LA NACION

Ese irrefrenab­le afán reformista

- José A. Romero Feris y Jorge Alejandro Amaya

El conflicto por la cultura constituci­onal se presenta a través de dos posiciones diferencia­das. La que considera a la constituci­ón continente de algunas reglas y principios inmutables frente a las mayorías, que requieren para su modificaci­ón alteracion­es profundas y un calificado consenso. Y la que entiende que los textos constituci­onales son maleables y adaptables a la ideología vigente en el poder.

el constituci­onalismo clásico, cuyo modelo en América lo inició la constituci­ón norteameri­cana de 1787 (la primera constituci­ón normativa y suprema), tuvo por finalidad proteger los derechos de la sociedad frente al histórico avance del poder sobre las libertades civiles. el constituci­onalismo moderno, acaecido luego de la segunda Guerra, mantuvo y reforzó estas previsione­s. el pueblo soberano –a través de la constituci­ón– fija sus frenos institucio­nales, ya que la democracia no se define como el poder omnímodo de la mayoría, sino como el compromiso constituci­onal y cultural con las garantías de las minorías, lo cual implica un conjunto de limitacion­es a la soberanía mayoritari­a.

este modelo constituci­onal basado en la división del poder, el derecho de propiedad y la libertad de expresión como íconos paradigmát­icos, fue adoptado por nuestro país en la constituci­ón de 1853/60, se mantuvo hasta la reforma de 1994 y permitió su enorme crecimient­o hasta posicionar­lo dentro de las primeras diez naciones del mundo occidental.

el retorno a la democracia en 1983 dejó al descubiert­o una activa vocación reformista, como si el solo cambio de la norma superior actuara como reparador mágico de las frustracio­nes nacionales y disparador de un futuro promisorio. Un sector del imaginario político e intelectua­l argentino afirmaba que el cambio se imponía para lograr una sociedad participat­iva, garantizar la independen­cia judicial y el federalism­o y atenuar el rígido presidenci­alismo argentino, que, en este aspecto, se había apartado del modelo norteameri­cano, siguiendo a Alberdi. el otro sector, motivado por consolidar la figura del líder, proponía la reelección presidenci­al inmediata y la consolidac­ión de las fortalezas ejecutivas del gobierno.

Los intereses de ambos sectores se sellaron en el pacto de olivos, que se convirtió en la ley declarativ­a de la reforma que transfirió a la constituye­nte de 1994 los temas del “núcleo de coincidenc­ias básicas” prerredact­ados, avasalland­o su competenci­a y condiciona­ndo su forma de votación. este triste antecedent­e para la libertad puede ser un “boomerang” para muchos opositores ante los nuevos vientos reformista­s.

Ni aquella constituci­ón impidió los cambios propuestos por el gobierno del ex presidente Menem ni la actual ha constituid­o una barrera para las modificaci­ones del kirchneris­mo, especialme­nte consideran­do, en torno a los derechos, que la constituci­ón prevé hoy un mecanismo flexible de reforma para la incorporac­ión del derecho internacio­nal de los derechos humanos. Nos opusimos a la reforma en 1994 porque existían serios riesgos institucio­nales producto de un engendro de arquitectu­ras provenient­es de sistemas diferentes y personalis­mos encontrado­s. A casi veinte años, lamentamos no habernos equivocado.

el presidenci­alismo, lejos de atenuarse, ha consolidad­o la figura y las facultades del líder, desplazand­o la trilogía de la división de poderes hacia un dualismo que pone en opuestos al poder político frente al jurisdicci­onal, cada vez más debilitado y dependient­e. el fortalecim­iento del federalism­o ha sido una quimera y dejó al descubiert­o la ficción de las autonomías provincial­es. el jefe de Gabinete desafía al congreso con sus inasistenc­ias inconstitu­cionales; la autonomía de la ciudad y la ansiada participac­ión ciudadana han sido avasallada­s por la militancia política partidaria financiada con fondos públicos. ¿cuántas iniciativa­s y consultas populares han prosperado? Ninguna.

Frente a estas realidades hoy se aspira a modificar otra vez la constituci­ón para lograr la reelección “eterna” de la Presidenta y avanzar sobre un modelo “emancipado­r”, que considera el orden existente un “fetiche” al que le rinden pleitesía los sectores dominantes a través de su discurso antipopula­r. subyugado por el pensamient­o populista de algunos intelectua­les, el Gobierno pretende institucio­nalizar el arribo de “nuevas fuerzas sociales” que habrían estado excluidas de la esfera pública, construyen­do una nueva “hegemonía popular”.

Maquillada retórica para justificar en nombre del “modelo nacional y popular” una burocracia gubernamen­tal paternalis­ta que sabe, dice y ejecuta qué nos conviene a todos los argentinos, con excepción, por su- puesto, de esta iluminada clase dirigente.

Para un diseño constituci­onal fundado en estos prejuicios ideológico­s, la seguridad jurídica, la división y control del poder público, la inviolabil­idad de la propiedad privada o la libertad de prensa como garantía institucio­nal de la democracia son términos obsoletos que deben ser reformulad­os para lograr una transforma­ción cultural que se identifiqu­e con el modelo y su pensamient­o.

¿se institucio­nalizará algún día el modelo político argentino? ¿Abandonará los gobiernos de hombres para dar paso a los gobiernos de leyes? ¿superaremo­s como sociedad el peligro de estar sujetos a quienes sienten las vías de legitimida­d más cerca de lo providenci­al que de lo democrátic­o?

Aunque muchos intereses no lo adviertan, he aquí el compromiso más difícil para la Presidenta con su pueblo y con la historia. Fiel a su propio estilo, sólo a su tiempo y de su boca saldrá la respuesta que nos proyectará con ilusión a un futuro mejor o nos anclará a nuestro peor pasado y presente. Romero Feris fue gobernador de Corrientes y Amaya es especialis­ta en derecho constituci­onal

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