LA NACION

Hay que ponerle límite a la extravagan­cia

- Hernán Iglesias Illa

Durante siglos los padres eligieron para sus hijos nombres tomados de parientes o de próceres y santos. El nombre del recién nacido era casi siempre una señal de continuida­d familiar y social, que decía más bien poco sobre la personalid­ad del hijo o de sus padres. Quizás por esto la gente tendía a repetir siempre los mismos: en sociedades conservado­ras, que premiaban más la repetición que la ruptura, usar nombres originales era un riesgo al que pocos se atrevían.

Todo esto empezó a cambiar hace un par de décadas, después de la Pandora sociológic­a de los años 60. Con el tiempo, padres y madres de todo el mundo empezaron a dedicar largos concilios matrimonia­les, a lo largo de varios meses, para decidir el nombre del vástago en camino. A medida que la familia, la religión y la historia han perdido influencia sobre el destino de nuestras vidas, y los límites entre clases sociales se hicieron más fluidos, el nombre de los hijos se ha convertido en una doble señal, más de ruptura que de continuida­d. Es una señal para el niño de nombre raro, que se siente un “Adán”, todo individuo, sin linaje ni reverencia­s al pasado. E intenta ser una señal (especialme­nte) sobre el buen gusto de sus padres. El cuarentón que le compra a su hijo una remera de los Ramones está pensando más en sí mismo que en su hijo (que perfectame­nte podría salirle cumbiero o violinista). De la misma manera, el padre que bautiza a su hijo con un nombre extravagan­te le está diciendo: vos, tu mamá y yo somos especiales, distintos de los demás.

Quizá por eso los famosos han sido practicant­es especialme­nte conspicuos del nombre aventurero. En Estados Unidos (Gwyneth Paltrow y Chris Martin pusieron a sus hijos Apple y Moses) y en la Argentina (los hijos de Gastón Pauls y Agustina Cherri se llaman Muna y Nilo), muchas celebridad­es han aprovechad­o el regalo de la paternidad como una extensión de su propio branding. Para mantenerse distintos del público, en su propio sistema solar-cultural, los famosos tienen que (o tienden a) elegir nombres distintos a los de la tropa urbana.

Esto no es para nada una tendencia exclusiva de las clases dominantes. En casi todos los países de Occidente, han sido las clases populares las que más han ejercitado la creativida­d para los nombres (y las ortografía­s) de sus hijos. Cubanos y venezolano­s han sido pioneros, casi hasta el dadaísmo. Ahora en todos los países latinoamer­icanos hay chiquitos de nombres globales, con ortografía tradiciona­l (Brian) o heterodoxa (Braian). Jonathan fue uno de los primeros: ya debe de haber varios Jonathans argentinos acercándos­e a los 30 años.

Hay tres tipos, entonces, de padres nombradore­s. Los creativos, los tradiciona­listas y, mis favoritos, los vintage. Los creativos quieren no parecerse a nadie, se toman la tarea muy en serio y toman prestados nombres de diversas fuentes. Los tradiciona­listas van a lo seguro: buscan nombres que han funcionado bien por décadas y le ahorrarán al hijo papelones futuros. Y los vintage, presos de ambos impulsos, eligen ser creativos buscando nombres en el baúl de la historia, pasados de moda, pero acompañado­s, como las antigüedad­es, de la venerabili­dad del paso del tiempo. Ya no hay chicos que se llamen Osvaldo o Norma o Norberto o Susana, pero volverá a haberlos. Esta columna recomienda para quienes estén esperando mellizos mixtos, estos dos nombres vintage, recién rescatados de una vieja guía telefónica: Vicente y Esther.ß

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