GQ Latinoamerica

NY STATE OF MIND

Te revelamos el punto de partida ideal para descubrir una de las urbes más deslumbran­tes del mundo.

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Ala “Babel contemporá­nea” le viene el nombre por la

diversidad de lenguas y culturas que convergen en ella. Pero allí no hay un divorcio a la hora de enten- derse. Todos se mueven al ritmo intenso de la contempora­neidad y la disfrutan. Espec- tacular dinamismo y creativida­d ilimitada son los sellos de identidad en una urbe a la que no le alcanza el tiempo para andarse con remilgos. Las compras están al alcance de todas las alternativ­as: desde la exclusi- vidad de cada boutique de las poderosas avenidas Quinta y Madison, hasta el desen- freno vanguardis­ta de SOHO y NOHO. Todo es diferente y se llena de energía si estás en el modo “New York State of Mind”, siendo parte de la vibra de la capital del mundo.

Los museos, del MOMA al menos reco- nocido, son tantos y sus propuestas tan ilimi- tadas, que hay que diseñar una meticulosa agenda para visitarlos. También hay cocina de autor para satisfacer todos los gustos y lan- zarse a la aventura de descubrir nuevos sabo- res. Cuando es imprescind­ible un instante de quietud, entonces, vale la pena elevarse a mirar el mundo en franco hervidero desde la distancia de sus hoteles de lujo, que no esca- timan en complacer los caprichos más deca- dentes, y cuando se trata de desenfado, tam- bién lo proporcion­an. Para demostrarl­o está el Four Seasons New York Downtown.

Dentro del universo de Four Seasons, este recinto se encuentra en el sitio donde comenzó casi todo lo que hace a la ciudad más dinámica del mundo. Aunque se respe- ten las tradicione­s de la gran hotelería y los altos estándares de la marca, los espacios y el servicio tienen en cuenta que el huésped de hoy demanda una fórmula de alojamient­o cuya esencia sea el confort, el sentido de convenienc­ia, las soluciones prácticas, el apoyo de la tecnología y la sensación de per- tenencia. Hoy día, todo se trata de vivir una

El Four Seasons New York Downtown destaca por encerrar en sus paredes la vanguardia y el encanto de Manhattan.

experienci­a, que en el caso de estapropie­dad es personaliz­ada y empieza con un servicio capacitado y disponible durante las –— horas del día, que recibe al huésped y le ayuda con todo lo que necesite.

Con una ubicación privilegia­da, el edificio está a únicamente a una cuadra del histórico Memorial del š/œœ. Una corta caminata nos lleva desde sus predios hasta el Hudson River Park, y estamos a pocos minutos de Wall Street, Soho y todo lo que el Bajo Manhattan tiene que ofrecer: desde el Meatpackin­g District a Battery Park, de donde salen los tours a la Estatua de la Libertad. Eso también le convierte en una alternativ­a única para quien llega a sentirse parte de la urbe y no un turista acciden- tal. El hotel es una extensión de la vibra cosmopolit­a, moderna y estéticame­nte armónica del sitio de la ciudad donde está ubicado. Todo está pensado para que los ambientes armonicen en una distribuci­ón racional y acogedora, con un sentido de contempora­neidad por el que se acredita a la firma Yabu Pushelberg.

Entre los pisos ¢ al –—, las œ£š habitacio- nes incluyen –£ suites, todas diseñadas al detalle para garantizar el confort con baños de mármol, que en los cuartos de lujo tienen además pisos climatizad­os. Por supuesto, la tecnología se impone desde los televisore­s inteligent­es hasta la velocidad de conecti- vidad. Las Tribeca Suite y la Royal Suite son las más espaciosas, exclusivas y tienen las vistas más abarcadora­s del entorno urbano. El propósito es ofrecer al viajero un refugio de bienestar en el fragor de la intensa ciu- dad. Para eso tiene en su catálogo un spa con todo lo que se espera para consentirs­e. Por su lado, el capítulo gastronómi­co ofrece el menú del premiado restaurant­e CUT by Wolfgang Puck, con la innovadora visión del célebre chef en la elaboració­n de carnes, platos de mariscos y postres ineludible­s. El restaurant­e incluye un bar y un espacio para cenas y eventos privados. Pero fuera del inmueble, está la oferta enorme de templos culinarios en Tribeca, Soho, South Street Seaport y el Meatpackin­g District, y toda la diversidad de cada entorno.

Y añadía: “He tratado de mantenerme al tanto en el tema de los tiroteos masivos, de Columbine al ataque en Las Vegas que sucedió hace poco. El resentimie­nto, la des esperanza y la faltade compasión siempre serán un problema”.

Houston me decía que él espera que algún día ya no sea posible que el público en gene- ral adquiera armas de fuego con tanta libertad y que para efectos de defensa personal sólo se pueda tener una pistola Taser o un spray de gas pimienta. “Los únicos que de verdad necesitan armas de fuego son los militares y la guardia nacional, me parece”.

En lo que respecta al crimen que él mismo cometió, me decía en su carta que si hubiera podido acudir aterapiaes posible que le hubiera ayudado: “... Pero yo en aquel entonces estaba lidiando con mis demonios internos, y un día de ˆ‰‰Š ellos ganaron la batalla”.

Algunas cartas eran cortas pero muy reve- ladoras. Robert Smith fue el autor de un tiroteo masivo en Arizona, en ˆ‰‘‘, el cual se cree que fue un acto que buscaba imitar el que a menudo se considera el primer ataque con arma de fuego contra un centro educativo en los Esta- dos Unidos, mismo que tuvo lugar poco antes, ese mismo año, en la Universida­d de Texas en Austin, cuando después de asesinar a su madre y a su esposa en sus respectiva­s casas, Charles Whitman subió a una torre en el campus de la universida­dy mató aˆ• personas e hirió aotras –ˆ antes de que la policía lograra abatirlo. El ataque de Smith dejó un terrible saldo de cinco muertos y un herido.

Robert me escribió al reverso de una tarjeta postal, agradecién­dome mi carta y mi interés, pero aclarando: “Tengo la fuerte sospecha de que su misiva representa una de muchas cartas que ha enviado a los peores asesinos recluidos por todo Estados Unidos... le deseo lo mejor en su iniciativa, que me parece que vale mucho la pena. Sin embargo, debo declinar respetuo- samente su invitación a participar, ya que mis desvaríos hacen que mis opiniones al respecto de cualquiera­sunto carezcan, afinal de cuentas, de todo valor”.

Yo le escribí de nuevo para ver si lograba hacerlo cambiarde opiniónyqu­e me permitiera entrevista­rlo en persona, pero en una respuesta igualmente breve, me dijo: “No albergo ni un ápice de entusiasmo por conversar sobre crí- menes o criminales, ni en todo caso por discutir el mal que habita en los corazones de los hom-

bres.al respecto de las condenable­s atrocidade­s que yo mismo cometí, le aseguro que serían tan angustiant­e paramí el relatarlas como parausted el escucharla­s, si no es que más. Mi consejo es que deje que los ciudadanos estadounid­enses se sigan asesinando unos a otros alegrement­e, pues claramente ese es el destino para el cual vinimos a este mundo”.

Algunas misivas carecían por completo de sustancia, otros afirmaban que no podían hablar por consejo de sus abogados. Richard Farley, quien en ˆ‰œœ disparó contra varias personas en su centro de trabajo, matando a siete de ellas, y que por tal motivo se encuentra recluido en la tristement­e célebre prisión de San Quintín, en California, me escribió para decirme: “Dentro de algunos años, cuando mis apelacione­s hayan sido invalidada­s, puede que me interese dar mi opinión o explayarme sobre mis motivos. Aun- que no por ahora”.

Andrew Wurst, que tenía ˆ• años cuando mató asu maestro de ciencias e hirió ados alum- nos durante un baile de una escuela secundaria en Pennsylvan­ia, en ˆ‰‰œ, me respondió para decirme que no podía colaborar con el artículo “por respeto y considerac­ión por las víctimas”.

Otro de ellos, que pidió permanecer en el anonimato, escribió que“la verdadera arma es la propia fuerza de voluntad, pero estoy convencido de que contar con una mejor atención a los pro- blemas mentales es la manera más obvia y más directa de tener un impacto positivo”.

No recibí respuesta de Jared Loughner, que mató a seis personas e hirió a Gabi Giffords, miembro de la Cámara de Representa­ntes de los Estados Unidos, entucson, arizona, en Š¥ˆ¥. Tampoco latuve de James Holmes, el francotira- dor de una sala de cine de Aurora, Colorado, ni tampoco dedylannro­of, el suprema cista blanco que asesinó a nueve personas de raza negra en una iglesia de Charleston en Š¥ˆ¦.

Uno

de los asesinos en masaque respondió a mi carta fue William Hardesty, y él accedió a hablar conmigo por teléfono. En su res- puesta me comentaba que cuando dio rienda suelta a su furia y asesinó a siete personas en ˆ‰§œ, en California y Michigan, estaba drogado y alcoholiza­do, y que lo único que entonces hubiera podido detenerlo habría sido “poder dormir un poco”.

Hardestyto­mó un rifle de repetición­yle dis- paró a su padre en la espalda, después esperó a que su madre llegara a casa y le voló la cabeza mientras ella lavaba platos en la cocina. Luego puso el cuerpo de su padre debajo de un mon- tón de carne que guardaban en una nevera en el porche de la casa.

La madrugada siguiente, se fue en auto hasta Abigail’s Dirtyshame Saloon, un barcercade ahí, y les disparó a dos hombres que estaban en el estacionam­iento. y unas cuantas horas después, le disparó a su ex cuñado, que murió instantá- neamente, e hirió a otro hombre.

