Ficciones fronterizas
En Dinero para fantasmas, Edgardo Cozarinsky vuelve a borrar los límites entre géneros literarios y entabla un diálogo con una Buenos Aires que ya no existe
Quizá porque estuvo alejado durante demasiado tiempo, y aun cuando ya hace unos cuantos años que pese a no haber abandonado del todo la vida parisina tiene un pie y medio en Buenos Aires, la relación que Edgardo Cozarinsky mantiene con su ciudad es en buena medida, siempre, fundacional. En realidad se trata de una reconstrucción, un modo de reinsertarse en ese paisaje en el que luchan el recuerdo, el deseo y la posibilidad del futuro. No parece haber casi nunca, en sus ficciones, un sitio sólido, una Buenos Aires edificada con certezas, sino, muy por el contrario, esa reconstrucción es la de un mapa resquebrajado, hecho de fragmentos, en el que los espacios diluyen su sentido o lo resignifican, y en el que también ciertos significados transitan otra geografía. ¿Qué es Buenos Aires para Víctor, el protagonista de La tercera mañana, sino un enigma? ¿Y hasta qué punto el título de la novela anterior de Cozarinsky, Lejos de dónde, pone de manifiesto esa tensión, el rasgo ostensible de una ciudad cuyos habitantes conviven, generación tras generación, con el destierro, con el origen incierto, con la amarga ilusión de no saber?
Tanto en lo que podríamos considerar el corpus esencial de su filmografía ( Fantasmas de Tánger, Scarlatti en Sevilla, El cine de los Cahiers) como en sus libros de relatos y ensayos, Cozarinsky se ha preocupado constantemente por borrar los límites entre géneros, a tal punto que en sus películas uno pierda a menudo el núcleo de referencia, o que los textos de sus libros puedan intercambiarse y
se sitúen con total comodidad dentro de otra carátula (sus ensayos resultan sumamente narrativos; sus cuentos son en extremo pausados, racionales, con frecuencia carecen de acciones y transiciones dramáticas). Como él mismo ha señalado en más de una oportunidad, existe una clara intención en toda su obra de hacer pie en lo fronterizo, de no dejarse llevar por supuestos ni establecer una relación estática con sus materiales de origen. Esa búsqueda, sin embargo, parece aplacarse en el territorio más reconocible de la novela, que es el que ha preferido en los últimos tiempos, pero en efecto se trata sólo de una renuncia aparente: sus novelas son relatos incómodos, piezas que no terminan nunca de encastrar, misterios irresueltos, fugas, congelamientos. Es imposible, en el universo híbrido y polimorfo de Cozarinsky, trasmitir una experiencia a otro sin que lo fundamental se pierda en el camino. Y también: esa experiencia nunca está completa,
Sus novelas son relatos incómodos, piezas que no terminan de encastrar, misterios irresueltos
es decir que sólo acaba con la muerte. De todo eso habla Dinero para fantasmas, el último eslabón de esa suerte de trilogía –junto con las dos novelas ya mencionadas– en la que su autor ha emprendido un extenso diálogo con la ciudad que quizá ya nunca recupere.
Es preciso contar el argumento para que el título cobre sentido. Un modo coherente de reducirlo al mínimo sería decir que la historia de un hombre que trata de reinventarse desde y hacia la experiencia de otros. Mejor: una pareja de estudiantes de cine recibe, de manera imprevista, los cuadernos de notas de un viejo escritor y cineasta, desaparecido recientemente, al que uno de ellos había cruzado en un par de ocasiones. Esos cuadernos revelan otra historia, que es la de una tragedia romántica, cuyas resonancias se derraman sobre el cineasta, ese que intenta torcer el destino de los otros para desdibujar el suyo, y la de la pareja de estudiantes, cuya ansiedad los instala en un tono de melancolía que todavía no han tenido tiempo de construir. El dinero para fantasmas del título es entonces una ceremonia, un ritual que sus protagonistas evocan a escondidas: “Los espíritus están autorizados a emerger de los espacios subterráneos a los que han sido confinados. Se quema dinero simbólico porque lo necesitarán para desenvolverse en este corrupto mundo terrestre”. Más que una superstición, lo que encuentran allí Elisa –la joven estudiante– y Andrés Oribe –el viejo– es una vía de escape, un puente. Oribe es, aunque no lo sepa del todo, un hombre acorralado, pero asimismo es el eslabón fundamental entre esa estudiante algo altiva, que no llega a conocer, y esa otra chica que ha rebautizado como Celeste y que lo hace viajar a Berlín para salvarla de lo imposible.
El viaje de Oribe a Berlín ocupa el centro del relato, y con absoluta lógica para alguien de su edad se transforma en un viaje al pasado, allá lejos cuando nada lo hacía temer esta “existencia agotada” ni la “imaginación ociosa” que todo lo pulveriza, o lo que es peor, lo convierte en nostalgia. “Las letras de tango, me di cuenta, acudían sin solicitarlas”, anota Oribe, y más tarde: “Ya entiendo lo que quiere decir ‘eterna y vieja juventud’ en la letra de tango de Homero Expósito, esos años tan cortos y tanto más reales que los más largos vividos cerca del presente”. Ahí está la cuestión, entonces: así como para los jóvenes de la novela sólo impera lo inmediato, para Oribe el pasado es un no-lugar, de donde es preciso huir. “Nunca hay que volver a los lugares donde se fue feliz ni visitar a las personas que uno quiso tiempo atrás”. Sí: ¿pero adónde ir?
Cada libro de Cozarinsky es un objeto irremplazable. Lo es por el carácter perifrástico de su literatura, el triunfo de la palabra por sobre la astucia y los fuegos de artificio. Como le dice Elisa a Martín, al comienzo, citando de soslayo a Horacio Ferrer: “Dios escribe derecho por líneas torcidas”. ¿Hay acaso un modo más preciso de definir la tarea del escritor?