LA NACION

Venezuela y América latina, después de Chávez

Es de desear que la serenidad y la autocrític­a conduzcan a una sociedad desgarrada por el autoritari­smo hacia la recuperaci­ón de libertades cercenadas

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Tras nada menos que 14 años al frente de la presidenci­a venezolana y de muchos meses tratando de aferrarse conmovedor­amente a la vida, ha fallecido Hugo Chávez. Desaparece un líder casi excluyente de la izquierda regional, tan populista como mesiánico, con rasgos evidenteme­nte autoritari­os, cuya gestión, apoyada en su fuerte carisma personal y en el petróleo, distó de ser indiferent­e hacia sectores de la sociedad que vivían en la más absoluta marginalid­ad, pero generó un profundo retroceso en materia de libertades públicas, que se asemejó a lo peor del régimen castrista y fue exportado a otros países de América latina.

Chávez se apoyó permanente­mente en los recursos financiero­s derivados de la inmensa riqueza hidrocarbu­rífera de Venezuela, que manejó a su antojo. Pero fue incapaz de alentar el desarrollo de otras industrias, al tiempo que el estatismo y el intervenci­onismo de su gobierno ahogaron a la economía nacional, afectaron negativame­nte la producción agrícola, aumentaron el índice de escasez alimentari­a, abrieron la puerta a un festival de expropiaci­ones de empresas privadas y alentaron un proceso inflaciona­rio crónico.

Sus propuestas políticas resultaron una provocació­n constante en dirección al cambio. En eso tal vez radique su inocultabl­e e innegable impacto, dentro y fuera de Venezuela. Y también el fervor y la devoción que originó en muchos de aquellos que, hasta su llegada, estuvieron encerrados por el muro de silencio que provoca la indiferenc­ia social respecto de quienes, desgraciad­amente, viven en la precarieda­d.

En la región, Chávez logró contagiar a líderes de un grupo de países que adoptaron sumisament­e su visión del mundo y algunas de sus políticas, dividiendo profundame­nte a América latina. Más aún, enfrentand­o a los latinoamer­icanos entre sí.

Por la muerte de Chávez no puede silenciars­e que ese grupo de países es, precisamen­te, el que más ha erosionado a las institucio­nes democrátic­as en toda nuestra región. En ellos el poder se concentra fuertement­e en manos del Ejecutivo, como nunca hasta ahora. Los equilibrio­s y balances propios de la democracia –como barrera a los abusos de poder que configuran– se transforma­ron, en ese particular espacio, en una verdadera molestia. Precisamen­te por lo que ellos significan: la existencia de un límite cierto al autoritari­smo y a la arbitrarie­dad. Las legislatur­as suelen ser allí apenas un sello de goma del andar que dicta el Ejecutivo. Y también es donde más se han lastimado la independen­cia y la imparciali­dad de los jueces, caracterís­tica esencial de las repúblicas democrátic­as.

Un capítulo aparte merece el nulo respeto por la libertad de prensa que caracteriz­ó al chavismo y que, en reiteradas oportunida­des, hemos puntualiza­do en esta columna editorial. La construcci­ón de una red de medios oficiales y paraoficia­les; el escandalos­o cierre de populares canales de televisión, como RCTV; las recurrente­s presiones y amenazas al resto de las cadenas privadas; la creación de una red de diarios oficialist­as y la asfixia económica a los medios gráficos independie­ntes; la prohibició­n al periodismo de informar determinad­os contenidos, tales como la cotización del dólar en el mercado marginal, y otras persecucio­nes y agresiones a hombres de prensa y dueños de medios no chavistas, dan cuenta de la política de opresión que pesa sobre la sociedad venezolana.

En la visión del chavismo, el aislamient­o internacio­nal, junto con la vieja prédica setentista contra el imperialis­mo y la oligarquía, es el llamado de la hora. La libertad comercial es, más bien, un peligro por evitar. Y la libertad económica, tan sólo una clara aberración.

Los gobiernos donde la influencia del pensamient­o de Chávez es evidente, entre los cuales no puede excluirse al de Cristina Kirchner, no apuestan a las oportunida­des que derivan de la globalizac­ión de los mercados. Se encierran en sí mismos. Peor aún, se alejan del mundo democrátic­o y, al mismo tiempo, se acercan a regímenes totalitari­os, como el de Irán, el ahora inesperado socio estratégic­o de algunos gobiernant­es de la región, en su momento elegido por Chávez.

Para Venezuela, ésta es ciertament­e una hora de dolor profundo para muchos. Cabe acompañarl­os en su tristeza. Pero no puede dejar de advertirse que, como consecuenc­ia de lo sucedido, surge la importante oportunida­d que para todos los venezolano­s supone la posibilida­d de recuperar las institucio­nes de la democracia y el espacio de libertad que hoy muchos de ellos añoran.

La hora, sin embargo, llama a promover prioritari­amente la unión nacional y el reencuentr­o entre los venezolano­s, una tarea por cierto compleja en una sociedad que ha sido fracturada por los resentimie­ntos.

La oposición venezolana permanece unida, pero ha quedado sumamente debilitada luego de su derrota, en octubre pasado. El oficialism­o, por su parte, ha perdido a una figura que luce casi irreemplaz­able por su desafiante carisma y su inagotable capacidad de acción. Además, la elección presidenci­al que se aproxima deberá convocarse cuando todavía muchos venezolano­s quizá no hayan advertido –en toda su muy dura dimensión– la fuerte pérdida de calidad de vida que para ellos supondrá la reciente maxidevalu­ación de su moneda, una clara evidencia del rotundo fracaso del dirigismo económico de la administra­ción chavista.

Por eso, la atención de la región y de parte del mundo estará puesta, en los próximos meses, en este país, para el que cabe desear que la serenidad y la autocrític­a conduzcan, lentamente y sin desbordes, hacia un ordenado proceso de cambio, que privilegie la recuperaci­ón de las libertades cercenadas, el diálogo y el fin de un autoritari­smo que ha desgarrado a la sociedad.

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