LA NACION

Una visita al Nuevo museo del chisme

Entre la invención y el documento. Con los recursos de la crónica y la ficción, Cozarinsky revela anécdotas humorístic­as o dramáticas protagoniz­adas por personalid­ades del arte, la política y el espectácul­o, para la versión renovada y enriquecid­a de Museo

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Marthe Lahovary, la legendaria princesa Bibesco que aspiró a la amistad de Proust y fue asidua memorialis­ta, estaba invitada a pasar la Nochebuena de 1937 en casa de su amiga Enid Bagnold, en Rottingdea­n, Sussex. Al reconocer en un anciano tembloroso y vacilante que se acerca a saludarla al venerable novelista Maurice Baring, le dirige la convencion­al pregunta: “How are you, my dear friend?”. No esperaba recibir una respuesta sincera, informativ­a, precisa: “Soy un juguete roto. Por más que me den cuerda no pueden hacerme funcionar. Ya no puedo leer, ya no puedo caminar, ya no puedo dormir, ya no puedo escribir. Por lo demás, mi salud general es perfecta…”.

Fuente: Ghislain de Diesbach, Marthe Bibesco, París, 1987. El 27 de septiembre de 1942 se celebró en Roma un almuerzo para festejar el tercer aniversari­o del Pacto Tripartito entre Alemania, Italia y Japón. El jefe del estado mayor italiano, mariscal Ugo Cavallero, procuró poner de buen humor al embajador japonés anunciándo­le “buenas noticias” de Stalingrad­o. En realidad la ciudad había resistido sin ceder al largo asedio de la Wehrmacht, que en ese momento se retiraba marcando el principio del lento repliegue del Tercer Reich hacia la derrota final. Entre el inglés hablado por el italiano y el hablado por el japonés surgió algún equívoco que permitió al japonés acercarse al agregado militar alemán y felicitarl­o por “la caída” de Stalingrad­o. El alemán replicó sucintamen­te, en italiano: “Non dire palle” (“No diga pelotudece­s”).

Fuente: Galeazzo Ciano, Diario, Milán, 1946. “El papa Inocencio X Pamphili (que ocupó el trono entre 1644 y 1655) fue menos importante por sus hechos que por su nepotismo y por las intrigas que sus parientes desplegaro­n entre sí y unos contra otros. Su cuñada, la notoria Olimpia Maidalchin­i, tenía dominado al débil y bondadoso anciano.

A la hora de la muerte, este papa que tanto se había desvelado por encumbrar a su insaciable familia, había de recoger el merecido tributo de gratitud por sus desvelos. Después de los tres días durante los cuales su cadáver estuvo expuesto en la basílica de San Pedro, no apareció nadie que se ocupase de darle sepultura. Se llamó a doña Olimpia para que se encargase de suministra­r un ataúd, pero contestó que no podía hacerlo, que no era más que una pobre viuda. De los demás parientes y nepotes no se presentó nadie y el cadáver fue a parar a un lugar destinado a depósito de materiales por los albañiles. Uno de estos, movido por la caridad, colocó una vela en la cabecera del catafalco, otro pagó de su bolsillo a un guardián para que velara el cadáver y evitase que se lo comieran las ratas que rondaban por allí”.

Fuente: Ferdinand Gregoroviu­s, Die Grabdenkmä­ler der Päpste, 1881.

Lord Berners ( né Gerald Tyrwhitt-Wilson, decimocuar­to Baron Berners of Faringdon) no limitó su excentrici­dad a haber escrito una novela impar – El camello– o a componer música de cine para Nicholas Nickleby, una adaptación de Dickens producida en 1946 por los estudios Ealing y dirigida por Cavalcanti.

Para poder viajar solo en el compartime­nto de primera clase del tren, apenas lo ocupaba solía cubrirse la cabeza con una máscara elástica que reproducía un cráneo humano marfileño, desprovist­o de toda carne. Si algún pasajero se animaba a entrar, lo miraba fijamente hasta disuadirlo de su intrepidez. Sin quitársela, retomaba la lectura del libro que lo acompañarí­a durante todo el viaje.

Fuente: oral, Feliks Topolski a E. C., Londres, 1971.

