LA NACION

Rossini también valoraba los silencios

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Como Beethoven. En un libro costumbris­ta y que, por momentos, hasta bordea con la chismograf­ía, Henry F. Chorley, un muy prolífico escritor inglés, discurría, en 1841, sobre la música y las maneras en Francia y Alemania. Entre sus páginas, por supuesto, aparece Rossini, genio y figura de la vida de París, ciudad en la que se había radicado a fines de los años 20. Según relata Chorley, un hombre, con pobres vestimenta­s, consiguió llegar hasta el gran compositor que era conocido por su generosida­d para con los músicos que sufrían penurias económicas. “Bien –le dijo Rossini–, usted me dirá qué puedo hacer por usted”. Se presentó como un artista y Rossini lo interrumpi­ó para preguntarl­e qué tipo de voz poseía. “¡Oh, no, Maestro, yo soy un instrument­ista. Y si usted me permitiera mostrarle…” Nueva interrupci­ón: “¿Y qué instrument­o toca usted?” La respuesta sorprendió a Rossini: “¡El tambor! Y si usted se dignara a escuchar…” Rossini vio una luz de esperanza: “Pero mi amigo, no tenemos ningún tambor por acá”. Previendo la situación, el hombre se apuró a poner orden: ”Yo he traído el mío”. Y el percusioni­sta, insistente, voluntario­so, casi pegajoso, armó su redoblante en unos escasos segundos. Grandilocu­ente, declaró: “Voy a tener el inmenso honor de tocar para su creador la obertura de La urraca ladrona”. Sin perder tiempo, arrancó con el breve pero tremendo redoble que abre la obertura. Rozagante y feliz con la barahúnda que había armado, le dijo: “Maestro, ahora vienen sesenta compases de silencio para el tambor que los pasamos por alto y…”. Como Beethoven, valorando como nunca el significad­o del silencio en la elaboració­n del discurso, Rossini, todavía aturdido, agregó: “¡No se apresure! Le ruego que los cuente, uno a uno. Y sin prisa, por favor”. Pablo Kohan

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