NI EN CIEN AÑOS
Su legado está vivo. La Bauhaus fue la primera escuela de diseño del siglo XX y la impulsora de un movimiento artístico que conmovió al mundo. Un recorrido por
las ciudades alemanas que cuentan su historia y su marca en Argentina.
Llegamos a la ciudad de Dessau de noche. En una avenida ancha partida al medio por un boulevard, se levanta el edificio gris que los estudiantes de arquitectura, diseño o arte vieron una y otra vez en reproducciones, postales y catálogos. Este monolito de rasgos geométricos puros lleva escrito el nombre “Bauhaus” en letras grandes de una tipografía propia y sobrevivió al paso del tiempo (y a la guerra y al nazismo y al comunismo) para estar aquí, ahora, en una noche fría del otoño alemán, de pie como un templo de la modernidad y la vanguardia internacional.
Recorrer el edificio-museo a deshoras da una rara sensación de viaje en el tiempo. Nos movemos como fantasmas a través de alguna noche entre 1926 y 1932, en que la Bauhaus se estableció aquí, un enclave industrial del Este. Descubrimos las instalaciones vacías mientras el director, los maestros y los alumnos imaginariamente descansan. Somos un grupo tan internacional como el que se había conformado en la ciudad de Weimar en 1919, cuando la Bauhaus empezó su camino sucediendo a la antigua escuela de artes y artesanías para dar un salto radical en el diseño como herramienta de la vida moderna. Esa idea estética corría en paralelo con una ética democrática encarnada en la llamada República de Weimar. Pero a diferencia de ellos, que se desplazaron por Alemania a medida que el nazismo crecía como un tumor dentro del cuerpo social hasta que en 1933
lo devoró todo, a nosotros (periodistas, arquitectos, diseñadores, influenciadores) nos invitan a seguir el camino como un anticipo del centenario de esta escuela, que se cumple en abril y que se celebrará durante todo 2019.
Así es como ahora entramos al teatro del edificio que diseñó Walter Gropius, el ideólogo y primer director de la Bauhaus. Todavía hoy se dan funciones y el público ocupa butacas que fueron diseñadas por Marcel Breuer, uno de los principales maestros del Movimiento Moderno. Cada asistente se sienta sobre una pieza única, idéntica a la que utilizaba Gropius en su sala de director. Los detalles siguen siendo para el asombro, noventa años después. Desde la iluminación, que consiste en tubos de neón que parecen flotar en el aire, hasta el escenario, que al atravesarlo revela detrás del telón la estructura de la antigua cantina. Cuando los conciertos o las piezas teatrales terminaban, los estudiantes cruzaban el lugar y ocupaban sus asientos al otro lado para seguir con la tertulia.
La luz de los pasillos depende de unas bolas que los hogares burgueses alemanes de entonces no hubieran tolerado (despreciaban casi todo lo que la Bauhaus hacía) y que la clase media de hoy consume como diseño agregado. Fueron creadas por Marianne Brandt, la chica emblemática de este movimiento artístico que había empezado como aprendiz de Josef Albers (Bélgica) y Laszlo Moholy-Nagy (Hungría) en el taller de metal de Weimar, donde la mayoría de los estudiantes eran varones. Si bien desplegó su talento en diversos frentes, como el fotomontaje, su marca en la historia de la escuela fueron los diseños de metal para interiores, como el cenicero de 1924 que se muestra en una vitrina. Este y otros objetos suyos se pueden adquirir en ediciones limitadas en la tienda de regalos del archivo Bauhaus de Berlín. Cuesta, eso sí, como una obra de arte. ¿No lo es acaso?
Brandt tuvo a su cargo todos los aparatos de iluminación de la sede Dessau y en 1928 asumió como directora del taller de metal. Cualquiera de sus producciones podría ser ofrecido en la actualidad como una novedad.
Una de las piezas más impactantes que este teatro mostró en los días originales de Dessau fue el ballet Triádico de Oskar Schlemmer. El vestuario, la coreografía y la música rompían con cualquier convención de la danza. Como una suerte de arte vivo geométrico y performático, el ballet es recreado durante las conferencias a las que asistimos en el viaje y en un recorrido nocturno a través de un bosque, en el que distintos cuadros de la obra se nos aparecen como en sueños.
PASAJE A LA PRIMERA SEDE
En Weimar, la primera parada de nuestra travesía, resiste el edificio original donde Gropius y sus discípulos empezaron la historia del diseño modernista. Fue construido en 1905 por el artista y arquitecto belga Henry Van de Velde, un pionero que tuvo que dejar Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Las paredes de la Bauhaus Weimar cuentan historias a quien las quiera escuchar. Para la primera exposición en 1923, Schlemmer representó una danza futurista en un fresco que fijaba en una imagen sus ideas para el ballet Triádico. Cuando la derecha ganó el gobierno con el Partido Nacionalsocialista como aliado, decidió recortar los fondos a Gropius y tapar con cal y pintura las escenas “degeneradas” de Schlemmer. Manos anónimas la repintaron a partir de una vieja fotografía durante los años de la RDA (Alemania Oriental), que en los 70 se apropió del legado de la Bauhaus en clave antifascista, cuando la espuma del rigor estalinista había bajado. Ahí está ahora el fresco repintado: su presencia no solo habla de la audacia estética de su ballet sino de la historia de Alemania a lo largo del siglo XX.
Cuentan en Weimar que en señal de protesta por el cierre de la escuela, Gropius organizó en 1925 una marcha esperpéntica por el centro. Fue su último gesto en una ciudad que hoy se asume cuna del modernismo bauhausiano. Pronto se mudaría doscientos kilómetros al este, aquí, a Dessau, donde en una noche helada vemos surgir casi de la nada esta estructura que inventó mucho del presente. Nos invitaron a conocer el pasado del futuro.
Walter Funkat: el lobby del edificio Bauhaus, reflejado en una esfera, que decoraba el edificio durante el Metallic Festival de 1929. Bauhaus-Archiv, Berlín Inv. F2004/49.1; © Bauhaus-Archiv, Berlín.