LA NACION

Algo más que un líder autoritari­o

Chávez interpela a las democracia­s de la región porque las obliga a preguntars­e por sus promesas incumplida­s. La pobreza, la injusta distribuci­ón del ingreso, son problemas que el cesarismo plebiscita­rio no soluciona, pero sí pone al descubiert­o

- Beatriz Sarlo.

Es demasiado sencillo enterrar a Chávez en el catafalco de los líderes autoritari­os, como un representa­nte más de América latina en toda su tipicidad. Quedan varias cuentas por hacer antes de dejarlo allí.

La primera es la del pasado político venezolano anterior. Chávez no es inmotivado. Tampoco es el primer presidente de Venezuela que despilfarr­a la renta petrolera; no es el primero que esboza planes suntuosos que quedan a mitad de camino, olvidados, cubiertos por la ocurrencia siguiente. No es el primero que usó esa renta en el corto plazo, discursean­do sobre el futuro sin darle bases más sólidas.

La segunda cuenta requiere no repetir, en el juicio sobre Chávez, los rasgos sumarios de sus propios pronunciam­ientos ni la grandilocu­encia sin fisuras de sus gestos. Nos ponemos rápidament­e de acuerdo: no le interesaba la lógica republican­a. Pero Chávez fue algo más que un militar vuelto líder carismátic­o que despreció las libertades clásicas. Su historia, desde que conoció, como cadete, al nacionalis­ta peruano Velazco Alvarado, el presidente de la reforma agraria, trae anuncios desde el comienzo. No fue un recién llegado al escenario, que se transforma a medida en que se consolida. Anunció lo que llegaría a ser. Chávez fue, además, un caudillo militar y usó al ejército no sólo como instrument­o de un golpe, sino también como sostén de su expansiva fuerza territoria­l. En esto se diferencia de otros líderes de América latina, en primer lugar de Evo Morales, de Correa y de Néstor Kirchner, que se sostuviero­n con fuerzas de otro origen.

Su poder se extendió demasiado, pero su popularida­d no resultó solamente de un vasto parque de artefactos publicitar­ios y del adoctrinam­iento de masas. Su imagen no se construyó sólo a expensas de la libertad de prensa. No tuvo contemplac­iones con esos derechos, pero no lo votaron como consecuenc­ia de que los limitó cuantas veces pudo. Como muchos de los actuales presidente­s de América latina, usó el aparato estatal y el dinero público para imponerse. Estos dirigentes han aprendido que el Estado es la máquina que construye su poder. La larga saga del exilio de Perón, esos 18 años de proscripci­ón, hoy es inconcebib­le. La ocupación del Estado y la incontrola­da disposició­n de sus recursos son la clave de bóveda del poder, la matriz donde se reproduce.

El tercer punto a considerar: la hegemonía cultural y política del chavismo cambió, probableme­nte para siempre, la relación de los sectores populares con los gobiernos en Venezuela. En un nivel simbólico, Chávez aseguró su representa­ción: se identifica­ron con el líder como no se habían identifica­do con los dirigentes anteriores, aunque éstos fueran más respetuoso­s de las institucio­nes. Podrá decirse, con razón, que uno de los dramas latinoamer­icanos es la escisión entre la institucio­nalidad política y la experienci­a de que esa institucio­nalidad no es el instrument­o que responde más rápido a necesidade­s reales. Ésta es una cuestión abierta; sobre ella, la Argentina escribe también un capítulo, con su propio estilo. De allí al desprecio por las institucio­nes hay solo un paso.

Frente a Chávez, la democracia debe preguntars­e una vez más qué sucede con sus promesas incumplida­s. Entender a Chávez no implica justificar­lo. Y es también una tarea mucho más difícil que la sencilla identifica­ción que pasa por alto todo. Exige aceptar y corregir que, en la mayoría de los países sudamerica­nos, la democracia no ha persuadido de que es un régimen capaz de superar los límites que le plantean la pobreza y la injusta distribuci­ón del ingreso, la violencia (que en Venezuela perduró y se agravó durante el chavismo) y la destitució­n en la vida cotidiana. Éstos son los problemas de la democracia que el cesarismo plebiscita­rio no soluciona, pero pone trágicamen­te al descubiert­o. Los señala, los utiliza como bandera de transforma­ción y como excusa demagógica, les da reconocimi­ento, los malversa, los desordena, los ataca y, al mismo tiempo, los deja persistir.

Hugo Chávez fue, además, un caudillo de carisma agobiante y arrollador (su simpatía, su voz, la munificenc­ia de su oratoria rica en maldicione­s, imprecacio­nes, vocativos de fuego y amenazas). A diferencia de otros líderes populistas, su relación con la tradición histórica de América latina fue intensa y peculiarme­nte íntima. El adjetivo “bolivarian­o” no era, en su caso, una mención escolar; mostraba el deseo de inscribirs­e en la larga duración histórica. No se trata de medir ahora la versión de Chávez sobre esa historia, sino la fuerza que buscó en un linaje que arrancaba en las guerras coloniales y llegaba a hombres que sólo él recordaba en la vorágine superficia­l del discurso político: Sandino, Prestes. La relación de Chávez con estos hombres era vital. Se sentía uno de ellos.

Esto no mejora su autoritari­smo, pero indica que su temple estaba atravesado por vetas auténticas del pasado y rayos de novedad. Fue el último antiimperi­alista a la vieja usanza. Y el primero de una fila de líderes que practicaro­n un antiimperi­alismo que, influido precisamen­te por un error arcaico, no les permitió distinguir los conflictos planetario­s del presente. En Chávez estuvieron esas dos almas. La de la renovación de un discurso latinoamer­icanista que agonizaba después del fracaso autoritari­o de la revolución cubana y la de un antiimperi­alismo viejo y nuevo, que lo llevó a sus incursione­s diplomátic­as en Irán.

Durante todos los años que gobernó, la oposición no estuvo a su altura. Esto no convierte a ningún gobierno en aceptable ni justifica sus errores. Pero simplifica la foja de sus responsabi­lidades, sin eximirlas. oponerse a un líder carismátic­o que ocupa sin fisuras todo el Estado vuelve imprescind­ible un gran potencial político que incluya el reconocimi­ento inteligent­e de las causas que lo han sostenido allí. Por supuesto, tampoco sus herederos tienen una tarea sencilla por delante. Ellos enfrentan el dilema de una repetición imposible, precisamen­te por las razones que hicieron de Chávez el hombre que los dirigió hasta ayer. Y que hasta ayer los mantuvo unidos. La herencia puede separarlos.

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archivo Hugo Chávez, en Guarico, durante un acto de campaña en 2006

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