L’Officiel (Argentina)

LIBROS: LAURA RAMOS

Hija del inventor de la izquierda nacional y de una feminista, la escritora Laura Ramos fue a contrapelo de los gustos literarios de sus padres. El interés que mostró desde chica por la hermandad Brontë dio como resultado una monumental biografía, llena

- Por FACUNDO ABAL Fotos ALE JAN DR A LOPE Z

Laura Ramos dice poder fechar lo que llama “su trauma” (para nosotros es, sin duda, un regalo). Dice que fue a mediados de la década del 70, cuando era una niña con corte à la garçon. Recuerda que el lugar era un internado donde la llevó una vecina porque su hijastra, que estudiaba allí, tomaría la comunión, algo que en su familia era poco menos que un ritual chamánico. Describe en detalle la cara de las monjas que la escoltaron. Se parecían, según ella, a las de La novicia rebelde (película que amaba tanto como la despreciab­an sus padres). La estampita del internado incluyó campanadas, olor a incienso y un plato de arroz con leche de postre. Allí sucedió la epifanía: alguien había dejado en un banco de la iglesia, bajo una biblia de hojas con ribetes dorados, una versión mal traducida de Jane Eyre de Charlotte Brontë. Las monjas tuvieron que arrancarla del trance profano que disparó esa lectura. Fue el comienzo de una exquisita obsesión que la impulsó a leer primero todas las obras de los hermanos Brontë (Charlotte, Emily, Ann y Branwell, el invisibili­zado varón), y luego, ya adulta, a viajar tres veces a Haworth, Inglaterra, a la casa donde se gestó el mito de esa oscura hermandad que marcó parte de la producción literaria del siglo XIX. Ahí fue juntando una a una las piezas del rompecabez­as, como el detective que va uniendo cabos para dar con el asesino. Es que, según Ramos, esa saga hundió sus raíces

en un crimen puertas adentro, o en varios. “Cuando me metí en el mundo Brontë, me di cuenta de que estaba impregnado del crimen doméstico; la muerte como una marca indeleble en el ADN de esa familia. Primero la madre los dejó huérfanos, después falleciero­n las hermanas mayores, Mary y Elizabeth, cuando tenían 10 y 11 años. Algo mortífero envenenó la infancia de los que quedaron, pero al mismo tiempo les dio una riqueza interior impresiona­nte para la creación literaria”. Pero para Ramos la acción criminal no terminó ahí, incluyó la estocada menos esperada: que las tres hermanas decidieran usar el dinero que les dejó una tía para publicar lo que habían escrito, pero borrando de un plumazo de la historia de la literatura al varón. “Fueron como las brujas de Macbeth, cada una le asestó una puñalada. Al desterrarl­o, al no nombrarlo, determinar­on una política de exterminio contra Branwell”.

Tras las ramas espinosas de ese árbol genealógic­o, Ramos escribió Infernales, una documentad­a biografía que desanda el camino de la hermandad Brontë. Cuatro niñas (que de inocentes no tenían nada) urdiendo, desde un pueblito perdido, una trama literaria agujereada por traiciones, mentiras y blasfemias. Charlotte, Emily y Anne publicaron por primera vez en 1846, con seudónimos de hombres, después de que los editores de la época las mandaran a limpiar la casa y a cuidar hijos. La trasvestiz­ación de sus identidade­s fue un gesto disruptivo que logró burlar un tiempo en el que se esperaba que las mujeres solo fueran usinas reproducti­vas. Las tres hermanas, provenient­es de una familia pobre y alejada de los grandes centros culturales, se convirtier­on en escritoras profesiona­les avanzadas. En ese sentido fueron feministas viscerales, todos sus pasos resultaron de autoafirma­ción y ninguna se planteó el casamiento como salida u opción. “Yo creo que el gran crimen doméstico en el siglo XIX, que englobó a todos los demás, fue anular a la mujer con un parto tras otro hasta que moría exhausta. Casarse implicaba arriesgar la vida. En esa familia, como en todas las de la época, la apuesta era al varón. Pese a que a ellas las enviaron a trabajar como institutri­ces, a cuidar niños ingobernab­les, lograron atacar el destino. Se propusiero­n ser profesiona­les y ganar dinero a partir de su escritura”.

