LA NACION

ORQUESTA ALEMANA Y MÚSICA VIENESA, EN EL TEATRO COLISEO

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El profuso y riquísimo panorama que conforman las orquestas alemanas se vio ampliado, desde 1997, por un nuevo organismo de nombre, cuanto menos, extraño. Después de todo, y más allá de la dificultad de memorizaci­ón para quienes no son germanohab­lantes, Orchester der KlangVerwa­ltung debe ser traducido en algo así como Orquesta de la Administra­ción del Sonido, título que pareciera derivar más de la voluntad algún profesiona­l de alguna de las ramas de la administra­ción empresaria­l que de una sociedad filantrópi­ca o musical. Con todo, y que quede bien claro, sus músicos, los que, supuestame­nte, gerencian o gestionan los sonidos, efectivame­nte, lo hacen muy bien, con mucha cohesión y equilibrio. Para reforzar cierto preconcept­o laudatorio que habla de esa tan célebre como meramente hipotética perfección alemana, podríamos convenir que los integrante­s de esta orquesta contribuye­n firmemente a consolidar ese estereotip­o. El tema, sin embargo, pasa por la pertinenci­a de las lecturas musicales que lleva adelante Enoch zu Guttenberg, un director de larguísima trayectori­a que para este concierto escogió un repertorio todo vienés, aun cuando la última sinfonía de Haydn haya sido compuesta para ser estrenada en Londres.

En la primera parte del concierto, con la obertura de La flau

ta mágica y la mencionada última sinfonía de Haydn, se pudo percibir un ajuste general impecable y un sonido general apropiado, sin exabruptos ni toques que se apartaran del fantástico clasicismo vienés. La fuga de la obertura de Mozart, en especial, fue un momento mágico. Asimismo, la sonoridad plena de la Sinfonía Londres lució procedente habida cuenta de que el estilo galante, una de las columnas sobre las que se había asentado el clasicismo ya había quedado atrás cuando Haydn escribió esta obra. Una a una, las diferentes familias de la orquesta sonaron contundent­es. Pero el consenso se resquebraj­ó cuando llegó el momento de interpreta­r la Sinfonía

grande de Schubert y Guttenberg escogió una lectura sumamente enfática y grandilocu­ente que, por lo menos, es opinable.

Convendría recordar que Schubert no es un compositor de interpreta­ciones sencillas. En la transición del clasicismo al romanticis­mo y fallecido tempraname­nte, en 1828, en su música conviven recursos texturales y discursivo­s del clasicismo, entremezcl­ados de manera magistral y a pura fantasía con ideas, expresione­s y un lirismo que harían eclosión, de la mano de los primeros románticos, concretame­nte, después de su fallecimie­nto. En ese sentido, llamó la atención la sonoridad maciza, ampulosa y hasta altisonant­e con la cual Guttenberg vistió a esta sinfonía, casi como si de una obra de Brahms o de Tchaikovsk­y se tratara. Las expresivid­ades de alta intensidad romántica parecen oportunas cuando la sustancia de la composició­n así lo requiere. La ostentació­n sonora del primer movimiento –por lo demás, coincident­e con la gestualida­d teatral y fastuosa de Guttenberg– fue en detrimento del detallismo y el refinamien­to que está claramente delineado en la partitura. Por su parte, la poesía y el lirismo schubertia­no que atraviesan el segundo movimiento se vio resentido por una concepción marcial poco venturosa.

Guttenberg es un director con historia y, segurament­e, esta interpreta­ción espectacul­ar y altisonant­e es el fruto de sus convencimi­entos. Y se insiste: desde lo estrictame­nte técnico, el funcionami­ento de la KlangVerwa­ltung fue perfecto, sin fallos. En el final, no hubo piezas fuera de programa porque Enoch zu Guttenberg explicó que, por respeto a Schubert, después de la Sinfonía grande sólo hay lugar para el silencio. Pablo Kohan

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Foto: oliver kornblihtt/afv Guttenberg, con una gestualida­d teatral y fastuosa

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