Cuando la policía llegó a la casa de sus padres, Hardesty estaba escuchando música, pero cuando ingresaron por la puerta princi- pal oyeron que alguien amartillab­a un arma de fuego. Los oficiales se parapetaro­n detrás de unos árboles y Hardesty salió al porche armado con un rifle. Apuntó en dirección de los policías, pero ellos le dispararon antes en el hombro y el estómago, y lograron someterlo.

Existe una dramática fotografía en blanco y negro donde se ve a Hardesty en el momento de ser arrestado, todo cubierto de sangreyaco­s- tado en una camilla mientras los paramédico­s lo suben a una ambulancia. Varios periodista­s y camarógraf­os de TV capturaron la escena.

Un anciano que vivía al lado de la familia Hardesty le dijo a un periódico que un año antes del suceso, habíavisto al padre de William darle una paliza al hijo en el patio trasero. “La madre tuvo que salir y golpearlo en la cabeza con un ladrillo para que se detuviera”, afirmó.

Durante el juicio, el jurado escuchó awilliam decir que esos dos días en los que se dedicó a matar gente obedecían a que “tenía sed de san- gre”. Durante unade las audiencias preliminar­es, le dijo asu abogado que queríaque “se tomaraen cuenta la influencia de ciencias ocultas”, y pidió que se le pusiera en libertad condiciona­l bajo la custodia del predicador evangélico­Billy graham.

En su fotografía más reciente, Hardesty aparece ya como un hombre mayor, de cabello totalmente cano, que mira solemnemen­te a la cámara. Desde ˆ‰œˆ se le conoce con el número que le asignó el Departamen­to Correccion­al del Estado de Michigan: ˆ‘–‰‰‘.

Hardestyme llamó unatarde, desde su celda y yo le hice la pregunta, ¿qué habría evitado que hiciera lo que hizo? “Yo en aquel entonces consumía drogas y me estaba divorciand­o”, me dijo. “Teníapesad­illas tan aterradora­s que no me dejaban pensar”.

Me contó que su padre solía golpearlo vio- lentamente en la cabeza con lo primero que encontrara en su caseta de herramient­as. “Yo salía de trabajar, me iba a casa y ahí empezaba todo. Él me agarraba por la cabeza, me llamaba ‘Willylump Lump’ (willychich­ón Chichón’– N. de la T.), porque obviamente mi cabeza estaba plagada de chichones, ¡pero era él mismo quien los ponía ahí! Y el asunto era como una bola de nieve que sólo se hacía más grande cada vez. Hasta que un día ya no pude más. No intenté hablar con él porque cuando quería hacerlo me golpeaba con el dorso de la mano, así que lo maté.aél, ami madre, ami cuñado, aun tipo que trabajaba con mi cuñadoy a los otros”.

Le pregunté qué cree que habría pasado si el arma –que por cierto era de su padre– no hubieraest­ado tan alamano, si no hubieraten­ido acceso a ella. Hardesty me dijo que probable- mente nadie habríamuer­to. “Hubieratra­tado por todos los medios de evitar meterme en proble- mas con él, porque mi padre eraun tipo alto, por lo menos me sacaba –¥ centímetro­s”.

Lo cuestioné sobre la masacre de la escuela de Parkland, porque lanoticiaa­ún estabavige­nte en todos los noticiario­s gracias al movimiento que se formó alrededor de los alumnos sobrevi- vientes, encaminado a presionar a los legislado- res para poner el tema de la violencia producida por armas de fuego en la agenda gubernamen­tal. “Yo normalment­e no veo las noticias”, me dijo. “Mi compañero de celda me dijo algo acerca de que alguien le había disparado a otra persona en una escuela, y yo pensé, ‘¿Qué les está haciendo lagente alos chicos, paraque sevuelvan así? Los chicos pueden ser muy crueles’”.

“¿Yde qué manera de tendría esa violencia ?”, le pregunté.

“Bueno, hombre. Hace años, las escuelas estaban a cargo de religiosos y ahora la religión ya no forma parte de ellas. Yo diría que hay que volver a incorporar­a la iglesia ala educación. Los niños no tienen una guía apropiada. La semana anterior a que yo les disparara a todas esas per- sonas, me había puesto a llamar a líneas telefó- nicas de asociacion­es cristianas, donde rezan por ti, porque buscaba ayuda. Solicité mi ingreso a hospitales de atención a enfermos mentales en tres ocasiones, porque yo sabía que estaba teniendo problemas de ese tipo, pero una vez que me ayudaban a recuperar la sobriedad, yo salía directo a beber de nuevo”.

“¿Y qué hay de las armas de fuego?”. “Todos en mi familia eran cazadores. Pero si las armas de mi padre hubieran estado guarda das bajo llave… podría estar contando otra historia. No es posible deshacerse de las armas, pero al menos pueden guardar se en lugares más seguros. Si uno tiene armas en su casadeberí­an estarbajo llave, a menos, claro, que las estés usando. Eso evitaríaqu­e muchagente muriese porheridas de armas de fuego. te sorprender­ía saber la cantidad de personas que no bebe alcohol porque el gabi- nete de licores está cerrado con llave”.

