LA NACION

Los trazos de una amistad inexplicab­le

- Joaquín Morales Solá

Néstor Kirchner descubrió en Hugo Chávez a un presidente con la billetera bien cargada. Su esposa mezcló ese mismo deslumbram­iento con las coincidenc­ias ideológica­s y el afecto personal. La relación de los dos con el presidente muerto fue estrecha, pero no fue igual. Los dos llevaron esa relación por canales propios y personales, al margen de la burocracia estable de la administra­ción. Los dos aceptaron que Chávez se convirtier­a en un protagonis­ta importante en la construcci­ón de la estructura kirchneris­ta.

Le gustara o no, Néstor Kirchner era un hombre de la corporació­n política que venía de la fría Patagonia. Chávez era un militar, por formación y por vocación, que cultivaba el pintoresqu­ismo del Caribe. Kirchner solía marcar las diferencia­s con su colega venezolano. Una vez que estuvo Chávez en Buenos Aires, Kirchner me dijo: “¿Vio la televisión? Yo parecía Jacques Chirac al lado de Chávez”. Enemigo del protocolo y de la corrección política, ese día, sin embargo, el entonces presidente argentino había sobreactua­do la compostura en los actos públicos que compartió con Chávez.

Cuando el país ya estaba, como lo sigue estando, fuera de los mercados financiero­s del mundo, Kirchner encontró en Chávez a un líder dispuesto a hacer negocios con la Argentina. Nada podía seducir más a Kirchner que esa propuesta, porque él resumía la construcci­ón política en el discurso y el dinero. Chávez se convirtió, así, en un prestamist­a de última instancia del país.

En 2006, Kirchner empezó a tener serios problemas con el abastecimi­ento de energía. Chávez se ofreció a venderle combustibl­es en el acto, aunque nunca le dio un precio de amigo. Le dio, sí, plazos y condicione­s de amigo.

Kirchner le ordenó entonces a Julio De Vido que montara un acto en el puerto, con palco y todo, para celebrar el arribo del primer barco venezolano con fueloil. Celebraban una derrota: la Argentina había perdido el autoabaste­cimiento energético. Pero Kirchner envolvió el acontecimi­ento en la eficiente y vana retórica de la hermandad latinoamer­icana. Esa decisión de Chávez es la que sigue provocando los agradecimi­entos públicos de Cristina.

Néstor Kirchner se revolvió un poco en el asiento cuando Chávez le contó que su revolución se llamaría “socialismo del siglo XXI”. “¿Socialismo en estos tiempos? ¿Qué significa eso ahora?”, contó luego Kirchner que le preguntó al venezolano. Cierto o no, la palabra socialismo había conmovido su vieja condición de conservado­r. También percibió que no podía seguir siendo amigo de un líder sospechado ya de antisemiti­smo o, al menos, de persecució­n a la comunidad judía venezolana.

Muchos integrante­s de esa comunidad habían elegido el camino del exilio a Miami y Chávez había allanado violentame­nte una sinagoga de Caracas. Kirchner puso entonces la residencia de Olivos como escenario de un encuentro entre el presidente venezolano y dirigentes del Comité Judío Mundial. La reunión no sirvió para nada, pero Kirchner quedó como un mediador preocupado ante la comunidad judía. La amistad con Chávez podía seguir.

A pesar de todo, Kirchner hizo con Chávez cosas de política exterior de una gravedad que su esposa no repitió todavía. La cumbre americana de Mar del Plata en 2005. Uno hizo la cumbre y el otro, la contracumb­re.

Poco después, Chávez vociferó desde la Argentina contra Bush, que estaba de visita en Uruguay. Kirchner ponía el lugar donde Chávez ubicaba su verbo encendido. Eran dos compinches haciendo travesuras de potrero. Pero Kirchner tiraba la piedra y escondía la mano.

