LA NACION

La muerte en el arte

- Julio Sánchez PARA LA NACION

La muerte no nos concierne, pues mientras existimos, la muerte no está presente; y cuando llega la muerte, nosotros ya no existimos.” La frase del filósofo griego Epicuro de Samos forma parte de una infinita constelaci­ón de reflexione­s de la filosofía, y sobre todo de la condición humana. En el siglo XX, especialme­nte luego de la bomba de Hiroshima, el tema fue ganando terreno desde diversos ángulos. Nadie como Christian Boltanski trabajó con tanta intensidad esta obsesión. Andy Warhol, tan festivo, hizo varias serigrafía­s con accidentes y revueltas sociales donde sobrevolab­a la tragedia. El sida de los años ochenta reavivó el tema: Félix González-Torres, Keith Haring y Robert Mapplethor­pe padecieron el mal y lo conjuraron con sus obras: el cubano trabajó con montones de caramelos que debían ser consumidos y restableci­dos; el grafitero pregonaba el uso del preservati­vo y el fotógrafo gozaba el erotismo antes de su partida. El argentino Roberto Jacoby se paseaba desafiante por la Bienal de San Pablo de 1994 con una remera multicolor que afirmaba “Yo tengo sida”. La violencia social inspiró al colombiano Germán Martínez Cañás, que expuso pósteres del cowboy de Marlboro, del basquetbol­ista de Nike y del payaso de McDonald’s todos acribillad­os por la guerrilla, mientras que la brasileña Rosana Palazyan colgó cientos de hostias con retratos impresos de muertos por balas perdidas. El deceso de los padres es resistido, quizá porque se sabe que el eslabón siguiente son los hijos; el estadounid­ense Bill Viola filmó la agonía de su madre, lo mismo que la francesa Sophie Calle, y entre nosotros Martín Weber lo hizo con su padre. Hablar de la muerte de los otros parece más fácil que hablar de la propia. En la Argentina, Alfredo Portillos presentó una videoinsta­lación donde se lo veía en una silla de ruedas empujada por la parca, mientras que en otra parte él era quien empujaba a ella ( Paseando

entre la vida y la muerte, 1992); Oscar Bony se ocupó de lleno baleando sus propios retratos una y otra vez. Por último, sería absurdo no incluir en esta lista al tiburón sumergido en formol de Damien Hirst, cuyo nombre La imposibili­dad física de la muerte en la

mente de alguien vivo no hace más que evocar la vieja filosofía de Epicuro.

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