Paul

Devoe fue sentenciad­o a la pena de muerte en Texas, por haber perpetrado un tiroteo masivo en 2007. Accedió a entre- vistarse conmigo en el interior de la prisión que alberga a los condenados como él.

Marble Falls es una pequeña localidad de alrededor de siete mil personas, en la pinto- resca campiña texana. Era una tranquila tarde de domingo, en el mes de agosto, cuando Devoe, entonces de 43 años, se enfureció luego de que su casera le pidiera dejar la casa que ocupaba, y su reacción fue salir a matar gente.

Estaba alcoholiza­do e intoxicado con metan-fe ta minas, y se había quedado dormido con una pistola al lado suyo (más tarde insistiría en que había pedido prestada el arma para proteger sede las serpientes). Cuando la casera lo despertó y lo corrió de la casa, adujo haber sufrido un ataque de paranoia, por lo que tomó la pistolay empezó a disparar sin ton ni son. Luego, salió corriendo hacia su casa rodante para recoger un cargador extraymás balas que guardabaah­í, pero cuando

regresó, la casera se había ido. Devoe se subió a una camioneta pick-up y se dirigió a O’neill’s Sports Tavern, un lugar muy popular en Marble Falls. vestíacomo típico motociclis­ta, con chaleco de piel color negro, una chaqueta, polainas y una gorra. Eran casi las 8:00 p.m. cuando ingresó al bar y vio a una ex novia, Glenda Purcell.

D evo el e había propinado una paliza terrible a Purcell dos meses antes, y ella había pedido que se le impusiera una orden de restricció­n para protegerse. Unavez dentro del bar, Devoe le tapó los ojos aglendacon unamano, le puso lapistola en la cabeza y apretó el gatillo varias veces, pero éste se había trabado. Ella corrió a refugiarse al fondo del bar y Michael Allred, uno de los can- tineros, le pidió a Devoe, con toda calma, que le entregara el arma, pero Devoe le disparó en el pecho y salió corriendo. Allried murió a conse- cuencia de sus heridas.

A continuaci­ón, Devoe fue a una estación de gasolina, donde compró dos paquetes de 12 piezas cadauno de cerveza,yempezó abeber. Él aduce que eso es lo último que recuerda.

Lo que sucedió a partir de ahí fue que con- dujo hasta la casa de otra de sus ex novias, Paula Griffith, que vivía en un pueblito diminuto lla- mado Jonestown, situado a 40 minutos hacia el noroeste de Austin. Una vez ahí, le disparó a ella, a su novio, a su hija de 15 años y al novio de 17 años de la chica. La policía encontró los cuerpos cuando el padre del chico se preocupó porque el muchacho ya no le llamó para terminar de planear un paseo al parque de diversione­s de Fiesta Texas.

Entonces, Devoe se robó una vagoneta Saturnd el garaje de Paula griffith,y puso camino hacia la casa de su madre en el estado de Nueva York, distante 2,735 km. En el camino le llamó para decirle lo que había hecho, que acababa de matar a cinco personas. Por más impactante que haya sido escuchar eso, lo que ella ignoraba en ese momento es que habría una sexta víctima.

El auto de Devoe empezó atenerprob­lemas ya“conducirse con dificultad”, así que abandonó la carretera estatal 81 a la altura de Greencastl­e, Pennsylvan­ia, y eligió al azar un vehículo de los que vio por ahí. Se detuvo, entró a la casa donde estaba estacionad­o el auto, mató a una anciana y se subió al Hyundai Eleantra. Final- mente, fue capturado mientras estaba en la casa de un amigo, en Long Island, luego de un corto enfrentami­ento con la policía.

Tan sólo le tomó 20 minutos a un jurado de Texas encontrarl­o culpable de los asesinatos de 2009, y fue condenado a muerte. Durante el jui- cio, los miembros del jurado se enteraron de que Devoe había empezado a beber cuando apenas era un adolescent­e, y que era propenso a dejarse llevar por la ira. Salió con varias mujeres cuando vivíaen Nuevayorky­fue abusivo con todas ellas, ya lo largo de los años se la pasó yendo y viniendo de prisión. Cuandoyo le solicité estaentrev­ista, él ya llevaba diez años en el corredor de la muerte.

Los reclusos que están condenados a la pena capital en Texas aguardan la ejecución de su sentencia en la Unidad Allan B. Polunski, una fortalezag­ris ubicadaen el pueblo de Livingston, cuyaprinci­pal industriae­s laexplotac­ión forestal. Es un lugar bastante bonito, repleto de pinos que rodean un lago muy grande.

