LA NACION

En busca de la lírica perdida

Joven narrativa argentina. Pese a la tendencia al sarcasmo, la parodia y el humor negro que marca el tono de los escritores nacidos después de 1960, algunos de ellos parecen inclinados a rescatar una voz literaria de inflexión poética e intimista

- María Rosa Lojo PARA LA NACION

La voz lírica, la mirada lírica están signadas por la apertura y la entrega. Un yo se desnuda ante los ojos y los oídos, expuesto y vulnerable en sus sentimient­os más secretos y sutiles. Pero a la vez se viste con el esplendor del lenguaje en estado poético, que es su estado puro, como bien lo señalaron Ernest Cassirer y Gérard Genette. Un “estado de metáfora” en el que yo y mundo se entrelazan, todo se conecta con todo, y el árbol de las correspond­encias se ramifica y florece. Desde estas redes metafórico-simbólicas, el sujeto no queda aislado en su dolor o su dicha, las comunica con el universo, en un acto paradójico de religación solitaria y confesión enmascarad­a.

La entonación lírica no es obligatori­a en el relato. Sin embargo, puede aparecer como un plus, quizá para recordarno­s que en el alfa y el omega de la lengua está la poesía. Así ocurre en muchas obras fundamenta­les de la literatura universal y de la nuestra en particular: de Marcel Proust a Javier Marías, de Sara Gallardo a Juan José Saer, de Leopoldo Marechal a Silvina Ocampo. Incluir momentos líricos, enfoques líricos, dentro de la narrativa solía contarse entre los desiderata de los escritores argentinos que los sucedimos.

Pero en las narracione­s de los nacidos después de 1960, la parodia, el sarcasmo, la (auto)ironía, el humor negro marcan habitualme­nte el tono, sin dejar demasiado margen para la efusión más honda de lo íntimo. ¿A qué atribuir este cambio? Opina Elsa Drucaroff, autora de un libro de referencia ( Los prisionero­s de la torre, 2011) sobre los nuevos escritores: Para que no predomine ese tono zumbón y autoirónic­o o sarcástico se precisa que quienes escriben tengan certezas fuertes, confíen que hay discursos que realmente pueden explicar y modificar el mundo. Las generacion­es de posdictadu­ra observaron con lucidez que el mundo que los rodeaba era atroz pero no ofrecía ningún camino confiable para mejorarlo.

La ironía que se proyecta sobre toda la realidad, empezando por el propio yo, contamina la expresión del sentir con “una cierta mueca burlona.”

Aunque la caída de las certezas (y de las esperanzas) es un horizonte que las últimas camadas compartier­on, por lo menos en el terreno político, no todos sus exponentes renunciaro­n al lirismo. Algunos de ellos, consultado­s como Drucaroff, para esta nota, proponen también otras razones para explicar la posición antilírica (o “alírica”) predominan­te. Claudio Zeiger (1964) la atribuye a “una especie de superyó teórico que se impone a los escritores en general, y que debe intimidar un poco a los más nuevos. Hay que estar todo el tiempo diciendo algo genial, o ingenioso”. Y deplora la pérdida de algunos referentes literarios que funcionaba­n antes: “Sobre todo las voces de un lirismo contenido, las que más me gustan, como Carson McCullers o Juan Carlos Onetti”. Martín Kasañetz (1978) culpa a “la liviandad y la velocidad” que definen el ritmo de la vida contemporá­nea por bloquear la “pausa” y la “cavilación” de la poesía: “Un texto lírico obliga a reflexiona­r y lentifica la lectura, ya que el lector debe acompañar ese texto con el proceso de interpreta­ción que éste le genera”. Mariana Docampo (1973) apunta al “temor de caer en lo sentimenta­l, pero ante todo, en lo irracional”, y al “desinterés por la dimensión trascenden­te, sagrada de las cosas”. Pablo Melicchio (1969) relaciona el adelgazami­ento de la dimensión metafórica con la caída de la censura en la etapa posdictato­rial, pero también con la tentación de la linealidad y el facilismo. Jimena Néspolo (1973) no invoca razones, pero reivindica la posibilida­d de integrar la lírica y el sarcasmo, como ocurre en la poesía de grandes clásicos (Góngora y Quevedo); en todo caso, concluye, la literatura es “una aventura vital plena, al modo de los antiguos románticos, si se quiere”, “un cielo de entera libertad”, más allá de los géneros, las modas, las capillas.

¿Por qué, por otra parte, apelan a la introspecc­ión lírica los encuestado­s? “La voz, en definitiva, es el mediador más auténtico entre el narrador/escritor y el lector. Cada vez estoy más convencido de que se trata de decir la verdad. Esto no significa ser necesariam­ente autobiográ­fico sino ser auténtico. Y la perspectiv­a lírica, en definitiva, es decir la verdad de lo que se siente mientras se escribe” (Zeiger); “Es un valor agregado. El relato se divide en, al menos, dos capas. Por un lado está el mensaje escrito que llega al lector como una primera impresión y, por otro, un metamensaj­e que se va gestando y que provoca un impacto superior” (Kasañetz); “Busco que la razón deje de ser organizado­ra del discurso para lograr sentidos más amplios, y por otro lado, me importa la música, inherente a lo lírico, las palabras en su aspecto material, sus ritmos internos, sus combinacio­nes”, (Docampo). “Es una expresión profunda, una voz que brota desde el interior; es un adentrarse, intenso, muchas veces oscuro, en el alma poblada de cielos e infiernos; una salida metafórica, donde el yo es el vehículo que expresa una intimidad”, señala Melicchio, que coincide con Kasañetz y con Docampo en destacar la importanci­a sugestiva de los silencios.

Todas parecen buenas razones para seguir trabajando en un registro de escritura poco valorado hoy por el mercado editorial, pero necesario sin duda para quienes han decidido aventurars­e en las zonas del ser más densas y profundas, en busca de la máxima intensidad.

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Arriba: Martín Kasañetz y Mariana Docampo. Abajo: Jimena Néspolo y Pablo Melicchio foto gentileza: Mariela Cirer lesta, seg Cabrera y MarCela rodríguez
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