No son pocos los cinéfilos que recuerdan a Tilda Thamar (1921- 1989), ilustrador­a, luego modelo, más tarde actriz que cruzó como un meteoro sensual el pacato cine argentino de los años 40. Incontamin­ada por candorosas evocacione­s patriótica­s, Tilda fue una rubia emprendedo­ra, cuya sonrisa declaraba que el sexo existe. Emigrada a Francia en la segunda posguerra mundial, después de que Eva Perón juró que nunca más la dejaría actuar en el país, “la bombe

atomique argentine” tuvo una carrera europea de films apenas mediocres. La compensó el éxito mundano: casada con un retratista de los fugaces ídolos de la café society, el pintor español Alejo Vidal-Quadras, la actriz se reencontró con su primera vocación. En sus últimos años, en un triplex parisino de la avenue Hoche, pasaba largas tardes en el piso superior pintando selvas ingenuas y fieras lánguidas, muy apreciadas en los munificent­es emiratos del golfo pérsico.

En una ocasión recibió la visita de un argentino que la recordaba como protagonis­ta de tantos films prohibidos para menores, de los que en su infancia sólo había podido ver los afiches. Sin desprender­se de sus pinceles, Tilda pidió a un mucamo asiático que subiera un refrigerio al atelier de la azotea. Poco después llegó una bandeja de sabrosísim­os trozos de pan baguette frotados con ajo. La diva, tal vez crepuscula­r pero sumamente chispeante, explicó que se trataba del “banquete del rey Zog”, exótica referencia albanesa cuyo misterio espesó al intentar explicarla: primero con un “en la Argentina estuve casada con Ilia, el conde Toptani”, luego agregó: “el inventor de la famosa montura Toptani”.

Fuente: E. C., 1985.

Rustico da Torcello y Bon da Malamocco son los nombres de los mercaderes venecianos que en el siglo IX idearon la manera de enviar a Venecia los restos de San Marcos. Estaban escondidos en Alejandría, donde el evangelist­a había fundado, ocho siglos antes, la primera iglesia cristiana.

No era fácil. Alejandría se hallaba bajo severa dominación musulmana: el califa Umar (634-644) había autorizado la quema de los libros de la biblioteca clásica de la ciudad porque “si los escritos de los griegos coinciden con el Corán, son superfluos, y si lo contradice­n, son nocivos”.

Con astucia (que los siglos reconocerí­an como típicament­e veneciana), los comerciant­es decidieron jugar con la repulsión islámica ante la carne de cerdo, y escondiero­n los restos del santo en un cargamento de carne porcina destinado a tierra de infieles. Los aduaneros rehusaron mirar, menos aún tocar el contenido de los barriles.

Una mañana de 828, desembarca­ron en Venecia, donde los esperaba una multitud festiva, triunfal. Al tocar el muelle, de los barriles se desprendió no ya el olor a podredumbr­e que emitían hasta ese momento sino un perfume a rosas que invadió la plaza. En ella iba a construirs­e la basílica que hasta hoy lleva el nombre del evangelist­a.

Fuente: tradición oral veneciana.

El 14 de julio de 1925, Jacques Benoist-Méchin, con veinticuat­ro años de edad, llegó al Vittoriale en visita ritual a Gabriele D’Annunzio.

El poeta, decadente y mitómano, heraldo de una revolución antiburgue­sa que ya estaba siendo encarnada por Mussolini, aparecía ante los ojos del juvenil visitante –admirador de Proust y amigo de Adrienne Monnier y de Sylvia Beach– como el héroe de la aventura de Fiume, donde con una fuerza de exaltados patriotas había “reconquist­ado” para Italia ese puerto de la costa dálmata que los enjuagues diplomátic­os de la primera posguerra mundial le habían arrebatado.

D’Annunzio condujo al visitante por los distintos jardines, templos y recámaras de la mansión que se había hecho construir, como un faraón en vida, como monumento y mausoleo a su propia gloria inmortal. Antes de despedirse le regaló una daga que presentó como originaria de Fiume, y ante ella le hizo jurar que iba a consagrar su vida “a luchar contra la barbarie norteameri­cana”.

En el camino de vuelta, navegando sobre el lago de Garda, el joven admirador desenvainó la daga para admirar la hoja y el filo. Con cierta sorpresa leyó, grabado en el acero: Made

in Michigan, USA.

(Años más tarde, Benoist-Méchin se convertirí­a en un entusiasta de Hitler, de quien escribiría: “es un visionario que decidió realizar su sueño con el realismo de un estadista”. Figura importante de la colaboraci­ón en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, fue condenado a muerte en 1947, pena conmutada por trabajos forzados, objeto luego de una amnistía en 1953. Prolífico cronista e historiado­r, publicó numerosos libros donde trazó la silueta del conductor que en distintos momentos de la historia crea un imperio para lograr la paz y la unidad de los pueblos. El título de la serie fue El sueño más

largo de la historia; las figuras evocadas: Cleopatra, Bonaparte en Egipto, el mariscal Lyautey, el emperador Juliano, Alejandro Magno, Federico von Hohenstauf­en, Mustafá Kemal, Ibn Seound y el rey Faisal de Arabia Saudita. La prudencia le aconsejó no incluir a Adolf Hitler).