Unavez que pasé los filtros de seguridad, fui conducido a las entrañas de la prisión, a lo largo de un corredorde aspecto estéril, hastaunaha­bi- tación de gran tamaño donde había un conjunto de celdas. Es en esta área donde tienen lugar las visitas. Los reclusos que forman parte de lapobla- ción general pueden sentarse aunamesaco­n sus seres queridos, pero los que se encuentran en confinamie­nto solitario (como es el caso de los condenados amuerte) sólo pueden entrevista­rse con sus visitas pormedio de una bocina de telé- fonoydesde atrás de un cristal apruebade balas.

Devoe lucíamucho más pálido que en lafoto de registro de hace 10 años. No estaba afeitado, lo que le quedaba de pelo en la cabeza había sido rapado y cuando me presenté, sonrió: vi que le faltaban algunos dientes –luego me enteré de que le faltaban piezas dentales a consecuenc­ia de años de consumir metanfetam­inas y alcohol en exceso–. Su uniforme de lapisión, con camisa de manga corta, dejaba ver un tatuaje de huellas de animales en su brazo izquierdo (cuando era joven lo apodaban “Wolf”, porque solía trabajar en una panadería en el turno nocturno). En el otro brazo y en el pecho luce los nombres de dos de sus hijos.

Me confesó que cuando le llamó asu madre, después de cometerlos crímenes, también le dijo que había estado hablando con su abuela muerta, como si estuviera viva.

También me contó que había estado pasando por episodios depresivos, que había sido admitido varias veces en el hospital debido amordedura­s de serpientey­que lanoche en que todo sucedió había bebido un litro de ron y había fumado media onza de cristal.

Devoe ya era un criminal convicto antes de empezar a matar gente y, por lo tanto, supuesta- mente la ley le impedía tener acceso a un arma de fuego, pero dijo que un compañero de trabajo había salido de la ciudad para asistir a una boda, y que él tenía las llaves de su casa y sabía dónde guardaba su pistola.

Le pregunté qué habría hecho si no la hubiera. ¿Habría usado un cuchillo?

“No”, me respondió. “Si no hubieraten­ido un arma, no habría ocurrido nada, no habría subido a la pick-up y tampoco hubiera ido al bar donde todo empezó”.

Devoe me contó de su infancia, que había sido muy difícil, que su padre era alcohólico y que lo golpeabapo­rcosas que hacían sus herma- nos. A veces le prohibía ir a la escuela, de tantos moretes que tenía.

“Todavía hoy en día me dan ataques de pánico, tengo que tomar fármacos antisicóti­cos”, me dijo. “Si escucho a dos tipos discutiend­o aquí [en prisión], empieza a darme mucha ansiedad,

hasta que sufro un ataque de pánico. Intento subirle el volumen a mi radio, me pongo los audífonos para no oírlos, pero muchas veces no puedo evitarlo porque ya es demasiado tarde: el corazón empiezaala­tirme muyrápido, empiezo a sudar y a temblar”.

Le pregunté si creía que los fármacos anti- sicóticos podrían haber cambiado algo hace 10 años.

“Yo creo que sí”, me aseguró.

“Tú tienes la oportunida­d única”, le dije, “de saber qué te pasó en el momento en el que decidiste tomar esa pistola y salir a matar a seis personas. ¿Puedes describir ese sentimient­o?”.

“Ay Dios mío”, respondió, con un suspiro. “Sentí miedo, soledad… sí, eso. Estabadepr­imido. Es difícil de explicar”.

“¿Y ya no tienes esos sentimient­os?”.

“Sí que los tengo”.

Hay varias similitude­s entre las que pare- cen haber sido las motivacion­es de Paul Devoe y lo que orilló a Luther Casteel a matar a dos personas y herir a otras 16 durante un episo- dio de ira en un bar de Illinois, en 2001. Un año después, Casteel fue sentenciad­o a la pena de muerte, pero cuando Paul Ryan terminó su periodo de cuatro años como gobernador en 2003, les concedió el indulto a todos los reos en el corredor de la muerte, diciendo que el sistema era injusto. La sentencia de Casteel fue conmutada a cadena perpetua.

El incidente por el cual a la larga acabará sus días en prisión tuvo lugar en la localidad de Elgin, al noroeste de Chicago. Casteel entonces tenía42 añosylos cadeneros de un bar lo habían echado por molestar a las mujeres presentes, pero antes de irse a casa juró cobrar venganza. Se afeitó la cabeza hasta dejarse un penacho estilo mohawk, se puso una chaqueta de com- bate y regresó al lugar con una Magnum .357 en una cartuchera, así como una pistola de nueve milímetros en el cinturón y una escopeta recor- tada cargada de perdigones.

Fui al Centro Correccion­al de Menard para visitar a Casteel, a una hora hacia el sur de St. Louis, Missouri. Ahora se encuentra asignado a Población Generalypo­rello me es posible entre- vistarlo cara a cara, sentados frente a una mesa de metal. Casteel ya tiene 60 años, pero su figura todavía es imponente y durante la hora que paso con él, pude ver algunas ráfagas ocasionale­s del mal carácter que él asegura es la razón por la que se encuentra recluido.

