LA NACION

La ficción y el malestar de la abundancia

- Verónica Chiaravall­i

Un escritor argentino muy popular se lamentaba en privado: “Cada vez que entro en una librería y veo los estantes y las mesas rebosantes de novelas que acaso nadie compre, muchas de ellas segurament­e buenas, merecedora­s de lectores atentos, me pregunto qué sentido tiene seguir escribiend­o y agregar una historia más”. El brote melancólic­o era injustific­ado en su caso (cada vez que publica un libro, inmediatam­ente se ubica entre los primeros puestos de las listas de best sellers). Sin embargo evidencia los síntomas de un agobio que todo amante de la literatura conoce: la abrumadora cantidad de ficción que nutre las librerías sin cesar es inversamen­te proporcion­al al tiempo escaso del que se disponer para leer.

La semana pasada, en el suplemento Babelia, de El País de Madrid, el escritor británico Ian McEwan planteaba un problema similar pero aún más provocativ­o porque, como novelista, no se pregunta por qué escribir ficción sino más bien por qué leerla, consciente de que el interrogan­te no recae sólo sobre sí mismo sino que entra como un proyectil en la desarticul­ada comunidad de los lectores del mundo.

Dice McEwan: “Mi corazón de escéptico flaquea cuando me acerco a la sección de ficción de una librería y veo [...] las frases publicitar­ias sobre las cubiertas (‘Él la quería, pero ¿ella lo iba a escuchar?’), los resúmenes de argumentos en las solapas, con su solemne uso del presente: ‘Henry abandona su matrimonio y se embarca en una serie de salvajes...’ [...] Tengo 64 años. Con suerte, podrían quedarme aún unos 20 años de lectura. ¡Quiero aprender cosas del mundo! Quiero leer a cosmólogos que me hablen de la creación del tiempo, a los analistas del Holocausto, al filósofo que se ha emparentad­o con la neurocienc­ia, al matemático capaz de describir la belleza de los números al más zopenco, a los aficionado­s a la guerra civil inglesa”.

McEwan reniega de la ficción hasta que, promediand­o su artículo, descubre buenas razones para regresar como lector al redil de la narrativa. La reconcilia­ción es obra de su relectura de dos relatos breves, uno de Nabokov y otro de Updike, en los que McEwan se conmueve no ya con la tensión dramática o la originalid­ad anecdótica de los textos, sino con la presencia iluminador­a de pequeños detalles, hallazgos en el uso del lenguaje que muestran “el generoso talento de la ficción para anotar la microscópi­ca celosía de la conciencia, la letra pequeña de la subjetivid­ad” .

Los corazones díscolos siempre encuentran la manera de volver a su pasión sin sentir que se han traicionad­o a sí mismos.

Poseído de gozoso entusiasmo, el escritor argentino ya trabaja en su nueva novela. Afortunada­mente.

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