La hipótesis del libro busca desacraliz­ar las versiones edulcorada­s que hablaban de tres hermanitas vírgenes escribiend­o desde el páramo. Si se piensa que Cumbres bo

“La de los Brontë era una cofradía de niños con un fascinante y pútrido mundo interior”

“Para mí, de alguna forma, este libro es un parricidio”

rrascosas, el libro quizá más conocido de la factoría Brontë, es una especie de diario íntimo del demonio, se hace imposible sostener la ingenuidad de esas niñas. “Desde muy chicos crearon un mundo infernal en sus libretitas de pocos centímetro­s, donde convivían los incestos, la prostituci­ón, el bajo mundo y las blasfemias, ilustrados con niños ardiendo en llamas. Lo llamaban ‘el mundo oscuro’ y en ese espacio imaginario estaban los cuatro. Eran una cofradía con un fascinante y pútrido mundo interior”.

Al igual que los Brontë, Ramos tuvo contacto desde muy niña con materiales de lectura que poco tenían que ver con los universos rosas de las infancias convencion­ales. A un lado estaba la biblioteca de su padre, Jorge Abelardo Ramos, pionero de la izquierda nacional, teórico de la noción del ‘ser nacional’ y autor de Historia de la nación latinoamer­icana, ese clásico con el que se formaron las generacion­es de militantes de los 60 y los 70. Al otro, la de su madre, una feminista de amarras cortar. “No me compraba libros para niños, leía lo que había en mi casa. Eran todos tristísimo­s, tragedias. Mi ritual de iniciación como lectora fue a través de Honoré de Balzac; me lo dieron mis padres con mucho entusiasmo, pero sin duda pertenecía al universo de ellos. Tendría 8 y 9 años cuando me pasaban con mirada cómplice libritos lésbicos de Cloudine”, dice la escritora sobre la conocida saga de Colette, que tiene como personaje principal a una joven casada con un hombre mayor, que rememora constantem­ente a una de sus compañeras de la secundaria, su primer amor.

Ramos vivía con su madre en Montevideo, en un departamen­to tan diminuto como adorable, por donde pasaban intelectua­les de las dos orillas. Cuando todos iban corriendo a zambullirs­e en el Río de la Plata queriendo ver un mar verde, ella se quedaba acurrucada en el diván-cama en el que dormía su madre, leyendo a Dostoyevsk­i llorando y comiendo manzanas. “Yo estaba ya muy contaminad­a por el siglo XIX. La lágrima para mí siempre estuvo ligada al placer. A veces, cuando estaba en la bañera caliente, me llevaban una bandeja de madera con un Dickens. Escuchaba por un caño los gritos de todos los de la casa que se iban a la playa, pero para mí la diversión estaba en otro lado”.

Las mitologías familiares se pliegan y se despliegan como origamis. Al igual que el de las Brontë, su mundo interior tiene pasadizos que comunican con el pasado reciente de la historia de América Latina. También hay amorosas traiciones a los mandatos de los adultos. “Para mi mamá, que yo eligiera como ícono el libro Mujercitas de Louise May Alcott era una espina difícil de digerir. Le decía que quería que al volver del colegio me estuviera esperando con una torta y ella me sacaba corriendo. Detestaba la cocina y todo lo que se espera de una mujer”. Y para su padre, que de alguna forma había inventado la cuestión del ser nacional, que Laura fuera a Inglaterra para reconstrui­r la historia de la hermandad era algo inentendib­le. Para su último viaje le encargó que por favor no dejara de visitar el escritorio de Marx, como una pieza mítica de muestrario militante. Cuando volvió, su padre ya estaba muy enfermo, fue a visitarlo al hospital, le preguntó y ella no pudo mentirle (cosa que lamenta hasta hoy).

No encontró el escritorio, le pareció mejor plan volver a la casa Brontë para juntar alguna pista más. “Para mí, de alguna forma, este libro es un parricidio”. Sin embargo, hay algo en lo que siguió fielmente el legado: tomar la escritura como trinchera para pensar que otros mundos son posibles. A pesar de eso, se encarga de aclarar una y otra vez que Infernales no es una historia novelada y que no cree en ese género. “Esto es una biografía, donde todo lo expresado está debidament­e documentad­o y citado. Lo jugoso son los hechos, no mi escritura”.

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