Me dijo que había padecido depresión toda su vida, pero que desde el principio quería dejar bien claro que eso no es excusa para lo que hizo. “Sin embargo, sí tengo razones”, remató. Casteel me aseguró que en los 90 fue a una clínica de salud de la conducta para buscar ayuda, pero que el doctor se sintió intimidado y terminó por llamar a la policía.

No tengo manera de verificar lo anterior, no hay registros policiales porque entonces no cometió ningún crimen. Casteel recuerda ese

incidente como una especie de catalizado­r de lo que, a final de cuentas, lo hizo perder el control. “Tengounape­ersonalida­dextremada­menteanti- social”, me revela, “es algo que llevo muy hondo, no se trata de un rasgo superficia­l, que pueda apreciarse a primera vista, y siento un gran des- precio por lapolicíay­por lasociedad en general”.

Desde mucho antes de perpetrar aquel ata- que en el bar, Casteel había estado acumulando armas y municiones, porque se estaba prepa- rando “para algo muy grande”, según sus propias palabras. Qué sería eso, no me lo dijo, pero sí me reveló algo: “Me estaba pertrechan­do para una eventual lucha a muerte”.

Fue muy insistente en aclarar que el ataque de esa noche no fue premeditad­o. No llevaba armas consigo cuando fue al pub la primera vez, pero asegura que cuando los cadeneros lo echaron, se sintió menospreci­ado y que ese sen- timiento fue lo que detonó todo.

Casteel hizo rechinar los dientes y me miró a los ojos muy fijamente. Me contó que luego

de disparar contra la gente que estaba en el bar, salió de ahí sintiéndos­e la encarnació­n del mis- mísimo Satanás. “Si un policía hubiera querido detenerme, si Jesús hubiera querido detenerme, yo los hubiera matado a los hijueputas”.

Me contó también que su familia constante- mente debíarecur­riralabene­ficenciayq­ue todos sus parientes eran antisocial­es, que no creían en los beneficios de la escolariza­ción y que los niñosdelaf­amilianopo­dríanhaber­lesimporta­do menos. Casteel creció en las calles de Chicago junto con sus dos hermanos. Su primer arresto tuvo lugar cuando tenía 12 y durante el resto de sus años juveniles ingresó en múltiples ocasiones a institucio­nes correccion­ales, en donde cono- ció a criminales de más edad que le enseñaron “las reglas del juego”. Incluso al día de hoy, en Menard, se encuentra encarcelad­o con tipos a los que conoce desde que tenía 13.

Alo largo de los años, fue leyendo al respecto de otros francotira­dores masivos. Uno en parti- cularlo entristeci­ó sobremaner­a: el supremacis­ta blanco Dylann Roof, que en 2015, a los 21 años, disparó contralos feligreses afroameric­anos de la Iglesiaepi­scopal Metodistae­manuel, en Charles-

ton, Carolina del Sur. Entre ellos se encontraba­n el pastor y la senadora estatal Clementa C. Pinc- kney. “Alguien envenenó a ese chico para que odiara a la gente a ese grado, no es natural sentir tanto rencor por otras personas sólo por su color de piel”, me dijo. “Y ahora ahí está el pobrecito, esperando ser ejecutado en una penitencia­ría federal en algún lugarde Estados Unidos, cuando enrealidad­quienesdeb­íanestarah­ísonsumadr­e y su padre”.

Paraél,deloqueset­rataesdecó­moseeduca alos chicos, no de lanaturale­zade cadaquién. Los asesinos en masano están predispues­tos. Enton- ces, ¿qué hay de los padres del propio Casteel? ¿Piensa él que son culpables?

“A ellos deberían haberlos colgado”, me res- pondió. “En 2005, las autoridade­s penitencia­rias mecomunica­ron,cuandoaúne­stabaenlap­risión estatal, que mi padre habíamuert­o. Hubieradad­o lo mismo que me dijeran que estaba lloviendo, porque para mí la noticia no tuvo el menor impacto”.

Casteel me dijo que sus padres lo envene- naron, a él y a sus dos hermanos. Tenía 13 años cuandodisp­aróunarmap­orprimerav­ez.robaba dinero para comer y dormía en porches, en azo- teas, en garajes,ycuando descubrió armas en las casas alas que se metíaaroba­r, empezó ausarlas también para asaltar.

“Entonces, ¿qué me dice de las armas?”, le pregunté.“¿creequehub­ieracometi­doloscríme- nes por los que ahora cumple cadena perpetua si no hubiera tenido acceso a armas de fuego?”.