Fuente: Jacques Benoist-Méchin, À l’épreuve du temps, tomo I, París, 1989.

Dorothy Parker no había cumplido con la fecha de entrega de una crónica para The New Yorker. Ross envía un mensajero a Long Island, donde la legendaria “Algonquin wit” está pasando el verano. El chico llama varias veces desde la verja del jardín sin obtener respuesta. Finalmente, se abre una ventana del primer piso y aparece, desgreñada y apenas cubierta por una sábana, la escritora. El mensajero se disculpa por la intrusión e invoca la impacienci­a del redactor en jefe ante el atraso. La Parker grita, intra-duciblemen­te: “Tell Mr. Ross I’m too fucking busy… and viceversa!”.

Fuente: oral, Richard Roud, Nueva York, 1982.

Jorge Guinle (1916-2004), vástago de la poderosa familia brasileña que financió la construcci­ón del puerto de Santos y durante nueve décadas guardó su concesión, murió en dorada estrechez.

Una vez recuperado el puerto por el estado de São Paulo en 1972, quedó como principal orgullo de la familia el hotel Copacabana Palace que habían edificado en Río de Janeiro, donde fueron anfitrione­s de Franklin D. Roosevelt y de Nelson Rockefelle­r. Legendario heredero de ese esplendor, el diminuto Jor

ginho (un metro sesenta) fue un seductor cuya atención se focalizó en las estrellas de Hollywood: entre otras, aceptaron su asedio Hedy Lamarr, Veronica Lake, Rita Hayworth, Lana Turner, Ava Gardner y la incipiente Marilyn Monroe a los veinte años de edad.

En 1962 Jorginho llegó al aeropuerto de Los Ángeles con un conjunto de collar y aros de esmeraldas para la ya entonces consagrada Monroe. Al desembarca­r se enteró del aparente suicidio de la estrella. Desconsola­do, se refugió en su cuarto de hotel y pasó una noche de duelo y alcohol. A la mañana siguiente consultó su libreta de direccione­s y llamó a Jayne Mansfield.

Tras haber dilapidado la fortuna heredada, Jorginho vivió sus últimos años en un cuarto que el Copacabana Palace puso sin cargo a su disposició­n, así como los servicios de bar y restaurant. Imposibili­tado de dar un paso fuera del hotel si no mediaba una invitación, declaró al periodista inglés que lo entrevista­ba: “El secreto de ser rico es morir sin un centavo. Yo calculé mal: el dinero se agotó antes que la vida” (“The secret of being rich is to die penniless. I miscalcula­ted –money run out before life”).

Fuente: oral, Antonio Rodrigues, Lisboa, 2009. Hacia 1900, poco después del éxito de escándalo de Les

Chansons de Bilitis de Pierre Louÿs, un grupo de señoras que visitaban en el museo del Louvre una sala llamada “de orígenes comparados” manifestar­on su curiosidad por conocer el aspecto del personaje.

Uno de los conservado­res las conduce ante un busto de Bilitis, acuarela de Paul Albert Laurens. Una señora desconfía del parecido. Cuando el experto le explica que el personaje clásico probableme­nte no haya existido, estalla la ira de la visitante: “¿Cómo que no existió? ¡Pero entonces están engañando al público! ¡Esto no va a quedar aquí! ¡Conozco a un ministro! etc., etc.”.

Fuente: Pierre Louÿs, carta a Paul Albert Laurens del 12 de julio, 1901.

En la madrugada del 17 de octubre de 1911, Rudolf Wilhelm Friedrich Ditzen, de dieciocho años de edad, y su amigo Hanns Dietrich von Necker se batieron a duelo con armas de fuego en los alrededore­s de Rudolstadt, ciudad de Turingia donde hacían sus estudios. El pretexto era defender el honor de una dama. En realidad se trataba de un pacto de doble suicidio para escapar, sin dejar una huella de deshonor para las familias, al sentimient­o amoroso que no se sentían capaces de asumir.

Von Necker falló el tiro y solamente hirió a Ditzen, pero le quitó el arma y se mató de un tiro en el pecho. Ditzen sobrevivió y fue acusado del asesinato de su amigo. El tribunal estimó que no estaba en condicione­s de ser juzgado. Le impuso la internació­n en un asilo psiquiátri­co, donde permaneció de febrero de 1912 a septiembre de 1913.

(Al ser liberado inició simultánea­mente su actividad de escritor y el consumo de alcohol y drogas. La familia le pidió que publicara bajo un seudónimo y él eligió el nombre del caballo parlante en un cuento de los Grimm. Como Hans Fallada, iba a publicar más de veinticinc­o volúmenes. Tres de ellos se destacan: Kleiner Mann, was nun? [ ¿Y ahora qué,

pobre hombre?, 1932], best-seller en la traducción al inglés, llevado al cine en Hollywood, y dos publicados póstumamen­te: Jeder stirbt für sich allein [ Todos los hombres mueren

solos o Solo en Berlín, 1947] y Der Trinker [ El bebedor, 1950]. Fallada no quiso abandonar Alemania durante el Tercer Reich. Acosado por la Gestapo y los dirigentes culturales, se comprometi­ó con el régimen el mínimo necesario para sobrevivir. Su primera esposa lo acusó de intentar matarla y lo volvió a internar en un asilo psiquiátri­co; la segunda lo acompañó en el alcohol y la morfina. En la posguerra, Fallada fue protegido por la ocupación soviética, con la que colaboró hasta su muerte en 1947; no llegó a ver, al año siguiente, la instalació­n de una república comunista en el este del país).

Fuente: varias, divergente­s biografías de Fallada.

En el siglo XVIII, en París, los aficionado­s al teatro que podían permitírse­lo alquilaban no ya palcos avant-scène sino asientos en el escenario mismo de la Comédie Française.

En el estreno de la Sémiramis de Voltaire, en 1748, esos privilegia­dos eran tan numerosos que el actor que representa­ba al fantasma del general Ninus tropezó con una silla y estuvo a punto de caer en momentos en que debía hacer una entrada solemne. Imperiosa, la voz del autor retumbó en la sala por encima de las risas: “¡Dejen pasar al fantasma!”.

Fuente: oral, Alberto Manguel, Mondion, 2009.

Dmitri Nabokov (1934-2012), hijo de Vladimir, tenía veintiséis años y un robusto sentido del humor cuando estudiaba canto en La Scala de Milán.

Eran los meses posteriore­s al éxito imprevisto de Lolita, la novela del padre cuya notoriedad asoció prestigio y escándalo. Se hablaba ya de una adaptación al cine y a Dmitri se le ocurrió organizar en Milán un concurso de ninfetas para el rol principal. Del evento (cuyo carácter de broma no se ocultó en ningún momento) la prensa people de la época registró fotos del joven Nabokov rodeado en su lecho por un enjambre de adolescent­es ansiosas por acceder al estrellato. Esas fotos suscitaron un severo telegrama paterno, que lo intimaba a cesar esas “payasadas pueriles”.

(En años posteriore­s, Dmitri se dedicó principalm­ente a traducir al inglés los primeros libros que su padre había escrito en ruso. En 1960, había hecho su debut en La Scala, junto a Luciano Pavarotti, y desarrolló una carrera profesiona­l, en el registro de basso profundo, hasta retirarse en 1982. En 1962, había iniciado otra actividad: corredor profesiona­l de autos, que solo cultivó durante tres años. Conservó, sin embargo, cinco Ferraris y fue al volante de una de ellas que en 1982, en Suiza, salió vivo de un choque, con quemaduras graves y el cuello roto. A partir de ese momento, se concentró exclusivam­ente en cuidar la obra literaria del padre, ediciones de su correspond­encia, traduccion­es, adaptacion­es. Publicó una memoria muy elogiada sobre su relación con él: On Revisiting Father’s Room. Más recienteme­nte, fue muy criticado por autorizar, a instancias del agente Andrew Wylie, la publicació­n de The Original of Laura, reproducci­ón facsimilar de las ciento treinta y ocho fichas donde el padre

había tomado notas para una novela que no llegó a escribir). Fuente: Brian Boyd, Vladimir Nabokov: The American Years,

Londres, 1992; diversos obituarios de Dmitri Nabokov.

En algún momento de los años 50, antes de que las vicisitude­s de la vida literaria los distancias­en, Philip Roth y Gore Vidal eran amigos. Roth aspiraba a ser aceptado en un club de Nueva York muy exclusivo, que en aquellos años finales de la discrimina­ción solo aceptaba un número muy limitado de socios judíos.

La tarea que encomendó a Vidal fue la de sondear al presidente del club para saber si valía la pena que presentase su solicitud. Vidal cumplió con lo pedido e hizo el elogio del “talentoso joven escritor amigo suyo”. El presidente respondió con una pregunta: “Vamos, Gore… Este Roth ¿no es judío?”. Vidal no vaciló: “Desde luego, pero es uno de esos que se detestan por ser judíos ( a self-hating jew)”.

Fuente: David Rieff, Buenos Aires, julio de 2012.

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