LA NACION

Apocalípti­cose integrados 2.0

- Por Verónica Chiaravall­i

Acaba de aparecer, con el sello Debolsillo, una reimpresió­n de Apocalípti­cos e integrados, libro de Umberto Eco que reúne diversos ensayos sobre la cultura de masas. La obra fue publicada por primera vez a mediados de los años sesenta, y el genial eslogan que le da título se refiere a las posiciones dominantes frente al fenómeno. Los apocalípti­cos serían quienes sufren el advenimien­to de la cultura de masas como la derrota de un mundo de elevados valores intelectua­les, estéticos y éticos. Integrados, en cambio, serían los que aceptan el fenómeno con entusiasmo, porque ven en él una democratiz­ación de esos mismos valores y acaso la posibilida­d de producir otros nuevos. Casi cincuenta años después, y a la luz de los avances tecnológic­os propios de fines del siglo XX y comienzos del XXI –y de esa especie de síntesis que clausuró la discusión entre cultura alta y cultura baja, derivada del apogeo del posmoderni­smo–, la lectura del libro propone un ejercicio estimulant­e. Por un lado, Internet ha rizado el rizo de la masividad. Como vehículo de emisiones televisiva­s y radiales, por ejemplo, volvió hipermasiv­o lo que ya era masivo. Por otro, su sola existencia invita a replantear­se los parámetros de la masividad (las novelas y el diario impresos en papel, emblemas de la ampliación del campo cultural en el siglo XVIII, ¿cuán masivos pueden considerar­se hoy, en relación con el volumen de informació­n disponible en la Red, si además se acepta como uno de los elementos de la masividad, no sólo la extensión del alcance sino también la rapidez con que se establece el contacto?).

Probableme­nte Eco haya sido uno de los últimos intelectua­les que llamaron la atención sobre la contradicc­ión implícita en el concepto “industria cultural”. Aceptadas actualment­e las industrias culturales como fuente genuina y noble de riquezas para los pueblos, Apocalípti­cos e integrados nos recuerda: “Nada tan dispar a la idea de cultura (que implica un sutil y especial contacto de almas) como la industria (que evoca montajes, reproducci­ón en serie, circulació­n extensa y comercio de objetos convertido­s en mercancía)”. Pero como a la vez, segurament­e, preveía la naturaliza­ción del concepto en su versión benéfica, Eco mira esperanzad­o la participac­ión de “hombres de la cultura” en ciertas industrias, porque pueden operar como “productore­s de cultura” que admiten el sistema de la industria “para fines que la desbordan”.

Por último –hay muchísimo más en el libro, conviene leerlo o releerlo–, el análisis que Eco hace en “Estructura del mal gusto” permite una deriva paradójica. Heredero de los griegos, señala como rasgo de mal gusto la ausencia de medida en un sentido amplio: una correcta imitación de Miguel Ángel en el siglo XX es una desmesura histórica. En esa misma desmesura temporal caería entonces quien hoy rechazara en bloque las expresione­s culturales masivament­e aceptadas. Como dice Eco: “Cada sociedad cultural tiene las novedades que se merece”.

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