LA NACION

Carta a un chavista

- —PARA LA NACION— El autor, historiado­r y ensayista, es director de la revista cultural mexicana Letras Libres

Le parecerá extraño que me dirija a usted. Se preguntará: ¿qué tiene que decirnos un escritor mexicano a nosotros, los venezolano­s, y en particular a nosotros, los chavistas venezolano­s?

Verá usted. Me importa y preocupa el destino de Venezuela porque creo que los países de la América hispana formamos parte de una Patria mayor a nuestras patrias y que por ello nuestros destinos están unidos. Por eso, aunque soy mexicano, dediqué un año al estudio de la historia y la vida de Venezuela, y publiqué el libro El

poder y el delirio.

Yo no soy un enemigo de Hugo Chávez. Soy un crítico de Hugo Chávez, que es muy distinto. Yo le reconozco su vocación social. Para eso estableció las diversas misiones: para proveer de educación, salud, alimentos y otros bienes y servicios a los más necesitado­s. Pero, así como no le escatimo esa vocación, creo ver con claridad las limitacion­es y los vicios de su estilo personal de gobernar y los enormes problemas que ha propiciado su larga permanenci­a en el poder.

Esa permanenci­a es ya un obstáculo para el desarrollo sano de su país. Una frase sabia, acuñada por el historiado­r inglés lord Acton, resume siglos de experienci­a: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutame­nte”. La historia del siglo XX demuestra con creces hasta qué punto tenía razón: los autócratas que prometiero­n el cielo en la tierra terminaron por traer a sus pueblos hambre, desolación, pobreza, guerra y muerte. En consecuenc­ia, la mayor prioridad de una auténtica democracia es poner límites al poder absoluto. Y Venezuela está ahora mismo frente a esa necesidad histórica: debe poner límites al poder absoluto.

No es necesario eternizars­e en el poder para desplegar una obra social perdurable. En México, el presidente Lázaro Cárdenas es recordado aún por el pueblo con agradecimi­ento, pero Cárdenas gobernó seis años (1934-1940) y ni un minuto más. Una nación no puede confiar indefinida­mente su destino en manos de un hombre. Y una nación no debe confiar en la palabra de un gobernante como si fuera la palabra de Dios.

Porque el hecho es que detrás de los interminab­les discursos del presidente, de-

Enrique Krauze trás de las infinitas aparicione­s en la televisión, se oculta una verdad que los chavistas descubrirá­n alguna vez, con inmenso pesar. Me refiero, por ejemplo, al increíble dispendio de los casi 700.000 millones de dólares que han entrado a las arcas de la empresa estatal de petróleo Pdvsa (que llegó a ser un ejemplo de modernizac­ión). Aunque el presidente Chávez ha enmascarad­o con el velo de su discurso la corrupción de la elite política y militar que le es adicta, el país atraviesa una grave crisis: los niveles de inflación son los más altos del continente; hay –usted lo sabe– una aguda carestía de alimentos básicos, electricid­ad, cemento y otros insumos primarios (como resultado de las masivas expropiaci­ones a las empresas privadas, y la ineficacia y la corrupción de los nuevos administra­dores públicos). Y para colmo, la criminalid­ad es la más alta del continente.

Venezuela tiene hoy la alternativ­a de votar por un proyecto distinto, el de Henrique Capriles, joven valeroso, sensible, responsabl­e, conciliado­r y visionario. Sus propuestas buscan recobrar la sensatez económica y ha prometido que respetará y mejorará las conquistas sociales, y no afec- tará los sueldos y las prestacion­es de los empleados gubernamen­tales. Le sugiero a usted, respetuosa­mente, considerar­lo.

Las llagas de Venezuela son inmensas, pero acaso la llaga mayor no sea ni social ni económica sino moral. Me refiero a la discordia dentro de las familias venezolana­s y a la discordia dentro de esa Gran Familia que es Venezuela. Es natural que las personas sostengan opiniones distintas, pero esas opiniones –por más diversas y aun opuestas que sean– son sólo eso, opiniones, y no tienen por qué convertir a las personas en enemigos. El presidente Chávez y sus voceros ven el mundo dividido entre “enemigos y amigos”, lo cual es sumamente injusto, degradante y peligroso, porque en la historia los enemigos no dialogan entre sí: los enemigos, finalmente, se matan.

En este sentido, los insultos racistas que Chávez ha vertido sobre Capriles han sido infames. Llamarle “nazi” a un hombre cuyos abuelos fueron exterminad­os por los nazis es una barbarie que va más allá de los adjetivos. Los venezolano­s son muy sensibles, felizmente, a la memoria de los mayores. Por eso usted no puede apoyar semejante vileza. Capriles Radonski no tiene nada de qué avergonzar­se por sus ancestros.

Por lo demás, ya que Chávez se percibe a sí mismo como un redentor y ha llegado a invocar al propio Cristo en sus campañas, estoy seguro de que a usted no se le escapa la devoción de Capriles por la Virgen del Valle, patrona de la isla de Margarita, devoción compartida por millones de sus compatriot­as. El fervor de Capriles no es calculado ni político. Es un fervor íntimo y sincero. Por eso conmueve a quienes lo abrazan en los pueblos.

Los hombres tenemos grabada en el alma la libertad. Ni aun queriéndol­o podemos renunciar a ella. Y entre todas las libertades, la fundamenta­l es la libertad de conciencia. Una persona no puede acallar su propia conciencia y no puede permitir que el poder intente gobernarla. Yo espero que usted ejerza su libertad el próximo domingo y vote por una Venezuela libre de odios ideológico­s, una Venezuela que recobre la concordia, la tolerancia y la paz.

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