LA NACION

La Psicosis de Hitchcock

- Javier Porta Fouz

Una película biográfica sobre el año en que Alfred Hitchcock hizo Psicosis. Nada menos. Y no, lo más probable era que la película de Sacha Gervasi (guionista de La terminal y director de Anvil: The

Story of Anvil) no estuviera a la altura de semejante tema. Era hasta lógico, comprensib­le. Poner a Hitchcock en escena –sobre todo cuando él mismo se ponía en escena en trailers, cameos y aparicione­s televisiva­s– es una decisión temeraria. Pero ahí va Gervasi, y abarca demasiado: los subibajas emocionale­s entre Hitchcock y su esposa, Alma Reville; el infantilis­mo emocional del director y su relación patológica con la comida y la bebida; las dificultad­es de la producción de

Psicosis; la lucha contra la calificaci­ón de la MPAA; la relación con las actrices (del presente y del pasado); los celos profesiona­les y de los otros, y mucho, mucho más. Tanto abarca la película que despilfarr­a actores y actrices con mucho nombre en papeles mínimos (Toni Collette y Jessica Biel, por ejemplo) y, por supuesto, deja muchos temas planteados con cortedad, y así reduce sus formas expresivas al mínimo común denomi- nador. Por ejemplo, si Hitchcock está obsesionad­o con la historia real en la que se basa el libro Psicosis, de Robert Bloch, sueña y también tiene encuentros imaginario­s con el asesino y –ya que está en crisis con Alma– el asesino le señala aquello que se le está pasando por alto. Unas escenas básicas, del montón, sin elaboració­n alguna, y que segurament­e habrían causado gran disgusto en sir Alfred.

Y están las actuacione­s, con Helen Mirren como el punto más alto: su Alma Reville nos hace creer en su tortuosa relación con el gran cineasta. Es leal, es severa, es diligente, y Mirren no se obsesiona por copiar el modelo original, sino que se enfoca en dotar de vida a su personaje. Todo lo contrario hace Anthony Hopkins como Hitch: copia gestos, aumenta los tics caracterís­ticos y reconocibl­es. Así, logra una excelente imitación, que no es lo mismo que una buena actuación integrada al relato (y al resto de las actuacione­s más naturales, menos envaradas, de Collete, Biel, Scarlet Johansson, Michael Stuhlbarg y varios más). Hopkins hace hablar a su Hitchcock casi siempre –hasta para pedir pochoclo– con esa pausa muy escénica que el maestro usaba a veces. El problema con centrarse en los tics (y el maquillaje) es que se deshumaniz­a a la figura y se corre el riesgo de caer en la imitación al estilo Sapag.

Una de las virtudes de esta película se deriva del ya apuntado defecto de abarcar demasiado. Hitchcock tiene una especial velocidad narrativa, y no deja de ser atractivo vislumbrar el funcionami­ento del Hollywood clásico en sus últimos momentos de esplendor, en los comienzos del asedio televisivo. La televisión también es otro pequeño tema de la película de Gervasi, que abre y cierra el relato con la música de Alfred Hitch

cock presenta. Y también cita al mí- tico show con el “Goodevenin­g” del genio mirando a cámara, como si la película fuera una emisión del programa. Y la mayor virtud del film es evidente: se nos cuenta cómo Hitchcock, después de hacer Intriga inter

nacional, una de sus más grandes películas (por lo tanto, una de las más grandes de la historia), se embarca en la aventura incierta de hacer Psi

cosis, otra de sus mejores películas (por lo tanto, una de las mejores de la historia). Lo mejor de Hitchcock llega al final, cuando se centra en la terminació­n de Psicosis –con Reville en la sala de montaje, la demasiado breve aparición de Bernard Herrmann y el compromiso de ambos con Hitch– y su estreno. En esos momentos es difícil no emocionars­e y no ser benévolo con los defectos de un proyecto de realizació­n endeble, pero que cuando deja fluir la historia grande se ennoblece parcialmen­te. ß

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fox Anthony Hopkins en una actuación que deshumaniz­a al director

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