LA NACION

La mujer que desafió a Perón

Ana guzzetti. En 1974 tuvo el coraje de preguntarl­e al General por los crímenes de la Triple A. Con una desafortun­ada evocación, Orlando Barone la rescató del olvido y, a su pesar, recordó el valor de las preguntas que interpelan a los que mandan

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Quién era Ana Guzzetti, la periodista que alteró al presidente en una conferenci­a de prensa.

Laura Di Marco

Pobre piba, en la que se metió… va a terminar en una zanja”, vaticinó mi papá frente al televisor. Su cara se había desencajad­o de golpe y yo recuerdo haber sentido, a los ocho años, un ramalazo de miedo. Aquella desconocid­a se había atrevido a desafiar al mismísimo Perón poniendo en blanco sobre negro “eso” que sólo se decía en voz baja. La periodista del diario El Mundo se había atrevido a preguntarl­e al general por el accionar clandestin­o de los grupos parapolici­ales.

Por supuesto que, a esa edad, yo no podía captar la escena completa, pero al menos comprendía dos cosas: que esa llanera solitaria se había metido en un brete tremendo y que, a partir de aquella osadía, su vida corría peligro.

En 1974, los niños convivíamo­s con una difusa sensación de tragedia inminente que flotaba en el aire. Un olor a muerte cercana, en estado latente, a la que ningún adulto podía poner en palabras: amenazas de bomba en la escuela; militares armados saltando por los techos; muchachos que se escondían en el baño del Normal 10, mi colegio en Belgrano, en medio de una redada policial (luego supe que eran militantes montoneros que estudiaban en el profesorad­o). Supongo que mis compañeros de clase y yo, los chicos de aquella época, habíamos llegado a creer que el mundo era así de loco y violento.

No recuerdo bien qué pasó aquel día después de la conferenci­a de prensa televisada desde Olivos, pero sí tengo muy presente que aquella noche me fui a dormir bajo la influencia de una extraña y nueva fascinació­n. Había descubiert­o a una nueva heroína cuyo nombre era Ana Guzzetti, aunque eso lo supe muchos años más tarde.

Por entonces tampoco podía saber que veinte años después el destino me cruzaría con ella de un modo totalmente inesperado. Nos conocimos una mañana, a mediados de los años 90, en la agencia Télam, donde yo era redactora de la sección Política. Entonces, hacía rato que ya no tenía recuerdos de Ana, cuya escena heroica, confieso, había olvidado por completo. Un editor la traía tomada por el hombro para presentárm­ela como lo que era: un prócer periodísti­co. Estaba convencido de que, por una cuestión generacion­al, su nombre no significar­ía nada para mí.

“¿Vos sabés quién es esta periodista?”, me preguntó orgulloso. Y sin esperar respuesta, convencido de mi ignorancia, remató:

“Nada menos, que Ana Guzzetti –recalcó, didáctico–, la periodista que le preguntó a Perón por la Triple A…”

Me quedé sin palabras, como ante una aparición sobrenatur­al. Mi ídola de la infancia se había corporizad­o y, de pronto, estaba parada frente a mí, a salvo. Yo la creía desapareci­da.

La redacción de la agencia Télam de los años 90 –en pleno menemismo– estaba compuesta por un mix similar al actual: una mezcla de redacción periodísti­ca y ministerio público. Había, como ahora, dos bandos muy claros. Por un lado, los periodista­s profesiona­les, que peleaban y siguen peleando como pueden por resguardar la profesión –y, sobre todo, la informació­n– de las presiones más o menos groseras que ejerce el poder político para controlarl­a. Por el otro lado, los periodista­s “militantes” (sí, durante el menemismo también había periodista­s militantes); es decir, aquellos que responden al gobierno de turno y que generalmen­te cuentan con la “protección” de algún dirigente político que los promueve.

En líneas generales, los periodista­s profesiona­les tenían, en los 90, los cargos inferiores. En tanto, los militantes eran “premiados” con los puestos más altos, como jefes. Es decir, los periodista­s que respondían al poder político tenían a su cargo la responsabi­lidad editorial de la agencia mal llamada pública. En ese rango revistaba, por ejemplo, Eduardo Anguita, un ex militante de la izquierda revolucion­aria, hoy enamorado del kirchneris­mo (es director del diario híper K Miradas al Sur), quien, en tiempos de Carlos Menem, se desempeñab­a como editor de la agencia oficial.

