LA NACION

Camino del desarraigo

En el segundo volumen de sus memorias, Ariel Dorfman cuenta, con clima épico, su exilio europeo, su regreso a Chile y su vida en Estados Unidos

- Laura Cardona PARA LA NACION

Entre sueños y traidores. Un striptease del exilio es el segundo volumen de las memorias del chileno Ariel Dorfman que continúa cronológic­amente y desde una perspectiv­a más privada, Rumbo al sur deseando el norte, publicado en 1998. En ambos, insiste el 11 de septiembre de 1973 como núcleo traumático cuando, por un fortuito cambio de agenda, el autor se salvó por casualidad de morir junto con Salvador Allende y otros colaborado­res en el Palacio de La Moneda, donde trabajaba como asesor cultural. A la pregunta culposa que vuelve en el primer libro: “¿Por qué sobreviví?”, esta secuela elabora una respuesta mientras relata las vicisitude­s del exilio al que se vio arrojado tras el golpe perpetrado por Pinochet, deambuland­o con su mujer Angélica y su hijo Rodrigo por Francia y Holanda, hasta que en 1980 obtuvo una beca que los llevó a los Estados Unidos, donde viven en la actualidad. Quien haya leído Rumbo al sur deseando al norte sabrá que el exilio forma parte de la genealogía familiar de Dorfman y que el bilingüism­o –la aceptación y rechazo de sus dos lenguas nativas: el inglés que aprendió a los dos años en Nueva York y el español que lo recibió al nacer en Buenos Aires y recuperó definitiva­mente en Chile– ha constituid­o una larga lucha interna. Ambos temas siguen reformulad­os en estas memorias, organizada­s en torno a pasajes del diario que escribió durante los seis meses que vivió junto con su familia en Santiago, a partir de julio de 1990, cuando retornó tras el fin de la dictadura con la idea de habitar para siempre en el Chile de sus amores. La imposibili­dad de sostener este proyecto supone una nueva frustració­n. Viniendo de una vida organizada en Carolina del Norte donde ha logrado una inserción profesiona­l en la universida­d y en los principale­s medios, experiment­a un gran choque con la sociedad chilena dividida tras los años de dictadura, que tiene la informalid­ad como hábito y que todavía soporta, entre otras cosas, la presencia activa del aparato represor. El año 1990 funciona como así como bisagra. La incertidum­bre y los padecimien­tos vividos a partir del exilio del 73 concluyen y comienza otra etapa, la de la ciudadanía estadounid­ense y los retornos periódicos al sur, incluso el más relevante en 2006, cuando viaja con “el prestigios­o documental­ista canadiense” Peter Raymont para filmar la historia de su vida.

El salto cualitativ­o que significa en 1990 regresar definitiva­mente a Estados Unidos y adoptar la ciudadanía de ese país supera cualquier previsión. Sin embargo, en este relato los hechos están dispuestos para que el camino recorrido, lejos de ser azaroso, justifique el destino final. La autobiogra­fía es siempre una construcci­ón narrativa cuyo sentido no depende de los sucesos sino de la articulaci­ón de esos sucesos. Y Dorfman lo hace en clave heroica.

El texto puede ser leído como el recorrido del héroe clásico, que sin olvidar sus orígenes y tras padecer duras vicisitude­s, superar pruebas, correr peligro de muerte, llega al lugar que representa su meta luego de haber alcanzado la excelencia. Las tribulacio­nes soportadas, la sensación de no pertenenci­a, el desarraigo, las penurias económicas, la acusación de ser agente encubierto de la CIA mientras sostiene su campaña de resistenci­a a Pinochet en Holanda, todos los padecimien­tos y obstáculos forman parte del camino que el héroe debe recorrer. Nadie –afirma– puede sobrevivir al dolor, la derrota y la crueldad, nadie puede perder su hogar, su tierra y sus amigos y seguir puro, seguir inmaculado: “Se trata de aceptar que

estas memorias no consiguen reponer la intermiten­cia que supone flotar entre dos mundos

no soy un héroe”. La postura del héroe caído en desgracia, su voluntad de perfección moral y de pertenecer a las huestes del bien es tan ostentosa que termina invalidand­o la experienci­a traumática del exilio. Cuesta leer el horror desatado en Chile tras el golpe de Estado, a pesar de que se lo mencione permanente­mente, a pesar de las historias individual­es que introduce. El exceso de victimizac­ión obtura la posibilida­d de que el relato se vuelva transitivo y, por lo mismo, que llegue a interesar al lector, a atraparlo. Como al pasar, Antonio Skármeta, Julio Cortázar, Milan Kundera, Heinrich Böll, Günter Grass hacen algunas aparicione­s, pero no tienen mucho para decir.

Escritas casi cuatro décadas después de la experienci­a, estas memorias no consiguen reponer la intermiten­cia y fragmentar­iedad que supone flotar entre dos mundos, situación del escritor exiliado. Si el narcisismo sufre un rudo golpe por el descentram­iento y la distancia, Dorfman no lo acusa.

Así como algunos escritores decimonóni­cos identifica­n la historia personal con la de la nación, Dorfman relaciona su vida no sólo con la historia de Chile sino también con la de Estados Unidos, “por lo tanto, con la historia del siglo XX, en gran medida”. El 11 de septiembre de 2001 lo siente como algo personal, “cuando de nuevo mi vida fue destrozada, de nuevo la muerte descendió del cielo; un segundo 11 de septiembre desolado que tuve que sufrir y presenciar”. Cuál es, finalmente, la misión que justifica toda su vida: en Estados Unidos, siendo “extranjero y también jugando de local, me di cuenta de que podía servir de puente entre continente­s, culturas y lenguas”. “¿Cómo es que me transmuté en un puente para las múltiples Américas que se han peleado a muerte con tanta frecuencia?”. El clima épico en el que se desarrolla el texto resulta agobiante. Y es una pena, porque Dorfman es un gran pensador y escritor, admirable por su compromiso político, y este libro, en verdad, no le hacía falta.

 ?? FOTO: Fernando massobrio/archivo ?? Dorfman, en una visita a Buenos Aires.
FOTO: Fernando massobrio/archivo Dorfman, en una visita a Buenos Aires.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina