejandro exhibe con orgullo el tatuaje de los marines que le cubre el bíceps derecho y confiesa que algún día volverá a tratar de cruzar al otro lado. Sabe que hacerlo con papeles es una misión casi imposible.

Avilés, en cambio, sí aspira a ello. Tras vagar por México sin encontrar su lugar, hace cuatro años decidió instalarse en Tijuana y hoy tiene trabajo, esposa y un hijo. Ahora trata de conseguir el perdón del estado de California. A su favor tiene el tiempo trans- currido desde que fue condenado y el buen comportami­ento que ha mostrado. Y tam- bién, claro, ese epígrafe en su historial que recuerda que fue un marine y que como tal, juró esa bandera ante la que hoy se sienta en esta pequeña sala llena de hombres solos. Él es, además, de los patriotas. De los que asumen que fueron deportados “por una cuestión de departamen­tos legales”. De los que dicen que son los políticos, como Trump, los que piensan así, los que creen que mere- cían y merecen ser expulsados. Pero de los que saben que no lo hacen, al otro lado de la frontera, “nuestros hermanos y hermanas de armas”. Y eso les consuela.

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Alejandro Gómez nose adapta a la vida en México. Dice que le llaman “plástico”porque no es un mexicano auténtico.
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José Melquíades Velasco sirvió en el ejército y en la Guardia Nacional.Fue deportado a comienzos de año.
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 ??  ?? Detalle de las botas del uniforme de Barajas, en la sede de Veteranos Deportados en Tijuana.
Detalle de las botas del uniforme de Barajas, en la sede de Veteranos Deportados en Tijuana.
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Héctor Barajas prepara su uniforme antes de ponérselo. Él acaba de conseguir la ciudadanía.
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Joaquín Avilés sirviódos años en los marines. Lleva cuatroaños viviendo en Tijuana y ahora busca el perdón del estadode California.

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