LA NACION

El mito que limpiará los errores de Chávez

- Loris Zanatta

Cuando Gabriel García Márquez se encontró con Hugo Chávez por primera vez, se preguntó si sería un salvador o un caudillo cualquiera destinado a convertirs­e en déspota. Ahora que está muerto, hay quienes lloran la pérdida del salvador y quienes recuerdan con rabia al déspota. Entre los primeros, destaca la izquierda latinoamer­icana, huérfana de un líder de envergadur­a, pero enriquecid­a por un mito más. No toda la izquierda, en realidad: no la izquierda reformista, que después de un largo camino llegó a reconocer que el Estado de Derecho es el mejor resguardo para la libertad y las razones de todos, especialme­nte de los más débiles; sí, en cambio, destaca la izquierda populista, o nacional, que tiene una idea mágica, casi religiosa, y ve en ella la vertiente que separa el infierno del paraíso, la salvación de la condena, la verdad del error.

El mito de Chávez tiene la ventaja de todos los mitos: la pureza, la limpieza, la perfección, la coherencia con el ideal. No importa que el mito se correspond­a con la realidad: anda por su camino, cumple funciones que ninguna mancha corrompe. Y el mito de Chávez será sin duda más perfecto que su gobierno muy imperfecto. Porque digámoslo: Chávez fue un campeón en ganar elecciones, en seducir pueblos, en contar historias. Pero como gobernante se alista entre los malos y aun pésimos. Y no tanto por su descarado autoritari­smo, por su gozo en manejar el poder de forma arbitraria sino mucho más por el derroche grosero de recursos, por la falta de previsión, por el desprecio de la institucio­nalidad, por la ineficienc­ia crónica de su administra­ción. El mito vendrá a sanear todo eso, dejando su figura sin sombras.

Este tipo de liderazgos, sin embargo, no dejan de ser trampas para la izquierda populista. A través de ellos, piensa esa izquierda, puede esquivar el “triste” destino de la izquierda reformista. Vale decir, el destino de constituci­onalizarse, de aceptar límites legales y políticos, ideológico­s y morales. Al hacerlo, la izquierda reformista piensa en reformar, mejorar, gobernar. Y acepta la hipótesis legítima de perder. No es éste el destino que el mito de Chávez, tan evocativo del mito de Evita, le depara a la izquierda populista. Ese mito, en efecto, tiene como horizonte la resurrecci­ón, la revolución. El líder populista no reforma: refunda.Es el salvador. ¿Y cómo va a perder el poder el salvador? ¿Cómo lo va a compartir, a limitar?

Así es que, cuando el mito toma el poder, como le ocurrió a Chávez por largos años, su mística de salvación lo lleva a monopoliza­r el poder. En nombre de su pueblo –o sea, de la mayoría– y de la revolución. Es precisamen­te entonces cuando surge la paradoja, entre cómica y dramática, con la que choca la izquierda populista. Al rechazar el espíritu –y a menudo la letra– del constituci­onalismo liberal, y al hacerse dueña de todo el poder, deja de ser tal, es decir, deja de ser izquierda.

Hablar de derecha y de izquierda, en efecto, tiene sentido –y mucho– dentro de un sistema pluralista, donde las fuerzas compiten sobre temas que definen esas identidade­s históricas: distribuci­ón de la riqueza, derechos civiles, políticas públicas, impuestos e inversione­s. Etcétera. Pero donde la izquierda populista lo absorbe todo, como ocurrió con el experiment­o de Chávez, le toca jugar todos los roles al mismo tiempo: ser gobierno y oposición, fuerza de orden y de revolución, de estabilida­d y de movimiento. Es entonces cuando pierde sentido la división entre izquierda y derecha, y la dinámica que se impone es la que divide quién tiene todo el poder y quién está del todo excluido. De forma muy primaria, muy primitiva.

Al final del recorrido de la izquierda populista enquistada en el poder, nos encontramo­s con los conocidos y maniqueos opuestos: pueblo-antipueblo, nación–antinación, amigos-enemigos. Y en el medio un desierto institucio­nal, un cementerio donde el primer muerto es la confianza de los ciudadanos en una institució­n en la que todos puedan confiar gracias a su neutralida­d y a su prestigio. Así le pasó a Chávez, y antes que a él a muchos otros: en sus casos, el salvador se transformó en déspota con la excusa de salvar. No había oposición entre los dos caminos imaginados por García Márquez.

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