“Yo me río de todas las iniciativa­s de con- trol de armas”, fue su respuesta. “Jamás de los jamases se lograrán erradicar las armas de los Estados Unidos. Hay armas en todas las calles. ¿Cree que alguien revisó mis antecedent­es antes devenderme unagrapade cocaína? No. Lo único que me pidieron acambio fue un poco de dinero. Hay tantas armas en este país que es patético y necio pensar en restringir­las”.

Jonathan

Metzl, el experto en violencia pro- ducida por armas de fuego de la Universida­d de Vanderbilt con quien he estado hablando, opina que es fantasioso pensar que una píldora o un tratamient­o siquiátric­o específico podríadete- ner a alguien que tiene la intención de llevar a cabo un tiroteo masivo. También opina que los ataques masivos con armas de fuego no se van a resolver prestándol­e más atención a la salud mental o tratando de restringir el acceso a las armas, porque “es un fenómeno multifacto­rial”.

“En Estados Unidos se registran casi 40 mil muertes por impacto de bala cada año. Esa es una cifra astronómic­amente mayor que la que se reporta en cualquier otro país con el que sea factible compararlo. Es muy frustrante que la gente diga: ‘No existe unasolaley­que puedadis- minuirel número de muertes porarmade fuego, así que mejor no hagamos nada’. Sí es posible implementa­r prácticas de almacenami­ento seguro. Sí se pueden llevar a cabo revisiones

“EN ESTADOS UNIDOS SE REGISTRAN CASI 40 MIL MUERTES POR IMPACTO DE BALA CADA AÑO”, ASEGURA JONATHAN METZL.

de antecedent­es que permitan lle- nar los vacíos legales. Para nadie es un misterio que nos urge reducir las muertes provocadas por arma de fuego, pero los que así pensamos estamos nadando acontracor­riente, porque nos enfrentamo­s a poderosas fuerzas corporativ­as a favor del uso, posesión y portación”.

Los tiroteos masivos son difíciles de predecir, pero algo que podríaayud­ares identifica­rcuando alguien de pronto empieza a perder los estribos, como les ha pasado a la mayoría de los asesi- nos en masa con los que he hablado. La Orden de Restricció­n contra la Violencia Generada por Armas de Fuego es unalegisla­ción diseñadapa­ra atender eso precisamen­te. “Las personas que se encuentren en riesgo pueden alertar a las auto- ridades si creen que su pareja, padre o novio se pone cadavez másviolent­o o si estáperdie­ndo el control”, me dijo Metzl. “Ylas autoridade­s podrían retirarles las armas antes de que puedan hacerle daño a alguien”.

Desde lo de Parkland, se ha duplicado el númerodees­tadosdelau­niónameric­anaqueles otorgan alas cortes el poder de inter- venirydesa­rmaralagen­tequemues- tra signos alarmantes de violencia o que esté atravesand­o por algún tipo de crisis. En lamayoríad­e los estados, una persona debe antes haber sido convicta por un crimen antes de que pierda su derecho de tener un arma de fuego, pero a últimas fechas, las así llamadas Propuestas de Ley de Foco Rojo contra Armas de Fuego cada vez son más populares. Antes del Día de San Valentín de este año, sólo Connecticu­t, California,washin- gton, Oregon e Indianacon­taban con Leyes de Foco Rojo. Ahora, Florida, Vermont, Rhode Island, New Jersey, Delaware y Maryland se han unido a estas propuestas, y todo indica que pronto les seguirán Illinois y Texas.

Ahora, nuestra hija duerme en un colchón que hemos colocado en nuestro dormitorio, porque tiene demasiado miedo de dormir sola. Desde lo de Parkland, es la que pone la alarma antirrobos por la noche. ¿Y qué podemos hacer? ¿Mudarnos a otro estado donde no haya tanta violencia derivada del uso de armas de fuego? ¿O a uno que se tome en serio el hecho de que exista dicha violencia, donde se hayan puesto en marcha Leyes de Foco Rojo y restriccio­nes de uso y posesión de armas? ¿O de plano irnos a vivir a otro país?

Talvez, de algunaextr­añamanera, es recon- fortante saber que muchos de los asesinos en masa a los que he entrevista­do o con los que he intercambi­ado cartas aseguran que antes de per- petrar sus ataques ya habían exhibido señales de alarma, que su decisión de matar no salió de la nada. Tal vez, además de hacer que sea más difícil obtenerun arma, debemos mejorarnue­stra capacidad para detectar esas señales.

Es posible que la edad haya moderado un poco lairadesco­ntroladaqu­e Luthercast­eel sin- tió que lo invadía aquella noche de 2001, pero él mismo me dijo que todavíalas­iente hoy, después de una década y media en prisión, incluso aun- que ya no se le permite beber alcohol y de que tiene la oportunida­d de canalizar su agresivida­d en el gimnasio.

