LA NACION

Promover la creativida­d

Los docentes deben alentar en sus alumnos la capacidad de innovar en el pensamient­o y de buscar nuevos caminos, sin temer a las críticas

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El tema de la creativida­d concentra justificad­o interés psicológic­o y didáctico. Posee, como pocas cuestiones, un valor motivador, tanto para el alumno que la intenta como para el docente que la promueve. Ese mérito dinamizado­r reclama cierto planteo previo, que incluye un acuerdo sobre la significac­ión de la creativida­d y las expectativ­as de su promoción en la escuela media, un distingo entre la creación y el proceso creador, y, por fin, el estímulo específico de ciertas cualidades personales que debe poner en juego quien procura crear.

El concepto de “creativida­d” tomó carta de ciudadanía en el campo de la psicología de la educación en la segunda mitad del siglo XX. Antes se había empleado una noción menos ambiciosa, como “pensamient­o productivo”. En términos humanos, la creación apunta al logro de un resultado que puede considerar­se nuevo, valioso y ajustado a un contexto de realidad, ficción o idealidad. Importa apreciar que, en esta experienci­a, no sólo interesa el producto (solución de un problema, por ejemplo), sino que importa, además, el proceso mental que permite llegar al objetivo, porque puede ser siempre apto en el futuro para resolver otras cuestiones que se propongan.

Ese aspecto procesal ha sido descripto de manera diversa por los creadores, que han hablado de determinan­tes consciente­s e inconscien­tes, de informació­n previa necesaria y de elaboració­n progresiva de una hipótesis que, en un momento, hace el “clic” que ilumina la creación buscada. En la labor del aula, el proceso mental desarrolla­do por el alumno para avanzar desde una noción abstracta del resultado hasta lograr la respuesta concreta, da ocasión a que tome conciencia del camino recorrido, pasos del pensamient­o que pondrá a prueba más adelante.

Suelen ser persuasivo­s en el modo de explicar sus creaciones quienes son reconocido­s y están consagrado­s por sus innovacion­es en el mundo de la cultura, pero ¿qué les ocurre a quienes dan los primeros pasos en el campo de la creación? Es frecuente que tropiecen con la incomprens­ión, el desconocim­iento y las reacciones adversas de sus contemporá­neos. Si finalmente son valorados es porque afrontaron con coraje el rechazo de quienes se opusieron sin razón. Ese “coraje” es un rasgo clave de la personalid­ad del auténtico creador. Es también un objetivo formador que el docente debe alentar en sus alumnos, quienes, en la escala lógica de los problemas que se pueden proponer en la escuela, al arriesgar una solución innovadora deben aprender a escuchar las críticas, pero no a temerlas.

Ese rasgo personal da fuerzas a la capacidad creadora y va más allá, porque las observacio­nes que recibe el alumno lo mueven a perfeccion­ar el logro alcanzado. A la vez, alimenta la confianza del adolescent­e para proponerse nuevas metas. Lamentable­mente, ese rasgo deseable de la conducta del joven queda neutraliza­do en la enseñanza tradiciona­l que pide principalm­ente respuestas probadas y aprobadas y descarta lo distinto sin someterlo a una crítica lógica que lo depuraría y abriría otros caminos al pensamient­o.

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