Cuando romper todo es liberador y está permitido
Un lugar en Palermo permite desprenderse de la ira destruyendo computadoras y otros objetos
M ientras caminaba por una callecita de Palermo, escuché un grupo de hombres hablar: “Acá al lado viene gente a romper cosas. Con un bate”. Normalmente me hubiera llamado la atención el comentario. Pero no me sorprendió en absoluto. Yo era una de las que iba a romper cosas. Y, no sé por qué, me parecía lo más natural del mundo.
Hasta ahora nunca había fantaseado con la posibilidad de romper platos, vasos o hacer volar ceniceros. Si bien mi umbral de tolerancia frente a determinadas situaciones cotidianas suele ser de escaso a muy escaso, depende el día, nunca se me ocurrió que podía canalizar mi ira rompiendo objetos. Por eso estaba escéptica ante la experiencia. Y por eso mismo, quise hacerla. Para demostrarme a mí misma que estas cosas no funcionan y que es mejor soltar palabras que dejar caer botellas de vidrio. Tal como pregonan hoy los especialistas en manejo de ira.
Toqué el timbre de la casona en una calle sin salida donde funciona The Break Club ( www.thebreakclub.com). Me pareció que el lugar era todo un símbolo de quienes llegaban hasta allá. ¿Será que se sienten acorralados frente a su ira? ¿Será que romper cosas es su única salida?
Mientras esperaba a que me abrieran me detuve a mirar la casa. El piso del patio delantero estaba roto, las paredes despintadas y el estado general era de abandono. Después de unos minutos llegó Guido, el joven creador de The Break Club. Cuando abrió la puerta, me llevé una sorpresa. Tenía una expresión relajada, casi zen, y su hablar pausado me descolocó por completo. Parecía más el perfil de gente que hace un mes estaba en Palermo respirando con Ravi Shankar que alguien que hubiera apostado a este tipo de emprendimiento.
“Caminen hasta el fondo y suban la escalera de la derecha”, nos indicó a mí y a Maxi, el fotógrafo. Lo primero que vi al llegar a la planta de arriba fue el televisor de mi infancia. Un Sony Triniton que descansaba ahí junto a otros televisores de la misma época. Sentí nostalgia. No podría destruir ese objeto. “No son para romper, son de decoración”, dijo Guido, casi leyéndome el pensamiento.
La planta superior no difería del patio. Paredes de ladrillos de hormigón, techo y pisos maltratados, y objetos rotos esparcidos por el suelo completaban la estética trash.
Pasé a la oficina de Guido y leí los comentarios que la gente anotaba de la experiencia. Una chica que le daba gracias al novio por haberle regalado una sesión de éstas. Otra reconocía que había llegado con dudas y se fue creyendo que era una de las mejores experiencias que había vivido. Me pregunté qué anotaría yo, en esas páginas, minutos después.
Me sorprendió que la mayoría de los mensajes estuvieran firmados por mujeres. “El 90 por ciento son chicas de entre 20 y 35 años”, me confirmó Guido y me detalló los tres combos posibles para romper: 30 botellas, $100; botellas y un monitor, $ 180 y una computadora completa, 250 pe- sos. También hay gente que lleva cosas propias y hasta fotos de un ex.
Después pasé a una habitación a prepararme. Me calcé encima de mi ropa el mameluco, los guantes y el casco protector. Mientras me cambiaba, reparé en unas láminas de insectos –cucarachas, escorpiones, arañas, reptiles y demás bichos por los que la gente siente especial aversión– y comprendí que sólo podían estar allí por una cosa: prepararse mentalmente para la acción.
Aunque me prometí acumular bronca durante el día, debo reconocer que llegué sin muchas ganas de ponerme a romper cosas. Guido me sugirió que empezara a golpear un
puchinball que estaba en un rincón. “Primero con las manos y después con un bate, para que te vayas familiarizando con la empuñadura”. Así lo hice. Empecé despacio, de a poco. Y de repente, sentí cómo mi energía y mi temperatura corporal crecían. Tras unos minutos, empecé a golpear la bolsa con determinación. Estaba preparada para pasar a la siguiente etapa: empezar a romper.
Tal como me habían sugerido, agarré las botellas. Lo primero que descubrí fue que es muy difícil romperlas. Lo segundo, que al no poder hacerlo el enojo aumenta. Y mucho. La más complicada fue una de vino. Por más que la golpeé varias veces contra la pared de hormigón no pude destruirla. Entonces la puse en el suelo, agarré el bate y ahí sí, la botella estalló en mil pedazos. Sentí que mi cuerpo era como una estufa que había estado en piloto y que de pronto alguien la había encendido. Pero todavía estaba en mínimo. Faltaba mucho.
Aún tenía para romper una computadora entera: teclado, CPU y monitor. Empecé por el teclado. Apoyado en el escritorio, casi no sufría daño. Hasta que llegó una sugerencia clave: ponerlo a 45° respecto del monitor. Y ahí fue como mágico: las teclas saltaron por el aire una tras otra y cuando ya sólo quedaba la estructura me di el gusto de tomarlo con mis manos y partirlo al medio. Fue liberador.
La CPU no sufrió daños severos: algunas abolladuras y poco más porque me resultó realmente difícil romperla y quería guardar mi energía para el postre: el monitor. A esa altura ya estaba cansada y la garganta se me secó. Empecé a toser casi sin parar hasta que llegó un vaso de agua necesario para hidratarme y seguir con mi faena destructiva. La llama ya estaba en un punto medio.
El monitor, según me habían advertido, era uno de los objetos más difíciles de destruir. Lo medí con el bate durante unos segundos para darle de lleno en el medio de la pantalla. Llevé el bate hasta atrás, tomé impulso y le di un golpe certero, junto en el centro. Pero ni siquiera se movió. Apenas desprendió un leve resplandor blanco, que interpreté como un pedido de clemencia. Por supuesto no tuve piedad y volví a probar una y otra vez, pero apenas sufrió algún rasguño. Decidí cambiar de estrategia: lo agarré y lo tire contra el piso. Su carcasa de plástico empezó a desprenderse y, ahí sí, todo fue más fácil. La pantalla cedió a los golpes del bate y pude ver los cables y demás componentes internos. Había llegado hasta el corazón del monitor. El trabajo estaba hecho. La llama alcanzó el máximo y yo estaba tan agotada como si hubiera hecho una clase de spinning.
Después llegó el momento de la relajación. En un sillón, con una tenue luz y escuchando la música que salía del iPod que había llevado de casa. Lamenté no haberme tomado el trabajo de cargarlo con las canciones adecuadas, tal vez algo de Sigur Ros. En su lugar, escuché algunos temas de The Divine Comedy. No resultó tan mal. La voz teatral del cantante me trasladó como a una especie de escenario donde yo estaba representando un papel. De pronto sentí que r había sido otra la persona que había estado rompiendo cosas en la habitación de al lado. Pensé que tal vez me hubiera venido bien la técnica de respiración de Ravi Shankar. Algunos respiran, otros rompen cosas. ¿Y si se pudiera hacer las dos a la vez? Los opuestos se complementan, no cabe ninguna duda.
Todavía faltaba dejar por escrito en el cuaderno qué pensaba de la experiencia. Lo hice, con la sangre caliente corriendo por mis venas. Lo hago ahora, con las pulsaciones estabilizadas y la sangre tibia. Romper de ninguna manera resuelve los problemas, pero es una liberación tan válida como aprender a respirar.ß