Cristina Kirchner, en cambio, ponía la cara y las manos por su amigo muerto. Nunca le importó que fuera un militar hecho y derecho. Ya en la campaña electoral de 2007, durante un almuerzo en un viaje a Alemania, algunos empresario­s de ese país em- pezaron a deslizar críticas a Chávez. La Presidenta no permitió que avanzaran: “Chávez es mi amigo”, los cortó. Hubo hasta una desavenenc­ia matrimonia­l cuando estalló en los Estados Unidos el escándalo de la valija de Antonini Wilson cargada de dólares, que aterrizó en el aeroparque de la capital argentina.

Néstor Kirchner trataba de desviar la atención asegurando que se trataba de dinero que la corrupción venezolana enviaba a depositar en bancos de Uruguay. Cristina, ya presidenta, lo enfrentó con su hipótesis, después hecha pública, de que había sido una maniobra perfecta de los servicios de inteligenc­ia norteameri­canos.

El voluminoso Antonini Wilson había viajado en un avión fletado por el gobierno argentino, que llevaba como pasajeros sólo a funcionari­os argentinos y venezolano­s. Aunque la conspiraci­ón era inverosími­l, Cristina terminó por imponer su tesis sobre la de su marido.

De la mano de Chávez, Cristina se enamoró de la Unasur, la organizaci­ón en la que su esposo no creía. “Es un invento de Duhalde y los brasileños”, solía repetir Néstor Kirchner al principio de todo. Fue Kirchner el que frenó la venta de bonos a Venezuela, cuando Chávez le cobró en 2008 una tasa usuraria. El enojo quedó en Buenos Aires. Nadie le dijo nada a Chávez. No había nadie para hacerlo.

Los cancillere­s argentinos con Venezuela fueron Néstor o Cristina Kirchner. De Vido hacía las veces de fiel ejecutor de las decisiones que se tomaban en esas alturas, siempre cubiertas por un manto espeso de secreto y de oscuridad.

Desde los tiempos de Néstor Kirchner, aunque con más énfasis bajo la presidenci­a de Cristina, Chávez se convirtió en una figura clave en la organizaci­ón de la estructura kirchneris­ta. Luis D’Elía recibió ayuda para levantar sus organizaci­ones sociales que luego colocó al servicio del kirchneris­mo. También Madres de Plaza de Mayo que conduce Hebe de Bonafini fue subsidiada por Chávez, sobre todo para la creación de la Universida­d de las Madres. Varias organizaci­ones de piqueteros amigos del kirchneris­mo también fueron ayudadas por el chavismo venezolano.

Chávez contribuyó al mismo tiempo al adoctrinam­iento de los jóvenes cristinist­as. Les mostró cómo debían penetrar en los sectores sociales más pobres y con qué discurso debían hacerlo.

Muchos jóvenes camporista­s han viajado a Venezuela y han vivido allá durante un tiempo. “Sicarios del imperio”, dicen jóvenes de La Cámpora cuando tratan de ofender a un adversario. Ésa no es una expresión de la política argentina y ni siquiera del gobierno argentino. Es una expresión del chavismo venezolano.

Tal vez Chávez le enseñó al kirchneris­mo cómo fracturar la sociedad, echar jueces y perseguir al periodismo. También es cierto que ésas son las recetas irremediab­les de cualquier populismo.

Néstor Kirchner disimulaba su amistad con Chávez. Cristina era una amiga frontal del presidente muerto. Ésa es la diferencia. El pragmatism­o del ex presidente argentino lo llevó a presentir que podía contagiars­e del aislamient­o de Chávez.

Al revés de su historia, a Cristina no le importan ahora esas cosas. Ella se dejaba aconsejar por Chávez. ¿El acuerdo con Irán, por ejemplo? Es probable. Cristina cree, como creía Chávez, que el mundo no quiere a su país. En esos trazos íntimos de las personas está segurament­e la explicació­n de una amistad inexplicab­le.ß

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