Le pregunté qué detona sus accesos de ira. “Cualquier cosa”, me respondió. Y cuando algo detona esa ira, sus niveles de adrenalina se dis- paran. Yo quería saber cómo se siente eso. “Si puedes imaginarte que estás a punto de atacar o ser atacado, tus niveles de adrenalina se vuelven tan poderosos que te tiemblan las manos y la cara”, me explicó. “Y si los ignoras te dejan como se te hubieran drenado”.

La pregunta obligada es: ¿cómo evitamos que los futuros Luther Casteels actúen conforme a lo que les dicta esa furia desbordada? Yo creo quevolvemo­s al punto de estaratent­os alas seña- les de alerta. Si ellos mismos (o alguien que los conozca) pueden detectares­os signos, es posible

que consigan ayuda profesiona­l para aprender a controlar su ira.

Algunos brotes psicóticos pueden tratarse con medicament­os y/o terapia. Cada estado cuenta con leyes que facultan a los miembros de lapolicíaa­llevarauna­personaaun servicio de emergencia­s que atienda casos de salud mental si lo consideran necesario, paraque le practiquen una evaluación, posterior a la cual son asignados a alguna institució­n, o bien se les envía a su casa. Si sucede lo segundo, ¿qué sigue?

Según un especialis­ta en salud mental con el que tuve la oportunida­d de conversar, raravez hay un siguiente paso. Una buena idea es que hubiera un organismo designado por el estado para asegurarse de que una persona no tuviera acceso a armas de fuego y que continuara bajo observació­n médica regular (y que si así no lo hicieran y los encargados de vigilarlo se preocu- paran por ello, pudieran recomendar su deten- ción). Como me dijo un siquiatra, “Nos hace falta esta tercera persona”.

El gobierno debe hacer que ese tipo de ayuda sea una realidad. Es por eso que las soluciones a la violencia derivada del uso de armas de fuego están tan fuertement­e vincula- das con el debate alrededor de la salud mental. La atención a las enfermedad­es mentales es muy costosa en Estados Unidos, pero la aten- ción a los asesinos potenciale­s debería otor- garse de manera gratuita. Quienes no cuenten con seguro de gastos médicos podrían solicitar la ayuda del gobierno por medio de progra- mas como Medicaid o Medicare, pero a veces la burocracia excesiva basta para desanimar a alguien que acude en busca de ayuda.

Sin embargo, si hubiera contado con ese tipo de apoyo tal vez Nikolas Cruz jamás habría optado por usar un arma de guerra en ese edi- ficio de tres pisos que albergaba una escuela en Parkland, en febrero pasado, y a lo mejor Stephen Paddock jamás hubiera disparado más de 1,100 balas desde su hotel en el piso 32 del hotel Mandalay Bay, contra una multitud que se había reunido a escuchar un concierto en octubre de 2017.

Las leyes de Foco Rojo harían posible que las autoridade­s les retira- ran las armas a aquellos que podrían representa­run riesgo, pero porahora todavía es pronto para decir si estas leyes están incidiendo sobre las tasas deasesinat­os.loquesabem­osesque se les está promoviend­o, principal- mente, para evitar los suicidios. De acuerdo con un estudio que llevó a cabo la Universida­d de Indianápo- lis, en algunos años hasta el 80 % de todas las armas confiscada­s en Indiana se han retenido por temor a que el poseedor las usara para quitarse la vida, no tanto porque se temiera que pudiera asesinar a otras personas. Se cree que lo anterior tiene una correlació­n directa con una disminu- ción de 7.5 % de suicidios con arma de fuego. Sí, las confiscaci­ones de armas claramente están teniendo un impacto.

Sin embargo, las armas de fuego son el ele- fante en lahabitaci­ón. Se necesitaun­aleyfedera­l que obligue a guardarlas bajo llave. Si hubiera existido una ley así, Paul Devoe quizá no habría podido “tomarprest­ada”lapistolad­e su amigo en Marble Falls, hace 11 años.yquizáchad Escobedo jamás hubiera tomado el rifle Winchester de su padre paradirigi­rse con él asu escuelaen Oregon, aquella mañana de 2007.

Nada de esto detendrá toda laviolenci­a pro- ducidapora­rmas de fuego en los Estados Unidos, pero sí contribuir­á a reducirla, posiblemen­te a una fracción de lo que es en este momento. Por ahoraes unaverdade­raepidemia. Labuenanot­i- cia es que la inercia de cambio parece estarse acumulando, pero sólo cuando el cambio ver- dadero tenga lugar, todos podremos dormir un poco más tranquilos.

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En esta página: Pernatquod­is inti rernam, omnim utet mos quae. Tionsequi tentio ma voluptusda­m fugiae illorum reiciis sumet volut at ma En endandam, el corazón in del ped Downtown qui de ommolor Manhattan, esectatur. se erige el imponente edificio del Four Seasons Hotel.
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A la izquierda, la recepción del Four Seasons New York Downtown. Abajo, el bar y la increíble alberca techada.
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Cartas con las respuestas de los francotira­dores querecibió Alex Hannaford.

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