LA NACION

¿Cómo fue que llegamos a esto?

- Evangelina Himitian

Cómo llegamos a esto. En algún momento de la historia se decidió que todos los pelos, de la nariz para abajo, debían ser erradicado­s del cuerpo femenino. O, al menos, debían ser conminados, reducidos a su mínima expresión: al bastión de la resistenci­a, allí donde no da el sol.

En esa división de roles, quiso la historia favorecer al hombre y ponerlo en las antípodas de tal criterio de belleza. Así, durante años, mientras nosotras padecíamos los tormentos de la cera caliente y el tirón que quita el habla, ellos se paseaban orgullosos por la playa, con sus piernas enruladas y su pecho de King Kong.

Pero ¿ cómo es entonces que ellos, que ni tienen que prestar el cuerpo a un embarazo, ni parir ni sufrir los vaivenes emocionale­s de las hormonas todos los meses, decidieron arrancarse el orgullo del pelo en el pecho? ¿En qué momento decidieron que era hora de llamar al centro de depilación más cercano y pedir un turno?

Realmente no lo sé. O no lo puedo entender. Si fue pura curiosidad, no lo intenten, yo les cuento: ¿cómo se siente depilarse? Es lo más parecido a la traición. Primero, la cera tibia se esparce por la piel. Esa sensación es placentera. El calor relaja y uno puede creer: “Ah, no era para tanto”. Pero es entonces cuando la profesiona­l, que sonríe con amabilidad, se convierte en un indio comanche que se prende a nuestra piel con los dientes, dispuesto a desollarno­s.

Así es el momento del tirón. El más crítico. Una vez, en ese instante, se me ocurrió pensar en el término “velcro”. Mala elección. Durante esas milésimas de segundos, una se aferra a los planes que tiene cuando ya esté depilada. Hay que pensar en una playa, en un spa, o en lo que una quiera... Visualizar­lo e imaginarse a una misma corriendo por el paraíso sin un pelo de tonta. Es lo único.

“¿Que hiciste qué?” El padre de mi amigo no lograba entender lo que decía su hijo. “Nada. Que me saqué unos pelos molestos que tenía en el pecho. Me depilé.”

Creo que fue el momento en el que la brecha generacion­al se hizo un abismo. De un lado del acantilado, quedó el hombre de Cromagnon, orgulloso, de pelo en el pecho. En el acantilado de enfrente, su hijo, convertido en un metrosexua­l con pincita. En el medio quedamos nosotras, las mujeres, que no entendemos cómo alguien puede desaprovec­har así las ventajas gratuitas que les da cuestión de género. Increíble.ß

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