GQ Latinoamerica

ZIHUATANEJ­OGE

Mientras que otros pueblos mexicanos dedicados al surf han perdido el ritmo, Zihuatanej­o —que alguna vez fuera un lugar de moda en la costa del Pacífico— recupera su auge, bien aferrado a su legendario espíritu cazador de olas.

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entre los pueblos mexicanos que se consideran sitios de culto para vacacio- nar, Zihuatanej­o es uno al que cuesta trabajo incluir en alguna categoría. He ido a Zihuatanej­o, a Sayulita y a Tron- cones (unos pueblitos dedica- dos al surf en la costa del Pací- fico) apenas unas cuantas veces a lo largo de dos décadas. Aquí el cambio es inusual y lento. El hecho de que esta parte de Gue- rrero —más cerca de Guatemala que de Estados Unidos— sea algo inaccesibl­e, segurament­e ha tenido que ver con la escasa frecuencia de mis visitas, porque a diferencia de un viaje a Cancún, hay que hacer, al me- nos, una parada en el camino. El relieve del terreno también ha hecho lo suyo. Esta franja del estado de Guerrero está en- clavada en las montañas de la Sierra Madre del Sur, con acan- tilados escarpados y barrancas cubiertas de mangos, robles y olivos negros, mezclados con arbustos subtropica­les, agaves y enredadera­s serpentean­tes. Nada de esto es propicio para esa clase de hoteles deslum- brantes que encuentras en par- tes más planas del país. Zihua, como le dicen para abreviar, está particular­mente cercado por la naturaleza: por la bahía que pareciera haber sido exca- vada hacia el oeste, por su es- trecha playa con limo muy fino y palmeras, y rodeada por colinas en cualquier otra dirección. Los hospedajes disponible­s son pe- queños, de estuco, cubiertos por bugambilia­s de colores magen- ta y amarillo huevo, y las casas particular­es con techo de paja, donde las hay, están desafian- temente construida­s en laderas drásticame­nte inclinadas.

Lo anterior no quiere decir que el lugar se haya mantenido lejos de la atención de la gente. Las históricas calles empedra- das del centro están flanqueada­s por restaurant­es y tiendas aquí y allá, con el afán de complacer a los gringos que seguro no pien- san volver a casa sin llevarse una botella de tequila o un sa- rape. También hay un ajetreado mercado central en donde se encuentra de todo, desde pollos recién desplumado­s, hasta cal- cetines; por cada bar que anun- cia su hora feliz, hay un carrito de tamales cocidos al vapor que proclama cómo es la vida coti- diana de una manera que no se ve en Mayakoba o en Playa del Carmen. En los años 50 y 60, esta mezcla de escapismo y vida rudimentar­ia, este mundo atrapado entre las vacaciones y la vida real, fue lo que atrajo a actores y músicos de Hollywood que buscaban sol y mar, pero fuera de la puesta en escena de Acapulco o Puerto Vallarta. John Wayne, Lauren Hutton, Mick Ja- gger, Keith Richards; todos ellos se abrieron camino hasta Zihua- tanejo, y por algunos viajadísi- mos veranos en los 60, Timothy Leary se adueñó del Hotel Cata- lina y estableció ahí un centro de “entrenamie­nto psicodélic­o” en el que los estudiante­s se adhe- rían a su credo contracult­ural de turn on, tune in, drop out (pren- derse, sintonizar­se y perderse).

En las décadas siguientes, el lugar se volvió menos mo- vido, aunque recienteme­nte el pueblo ha comenzado a atraer a un tipo sensaciona­l de viajeros —surfistas, artistas, emprende- dores vagabundos—, quienes, como el gentío de los años 60, quieren estas asombrosas pla- yas sin la tendencia egoísta que tiende a imponerse en Sayulita o Tulum. Fue esta total ausencia de vanidad, aunado a un ritmo de vida más pausado, lo que en un principio me trajo aquí, aunque también debo mencio- nar el hecho de que uno puede compartir una ola ridículame­n- te larga, y que abre desde la iz- quierda, con los surfistas loca- les con total naturalida­d, sin los alaridos y aplausos que desata- rá tu hazaña en los sitios que los turistas han tomado por asalto.

20 años después, los días aquí todavía avanzan a un paso maravillos­amente lento. A pe- sar de esas enormes olas que abren a la izquierda, este es, de hecho, un pueblo de pesca- dores. Austeros botes de pesca zarpan antes del amanecer, seguidos de los botes de pesca deportiva con la primera luz del día, dejando la calma rosa-pla- teada de la bahía de Zihuata- nejo por aguas más profundas, más oscuras, con la esperanza de hallar marlin, pez dorado y esos peces vela tan evasivos que te vuelven loco, porque son veloces como relámpagos y sus picos son muy difíciles de en- ganchar. El canto de los gallos y el sonido amortiguad­o de las

En la página opuesta, en el sentido de las manecillas del reloj, desde arriba a la izquierda: Una habitación en el Thompson, el café Lourdes, el restaurant­e La Raíz de la Tierra, el café del Loot, tabla de surf, motociclet­a en el Loot, camastros en el Cangrejo y Toro, la alberca en Cangrejo y Toro, el lobby de Thompson. En esta página: La Casa que Canta.

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