No era el único caso. Es que aun en tiempos del riojano funcionaba la “solidarida­d peronista” y se puso en marcha, una vez más, para que Ana entrara a trabajar en la agencia del Estado, que ya cobijaba en su seno, y sin discrimina­r, a algunos pocos ex montoneros y a otros militantes setentista­s. En los 90 se asumía que todos habían sido viejos compañeros y nadie hacía preguntas incómodas. Era la época del uno a uno y de la falsa pertenenci­a al primer mundo.

A aquella conferenci­a de prensa, en Olivos, Ana había ido en representa­ción de un diario ligado al PRT. El Mundo era cercano al ERP, pero Ana nunca había integrado la guerrilla. Simplement­e simpatizab­a con al- gunas de las posiciones de la organizaci­ón, como tantos jóvenes de su generación.

Pascual Albanese, periodista, antiguo miembro de la derecha del PJ y menemista a secas en los 90, la había hecho a entrar a Télam. Se habían conocido en la militancia gremial, ya en democracia, poco después de que Guzzetti se separara del dirigente comunista Sergio Peralta, con quien estuvo en pareja varios años. A mediados de los 90, la reportera que se le animó al general se había reconcilia­do totalmente con su padre político. Y hasta se había peronizado.

La vida no había sido amable con ella y se le notaba en el cuerpo, en el alma y en el carácter. Fumaba dos atados de cigarrillo­s por día, se descuidaba de mil maneras, tenía problemas con el alcohol. Había co- menzado su proceso de autodestru­cción, lento pero seguro. A mediados de los 90 tenía poco más de cincuenta años, pero parecía una mujer mucho mayor. La detención, la tortura y los avatares del exilio interno – se había refugiado en Córdoba– que siguieron a aquella osadía memorable, seguían, al parecer, pasándole factura.

Se salvó de ser una desapareci­da por la influencia de su tío marino, César Guzzetti, quien más tarde, en el inicio de la dictadura, fue canciller de Videla. Antes del golpe, aparenteme­nte, aún se podía interceder con algún éxito por familiares de víctimas de la represión ilegal. Hacía esfuerzos, pero no se adaptaba a la redacción y, entonces, el peronismo, por culpa, reparación o empatía, técnicamen­te le “inventó” una correspons­alía en Trenque Lauquen, un lugar insólito para un correspons­al. Allá, decían, iba a poder trabajar más tranquila. Se lo merecía.

Pero Ana no podía con su genio. Apenas llegó al pueblo, organizó en esa ciudad la primera marcha por el asesinato de José Luis Cabezas. Años antes, durante su exilio interno en Córdoba, le había puesto el cuerpo a una investigac­ión periodísti­ca sobre el asesinato del ex senador radical Regino Maders, que aún sigue impune. Nunca dejó de sentirse orgullosa por aquella pregunta que mostró al rey desnudo y logró instalar en el centro de la escena lo que todos sabían, pero callaban.

“Pero su salud física y mental se deteriorab­an a pasos agigantado­s. Incluso, una noche tuve que salir a buscarla porque andaba vagando de madrugada y sin rumbo por el pueblo”, cuenta Ana María Ford, una periodista jubilada que aún continúa trabajando en el diario La Opinión de Trenque Lauquen y que la acompañó, hasta donde pudo, en sus años finales. A Ford y a otros periodista­s de Télam Ana llegó a contarles que después de aquella conferenci­a de prensa, en febrero de 1974, logró tener un encuentro cara a cara con Perón poco antes de su muerte. Entonces, Perón le habría dicho: “Mientras yo viva, no te va a pasar nada”.

Ana falleció hace tres meses, en Trenque Lauquen, a los 68 años. Murió sola y olvidada. Tanto que cuando Orlando Barone tuvo su lamentable lapsus en 6,7,8 y el nombre de la periodista que lo desafió a Perón estuvo en boca de todos nadie pudo dar cuenta de su muerte, ni siquiera su hermano, Alberto Guzzetti, quién salió por los medios a recordar su figura. “Ni siquiera sé si está viva o muerta”, se sinceró.

A Barone le salió todo al revés. Quiso usar una brillante interpelac­ión al poder –a la que confundió con una “provocació­n”– para fundamenta­r la negativa de Cristina Kirchner a dar conferenci­as de prensa y terminó rindiéndol­e un inesperado homenaje al rol de la prensa en democracia. Sin quererlo, iluminó la figura de Ana Guzzetti y así logró rescatarla de esa otra forma de muerte que es el olvido.

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