De certezas y dudas
Jascha Heifetz fue uno de los más grandes violinistas del siglo XX, un verdadero artista. Nació en Vilna, en 1901, y, prodigioso niño prodigio, tocó el Concierto para violín y orquesta de Mendelssohn con la Orquesta Filarmónica de Berlín cuando tenía 13. Tres años más tarde, causó una verdadera sensación cuando se presentó en el Carnegie Hall de Nueva York. Su carrera fue sencillamente fantástica. Afortunadamente, dejó cientos de registros que lo muestran como un artista consumado, dueño de una destreza técnica asombrosa y de una capacidad expresiva extraordinaria. Aun cuando los paradigmas interpretativos hayan cambiado y las búsquedas sonoras y estéticas de la actualidad sean otras –no mejores, sino distintas–, sus grabaciones son testimonios contundentes de las convicciones profundas que guiaban sus lecturas. Elogiado y respetadísimo, Heifetz era, además, una personalidad de gran carácter y de una seguridad monolítica. Aunque no siempre. En cierta ocasión, con un nuevo secretario que se sentía en el paraíso al estar trabajando junto al gran violinista, Heifetz mostró una chispa de auténtico gataflorismo, ese neologismo un tanto ramplón acuñado en el Río de la Plata que refiere a una tendencia a la indecisión permanente respecto de lo que se desea. Un tanto cansado de los elogios que le dispensaba el joven al concluir cada concierto, Heifetz le dijo que no era necesario que lo agasajara con tantos cumplidos. “Si he tocado bien, soy el primero en saberlo. Si no es así, me decepcionaré si usted me adula.” El secretario cumplió las órdenes a rajatabla. Al poco tiempo, luego de un recital que había sido magnífico, Heifetz, un tanto irritado, se acercó a su ayudante y le arrojó una ristra de preguntas: “¿Qué ocurre? ¿No me dice nada? ¿No le gustó?”.ß