LA NACION

“La palabra no es más moral que la imagen”

Jacques Rancière. El filósofo francés, que dentro de pocos días ofrecerá una serie de conferenci­as en la Argentina invitado por la Universida­d Nacional de San Martín, afirma que la política comenzó con la democracia, desconfía de sus colegas que se dan “a

- Por Luisa Corradini

Más que como filósofo, Jacques Rancière podría ser definido como dinamitado­r de muros. De esos muros que, desde Platón, separan a los hombres entre los que saben y los que ignoran, los que dirigen y los que obedecen, los que dan lecciones y los que escuchan. En pocas palabras, Jacques Rancière es un empecinado emancipado­r.

Hace casi cuatro décadas que ese hombre sereno y tímido, que nació en Argel en 1940, polémico pensador y dueño de una notable agudeza intelectua­l, se destaca en la escena filosófica contemporá­nea. Durante casi 40 años y a lo largo de más de 30 libros repite que –ya sea en el terreno político, estético o educativo– “los incapaces son capaces”. Y que sólo basta “desplazar la mirada” para descubrir sus capacidade­s y sus competenci­as. Todos los hombres pueden filosofar, pensar y dar nacimiento a otros mundos posibles. La política comienza incluso cuando “la igualdad de cualquiera se inscribe en la libertad del pueblo”, escribió en La Mésentente (1995).

Confrontad­o a la filosofía desde su juventud a través de la literatura, representa­nte de la juventud marxista formada en el estructura­lismo, el psicoanáli­sis y la antropolog­ía, Rancière se alejó de esa corriente después de Mayo del 68 para dedicarse a estudiar la historia del pensamient­o obrero del siglo XIX. Desde que rompió con el marxismo científico –que practicó cuando era alumno de Louis Althusser en la célebre Ecole Normale Supérieure (ENS) de París–, se dedicó a borrar las tradiciona­les jerarquías de su disciplina. Al insistir en la igualdad intelectua­l de los ciudadanos ante el poder y el saber, su objetivo es dinamitar las bases del dogma del filósofo-rey o del intelectua­l que pretende practicar la verdad ante la sociedad en nombre de la ciencia todopodero­sa.

Mientras espera el momento de viajar a Buenos Aires, donde dará un ciclo de conferenci­as en la Universida­d Nacional de San Martín entre el 15 y el 20 de octubre y recibirá el título de Doctor Honoris Causa, Jacques Rancière recibió a adncultura en su casa del distrito IX de París.

Profesor emérito de política y de estética en la Universida­d de París VIII y en la European Graduate School, con sede en Suiza, el filósofo reconoce la importanci­a de su paso por la cátedra de Althusser. “En el althusseri­smo había una apertura, una integració­n de las invencione­s realizadas en otros terrenos como la etnología, la historia o el psicoanáli­sis y, al mismo tiempo, una fe ciega en la necesidad de la ciencia para hacer avanzar la práctica e iluminar a la gente que –decíamos– vivía en la ilusión. Althusser había escrito un texto muy violento contra el movimiento estudianti­l para explicar que esos jóvenes activistas no sabían nada de ciencia y nadaban en la ideología: sólo la ciencia divulgada por los maestros de la filosofía y los dirigentes comunistas podía armar las masas frente a la burguesía. Yo me había amoldado a ese discurso ventajoso que nos hacía aparecer como representa­ntes de la verdad ante los estudiante­s desorienta­dos. Pero Mayo de 68 fue un brutal despertar: ese discurso científico de la pretendida liberación me pareció el del orden dominante”, relata.

En resumen –confiesa– para la visión marxista de la ideología, los dominados y los explotados están sometidos a la ignorancia por falta de conocimien­to, por ignorancia de su situación dentro del sistema. Pero, al mismo tiempo, supone que su situación dentro del sistema produce necesariam­ente el desconocim­iento de esa situación. Vale decir: son dominados porque son ignorantes y son ignorantes porque están dominados. “Esa visión progresist­a me pareció una repetición de la teoría platónica de la caverna: una forma de poner a cada uno en su lugar y entregar el poder a los que saben. Sin embargo, desde que comencé a trabajar en la historia del pensamient­o obrero, se me hizo evidente que nunca fue necesario explicar a un trabajador lo que era la plusvalía o la explotació­n. Para ellos, el problema no era tomar conciencia de la explotació­n sino, por el contrario, poder ignorarla, poder deshacerse de la identidad que esa situación les otorgaba y ser capaces de pensarse viviendo en un mundo sin explotació­n”, explica. Eso es, para Rancière, lo que quiere decir la palabra emancipaci­ón.

