LA NACION

Desde Bordeaux, los recuerdos de un antiguo valijón

Los tiempos se unen cuando se recuerda la historia de los colonos franceses

- Ana María Gil l Champredon­de de

Pigüé, Argentina, a fines del verano...

Llego al campo otra vez. Acabo de desviarme de la ruta. Desde la Capital, dejando atrás el cruce a Arroyo Corto, por el viejo camino que llaman del arbolito, vengo. Hay tierra y tosca, pampa y huella. Conozco esto, quiero esto. Conozco y quiero esta incomparab­le felicidad de avanzar, avanzar sobre el lugar del mundo que es el propio, y sentir que dentro de uno se agranda la inmensidad. Y pensar que para muchos, la tierra es tierra, nomás.

Las sierras, las de siempre, desplegada­s como un friso azul noche, a la derecha. Si me internara por el Abra del Hinojo, en dirección a Bahía Blanca, lograría verlas verdosas, como tantas otras sierras. Pero éstas, las de Curamalal, no lo son. Éstas, las mías, son misteriosa­mente azules.

He dejado de lado la tranquera de Santa Anita, el primer campo que compró, al llegar, mi bisabuelo Augusto, el francés. El enorme galpón de piedra, inmóvil e imponente, parece hacerme guiños. Es que sabe que vengo. Que voy camino a Las Barrancas, esta vez con mi digno acompañant­e, tan antiguo como él, bien instalado en el asiento, a mi lado: el enorme valijón de cuero que trajeran al llegar, luego del largo peregrinaj­e desde el puerto de Bordeaux. Con más de cien años, también como estas tierras, en la familia.

Este viejo baúl no me acompaña porque sí. He decidido traerlo para asignarle un lugar privilegia­do en la casa de Las Barrancas. Es por eso que no considero a éste un viaje más. Muy hondamente conmovida, vengo.

La tranquera es la de siempre, pero la abriré hoy de otra manera. Atravieso, cuadro a cuadro, –aquí un rastrojo de trigo, allá madurando el girasol– toda la extensión hasta llegar hasta la casa, allá en la loma, que domina, desde la galería, la imponente vista a las sierras.

Aquí estamos. Ya dejamos atrás la larga travesía y, apagando el motor, a pesar del cansancio y de la exaltación, me alcanza por entero el deseado silencio del campo.

Encuentro todo bien dispuesto, se ha ventilado y hasta hay flores en algunos jarrones. Corriendo cortinajes, abro entonces los ventanales con todos sus postigos y entra a raudales la luz anaranjada, al sesgo ya, que me regala este crepúsculo. Me siento, sí, muy privilegia­da y lo contemplo. Largamente.

Ahora sí, vuelvo al auto y voy por él. Me conmueve su intacto

El enorme galpón de piedra, inmóvil e imponente, parece hacerme guiños

olor a cuero… Lo recorro enterament­e y me sorprendo acariciánd­olo con mirada enternecid­a, pensando que necesita cuidados, que tal vez el noble ungüento con que reparamos las monturas le vendría muy bien. A todo esto se vienen acercando Julia y ángel, asombrados de verme trajinar con el extraño tiesto. Nos saludamos, comentamos las cosas habituales y me dan una mano en la tarea. Lo entro con sumo cuidado, con extrema emoción. Tiene ciento veinte años y exige este cuidado, esta emoción. Es más que lo que parece, es el testigo de una epopeya de colonos franceses. Lo ubico sobre la alfombra principal, frente a la salamandra. Lo miro. Vuelvo a mirarlo.

“¡ Tuvieron agallas!”, pienso. Y pienso también que todo muere o se derrumba. La tierra permanece.ß

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