La religión del siglo XXI
Hace algunos años, un amigo se enteró de que yo estaba por viajar a Venezuela y me pidió que le trajera una figura de Hugo Chávez. Él había estado alguna vez en casa y había visto unas figuras en madera que tengo sobre la mesa de la sala: altos, delgados, tallados por artesanos en ramas de samán o palo de rosa, ahí están Simón Bolívar, Francisco de Miranda y José Gregorio Hernández. Le dije que no creía que tallaran a Chávez. “¿Por qué?”, me preguntó, e inmediatamente percibí en su tono la tensión que nacía entre nosotros cada vez que hablábamos de política. Para no decirle que Chávez no estaba a la altura de Bolívar ni de Miranda, le dije que los artesanos sólo hacían figuras de próceres. “¿José Gregorio fue un prócer?” retrucó. Le dije que no: José Gregorio fue un médico solidario con la gente más humilde y a quien, con el tiempo, muchos venezolanos veneran como a un santo. “Además, todos ellos están muertos,” agregué. “Tallan figuras de los muertos, no de los vivos.” Mi amigo permaneció callado. Ante la muerte, se había quedado sin argumento.
Pocos días después, cuando llegué a Caracas, una de las primeras cosas que hice fue ir a una casa de artesanías. Necesitaba asegurarme de que lo que le había dicho a mi amigo fuera cierto. Tal como me lo imaginaba, ahí estaban Bolívar, Sucre, Andrés Bello, la Virgen de Coromoto, José Gregorio..., pero Chávez brillaba por su ausencia. “¿No tienen figuras de Chávez?”, le pregunté a una vendedora, para confirmar mi teo- ría. Y ahí vino la sorpresa: “¡Ay, la de Chávez se nos agotó la semana pasada!”
Lo mismo me dijeron en otras cuatro tiendas. “Los artesanos demoran porque las hacen a mano”, me explicaron en una. “Cuando nos llegan las de Chávez, se acaban rapidito”, dijeron en otra. “A los turistas les encanta”, me informaron en otra más. Seguí preguntando en cuanto negocio veía y, al fin, el día antes de volver, entré a un local donde les quedaba un Chávez. Era más bajo que Bolívar, pero más alto que Sucre y que Miranda. La compré para mi amigo, sin saber si hacía bien en incentivarle el culto a un líder que, a mis ojos, se escudaba tras un discurso nacionalista mientras modificaba la Constitución a su antojo y organizaba a la sociedad como si fuera un cuartel.
Nunca pude darle el Chávez a mi amigo. Cuando llegué a Buenos Aires nos encontramos en un café, pero antes de que yo sacara el paquetito de la cartera, tuvimos una discusión por la 125 o por las candidaturas testimoniales o por la ley de medios o por los números del Indec. El me tildó de antidemocrática, yo le dije que para mí la democracia se basaba en la división de los tres poderes; él me acusó de golpista, yo le dije que quien había dado un golpe era su admirado Chávez; él alzó la voz y aseguró que yo era promilitar, yo le dije que militares fueron Perón, Fidel Castro y Chávez; él me dijo que yo parecía familiar de Videla, de los genocidas... y ahí me di cuenta de que no tenía sentido responderle porque nuestra amistad se había ido al demonio. Nos despedimos casi sin mirarnos –furioso él; muy herida yo– y no nos vimos nunca más. El pobre Chávez quedó envuelto en papel regalo y, desde entonces, ha estado guardado en casa en el fondo de algún cajón.
Hoy, Hugo Chávez –el verdadero, no el monigote que compré– ya no es Chávez, sino sólo un cuerpo. Un cuerpo sin vida, hinchado, en cuyo interior ya habrán empezado a actuar los microorganismos que se encargan de devorar y transformar lo que queda de nosotros tras la muerte. Mientras escribo esto, a Chávez lo están velando en una capilla ardiente en la Academia Militar. No lo velan en el Congreso. Ni en la Casa Amarilla. Ni en la sede principal del Partido
El socialismo del siglo XXI es una religión que despierta fanatismo y
ceguera
Un muerto que, por supuesto, irá al panteón, como los héroes y los
dioses
Entre la multitud, hay algunos carteles: “Chávez es amor”; “Chávez es
nuestro padre”
Socialista Unido de Venezuela. No. Lo velan en la Academia Militar, con honores militares, con disciplina militar. Mientras tanto, el vicepresidente Nicolás Maduro arenga a la gente a marchar a las plazas “a defender la patria de los enemigos de la patria”.
En el ataúd, Chávez está con traje de camuflaje y la misma boina que llevaba puesta cuando dio el golpe de Estado en 1992. Un golpe de Estado a un gobierno elegido democráticamente. Me pregunto cómo se sentirá Cristina rodeada de militares uniformados si entre nosotros no hace más que denostarlos. (¿Los militares venezolanos son buenos y los argentinos, malos?) También me pregunto cómo es que el populismo monocrático de nuestros países logra permear el pensamiento de los pueblos de modo tal que los lleva a considerar héroes –¡y demócratas!– a tiranos que pergeñan artimañas para perpetuarse en el poder cincuenta y cuatro años, como los Castro, o veinte, como hubiera estado Chávez si el cáncer no se lo hubiera llevado antes.
Mientras veo ondear banderas de Cuba y de Venezuela unidas entre la multitud que espera ver el cuerpo de Chávez, mientras veo a los militares abrir paso y dar órdenes a la gente, mientras veo boinas verdes por todas partes, me pregunto de dónde esta vocación autoritaria de nuestros pueblos, de dónde esta admiración por personalidades avasallantes, de dónde esta tendencia a un fundamentalismo aguerrido e intolerante. ¿Será que somos aún demasiado jóvenes para una democracia que se encarne no sólo en los votos, sino también en las instituciones?
Miro una multitud avanzar lentamente hacia la Academia Militar, veo miles de personas vestidas de verde y rojo. “Libertador del siglo XXI” dice la locutora del canal oficial. Y un rato después: “Cristo de los pobres”. La cámara muestra primeros planos de hombres y mujeres que lloran. “Chávez no es Chávez”, dice otro locutor. Y continúa: “Es el pajarito, la rama, la flor, la llama que incendió nuestros corazones”. Entre la multitud, hay algunos carteles: “¡Bolívar vive! ¡Chávez vive!”; “Chávez es amor”; “Chávez es nuestro padre”. Leo eso, escucho las proclamas, y al fin empiezo a entender por qué Chávez tuvo su talla hecha en madera antes de morir: el Socialismo del Siglo XXI es una religión. Una religión que despierta el mismo fervor que las grandes religiones. El mismo fanatismo. La misma ceguera. Como todos los fundamentalismos, tiene sus eslóganes, su iconografía, su decálogo incuestionable, sus enemigos invisibles... y ahora también tiene su primer mártir, su primer muerto. Un muerto que, por supuesto, irá al panteón, como los héroes y los dioses. Un muerto que ya forma parte del altar sincrético de los venezolanos, junto con María Lionza y José Gregorio.
La locutora dice: “Chávez es el corazón de la patria que se transustancia en cada uno de nosotros porque todos somos Chávez”. No puedo creer lo que escucho. Yo no soy Chávez, me digo. Yo no. Y apago la televisión.