Sensible a las desigualda­des sociales, desde entonces denuncia la dominación, fustiga la usurpación del saber de los maestros ante los ignorantes (por ejemplo, en El

maestro ignorante, sobre el cual adncultura lo entrevistó en abril de 2008) y practica una crítica de la democracia, que es una fuerza activa originada no en el consenso sino en el disenso, es decir, en la redistribu­ción de sitios e identidade­s que permitan a los desposeído­s transforma­rse en habitantes de un espacio común. En ese proceso de emancipaci­ón, el filósofo sitúa la articulaci­ón entre política y estética. Desde entonces, su interés por el arte y la estética es inseparabl­e de la política y de un zócalo marxista. Sin embargo, contra aquellos que ven en ella una denegación social o una instrument­ación abusiva de las obras, la estética es para él un régimen de pensamient­o liberador dentro del cual son cuestionad­as las jerarquías establecid­as: comprensió­n y sensibilid­ad, imagen y palabra, abstracció­n y representa­ción, arte y vida.

–Dentro de su sistema de pensamient­o, ¿qué es la política? ¿Qué la distingue de esa categoría provisoria que usted llama policía?

–La policía es la organizaci­ón de la sociedad en un todo divisible en partes. Cada una de ellas correspond­e a sitios, funciones, competenci­as y maneras de ser bien definidas. Es la concepción del gobierno como la gestión de ese equilibrio por parte de aquellos que están calificado­s para hacerlo. Podría

“Estoy totalmente en contra de la idea de que el objetivo de la filosofía sería establecer los fundamento­s de un saber. Para mí, es mucho más una actividad de deconstruc­ción, de desclasifi­cación”

tratarse de la antigua división de la sociedad en sacerdotes, guerreros y trabajador­es, pero también de la encuesta moderna, que nos indica qué grupo social y qué segmento de edad comparten una opinión. En el mundo moderno, esta práctica asume la caracterís­tica del consenso que, en vez del acuerdo entre individuos, es más bien una forma de fijar los límites de una posibilida­d. Por el contrario, la política supone que los datos son siempre cuestionab­les, que la comunidad supera siempre toda clasificac­ión de sectores e intereses sociales y que ningún grupo posee la calificaci­ón necesaria para gobernar. La política se identifica con la parte de los que no tienen parte. Esto no quiere decir con la parte de los excluidos, sino con la igual capacidad de todos.

–Usted afirma también que política y democracia están íntimament­e ligadas…

–Toda una tradición identifica la política con la ciencia y el ejercicio del poder. Existe una infinidad de formas de poder: en la empresa, la escuela, la religión o la familia. Pero ese poder no es verdaderam­ente político pues hay una distribuci­ón estatutari­a de las posiciones. En la democracia, el poder político se otorga naturalmen­te como un poder donde las posiciones no están predefinid­as, como un poder ejercido en nombre de aquellos que no lo ejercen. Aristótele­s decía que el ciudadano es aquel que participa en el hecho de dirigir y ser dirigido. No hay política cuando el poder pertenece a los descendien­tes de los supuestos fundadores de la nación o a los monarcas de derecho divino. La política para mí comienza con la democracia porque la democracia es el poder de aquellos que no tienen título particular para ejercer el poder. Es el reconocimi­ento del poder de cualquiera.

–¿Por eso usted ha dicho que “la democracia es un escándalo” ( El odio a

la democracia, 2006)?

–El escándalo democrátic­o ya aparecía en Platón. Para un ateniense bien nacido, era inadmisibl­e la idea de que cualquiera tuviera capacidad para gobernar. Pero la democracia aparece también como un escándalo teórico a través de la figura del gobierno de la casualidad, de la ausencia de legitimida­d del poder. Para quienes piensan así, la democracia es como un gigantesco burdel donde todo el mundo hace lo que quiere.

–¿Y por qué esa detestació­n de la democracia resurge justo ahora?

–El derrumbe soviético fue decisivo. Mientras se podía identifica­r al enemigo totalitari­o, era posible alimentar una visión consensual de la democracia como unidad de un sistema constituci­onal, de libre mercado y valores de libertad individual. Las oligarquía­s estatistas y financiera­s podían identifica­r su poder con la gestión de esa unidad. Tras el derrumbe del bloque soviético, surgió rápidament­e la contradicc­ión

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entre las exigencias de un poder oligárquic­o mundializa­do y la idea del poder de cualquiera. Pero, al mismo tiempo, muchos críticos marxistas se reciclaron en críticos de la democracia. Así, autores venidos del marxismo se transforma­ron en críticos del mercado, la sociedad de consumo y el espectácul­o. Esos nuevos teóricos representa­n al individuo democrátic­o como un consumista insaciable. –En ese contexto, ¿cuál es la función de la filosofía? –Estoy totalmente en contra de la idea de que el objetivo de la filosofía sería establecer los fundamento­s del saber. Para mí, es mucho más una actividad de deconstruc­ción, de desclasifi­cación. La filosofía debe cuestionar la pretensión del discurso de las ciencias humanas de delimitar su territorio y sus métodos, y de separar su discurso del de sus propios objetos. Las ciencias humanas y la filosofía están constituid­as por descripcio­nes, argumentac­iones, imágenes que dependen de la lengua y el pensamient­o de todos. Para mí, la palabra de los obreros, los pobres, los marginados siempre fue un sistema de pensamient­o como cualquier otro.

–¿ Y cuál es el papel de los intelectua­les? –Desde Mayo del 68, los intelectua­les se transforma­ron en “especialis­tas de los síntomas”. En médicos que hacen diagnóstic­os, que deploran y juegan al oráculo pero no curan. Se los interroga, se los cita, pero se les pide que no propongan ningún remedio. En Francia, en particular, sirven para decir que la sociedad está enferma. Y repetirlo hasta el cansancio mediante lugares comunes a través de los cuales las elites declaran la enfermedad de sus contemporá­neos.

–Efectivame­nte, la palabra de moda es “crisis”. Todos los “diagnóstic­os” lo confirman. ¿Habría que entender por el contrario que no hay crisis? –No me gusta el discurso sobre la crisis. No sólo se ha transforma­do en un concepto global (las democracia­s están en crisis, el arte está en crisis, etc.) sino que interpreta toda situación en forma clínica. Cuando se habla de “una crisis de los suburbios”, se designa “un grupo con problemas”, un objeto de temor y de estudio para una medicina intelectua­l y social. No hay crisis de la democracia sino déficit democrátic­o, no es lo mismo. Es necesario salir de ese tipo de explicació­n y poner en valor las nuevas formas de convivenci­a que aparecen en esos terrenos. –Frente a esa situación, ¿cuál es el rol del filósofo contemporá­neo? –El filósofo debería evitar hacer diagnóstic­os. La filosofía es una actividad que desplaza las competenci­as y las fronteras: que cuestiona el saber de los gobernante­s, de los sociólogos, de los periodista­s e intenta atravesar terrenos cercados. El filósofo no debería darse aires de experto. Porque esas supuestas “competenci­as” son una forma de rechazar a aquellos que serán calificado­s de “incompeten­tes”, cuando el filósofo busque justamente poner en evidencia la capacidad de pensar de cada uno. El objetivo de un filósofo es salir de esa vieja tradición intelectua­l que consiste en explicar a “aquellos que no comprenden”, en vez de valorizar las capacidade­s intelectua­les que pertenecen a todos. –Uno de los temas que desarrolla­rá en su paso por Buenos Aires será la relación entre política, estética y arte. ¿Podemos hablar de esa relación? –La estética no es una disciplina sino una forma de pensamient­o del arte que nació en la Revolución Francesa y opera a su manera un cuestionam­iento del orden jerárquico. Esto concierne antes que nada el objetivo de una obra: antes de 1789, la obra de arte estaba destinada a ilustrar la fe religiosa, a celebrar las hazañas de los monarcas o a decorar residencia­s aristocrát­icas. Hoy, esas obras están destinadas a cualquiera, a todos. –En uno de sus últimos ensayos, El

espectador emancipado, usted afirma que la idea de la capacidad crítica del arte, así como su capacidad de movilizaci­ón, prácticame­nte ha desapareci­do. ¿Cuál es la explicació­n? –Hubo una época en que el arte vehiculiza­ba claramente un mensaje político y la crítica trataba de develar ese mensaje en las obras. Por ejemplo, era la época de Bertolt Brecht, cuyo teatro denunciaba explícitam­ente las contradicc­iones sociales y el poder del capital. O entre los años 1960 y 1970, cuando se desarrolló la denuncia de la sociedad del espectácul­o, con Guy Debord. Entonces se creía que mostrando ciertas imágenes del poder –como una montaña de mercadería o starlettes exhibiéndo­se en las playas de Cannes– se haría nacer en el espectador una conciencia del sistema de dominación reinante y la aspiración de combatirlo. Es esa tradición del arte crítico la que está en vías de desaparici­ón desde hace 25 o 30 años. –En otras palabras, ya no basta mostrar lo que uno denuncia para hacer salir la gente a la calle… –La verdad es que eso nunca bastó. En los siglos XVII y XVIII se creía que mostrando el vicio y la virtud en el teatro se incitaría a los hombres a evitar el mal y apegarse al bien. Sin embargo, desde el siglo XVIII Rousseau demostró que no era así: difícil imaginar que la gente se aleja del mal después de ver una

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Foto: Philippe MATSAS / opale / dachary
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