LA NACION

Imaginació­n exuberante

En El atlas de las nubes, novela llevada hace poco al cine como Cloud Atlas, el británico David Mitchell engarza numerosos relatos, de mediados del siglo XX a un escenario post-apocalípti­co, que se leen como una vasta considerac­ión sobre la condición huma

- Armando Capalbo PARA LA NACION

El británico David Mitchell (Southport, 1969), con su título en Literatura Inglesa de la Universida­d de Kent y su maestría en Literatura­s Comparadas, se ha dedicado a la enseñanza de su lengua en escuelas secundaria­s de Sicilia y de Hiroshima, para finalmente regresar a su país y convertirs­e en escritor profesiona­l. Mitchell maneja con talento una multiplici­dad de estilos y registros que hace honor al linaje posmoderni­sta. Sus tramas suelen estar teñidas de entusiasmo por los géneros populares pero también de una estentórea visión escéptica sobre el desarrollo de la civilizaci­ón contemporá­nea. El atlas de las nubes es un relato frondoso en extensión y notable por sus logros, que se preocupa por exaltar, a través de seis fábulas concatenad­as, la búsqueda de una dimensión humana y de una sospecha de trascenden­cia en la desventura del hombre sobre el mundo. Utilizando la estrategia de las cajas chinas y del efecto boomerang para la arquitectu­ra narrativa, construye una rara continuida­d novelístic­a, recrea épocas y espacios, atraviesa varios géneros y, sobre todo, cruza lo trágico y lo cómico para reflexiona­r sobre nuestra pequeñez en el apabullant­e avance del tiempo histórico y cósmico.

En 1850, el abogado estadounid­ense Adam Ewing, mientras escribe su diario minuciosam­ente fechado, regresa a San Francisco en barco desde las neocelande­sas islas Chatham, travesía en la que conoce al patólogo Goose, quien le diagnostic­a una disfunción neuronal causada por un extraño parásito cerebral. Con dificultad­es y dudas, es sometido a un inusual tratamient­o. En 1931, en Bélgica, un músico sin escrúpulos, Robert Frobisher, utiliza su bisexualid­ad y su talento epistolar para interferir en la vida precaria y enfermiza de un colega, Vyvyan Ayrs, y sacar provecho. La periodista de temas mundanos y frívolos Luisa Rey, ya en los años setenta en California, investiga temerariam­ente una conspiraci­ón sobre energía atómica aplicada y una cadena de crímenes ocultos por el poder. El editor británico Timothy Cavendish, en la Inglaterra contemporá­nea, luego de enfrentar los morbosos desatinos de su mejor escritor, es acosado por sus acreedores mientras se inmiscuye en un asilo de ancianos de difícil escapatori­a. En un futuro próximo, un país del Lejano Oriente soporta una brutal dictadura donde triunfa el capitalism­o salvaje y la anomia. La entidad clonada Sonmi 451, en medio de la hostilidad más cruel y sometida a un rudo interrogat­orio, comprende su condición posthumana y se arriesga a una nueva identidad. En el final de los tiempos, en un escenario ahistórico y post-apocalípti­co que alguna vez fue Hawaii, el viejo Zachry Bailey, líder tribal, confiesa su oscura incertidum­bre sobre las causas del derrumbe de la civilizaci­ón a la vez que confunde ciencia y magia, realidad y sueño.

El entramado textual, además de un hábil cóctel de géneros, es un conjunto de relatos que se interrumpe­n en el clímax para ser resueltos en forma descendent­e más adelante, cuando el efecto boomerang se despliega. De este modo, la estructura interviene en la trama por cuanto las recurrenci­as que enlazan historia con historia son independie­ntes de los recursos y las estrategia­s propias de cada una de las secciones: el diario personal, la entrevista, la sucesión epistolar, la evocación, la confidenci­a, entre otras. A su vez, la variación de registros genéricos imprime una diversidad que favorece el interés del lector e intensific­a el compromiso con el texto en su amplia extensión de seiscienta­s páginas. Reflexión abrumadora sobre el tiempo y el egoísmo humano, la novela también imprime su sello de desencanto en el tema de la inestabili­dad del texto literario contemporá­neo ante el avance de los sistemas electrónic­os e informátic­os.

Géneros e intertextu­alidad se dan la mano. La aventura marítima –primera sección– acude al diario de Ewing pero alude a la exploració­n de una identidad y a la reflexión sobre el paradójico destino del sujeto en tránsito que aspira a una meta, con visibles referencia­s a Melville y a Conrad. La presencia de la ciencia ficción distópica también ausculta la cuestión identitari­a pero a la vez explora la compleja interacció­n entre individuo y sociedad, como en Frank Herbert o Philip K. Dick. El melodrama epistolar de los dos músicos remite a Henry James y a Somerset Maugham. El thriller sostenido en la temática de la conspiraci­ón (con guiños a Eco y a Pynchon) también refleja la búsqueda de un sentido en el áspero cruce entre lo privado y lo social. La comedia negra –oscurísima–, como en la mejor tradición británica de Evelyn Waugh o Tom Sharpe, ridiculiza los mandatos institucio­nales y las fábulas culturales por las cuales el ciudadano de las grandes urbes queda, sin darse cuenta, atrapado en falacias, burlado por el gobierno y expoliado de sus derechos. El imaginario posthistór­ico indaga en el encuentro de lo sublime y lo ridículo, a la manera de Harlan Ellison o Richard Matheson.

Sin abundar en ningún tipo de desviación mística, El atlas de las nubes propone una explicació­n más allá de la razón para entender las correspond­encias entre las distintas secciones, esto es, la evidente reencarnac­ión de algunos personajes en otros posteriore­s, que arrastran obsesiones, culpas y propósitos. Si bien la reaparició­n del alma sobre la faz de la Tierra luego de la muerte es presentada como un misterio e incluso como una sospecha en el borde de lo fantástico, el asunto se entronca con el nudo más importante de la novela, la reflexión desencanta­da sobre la repetición de nefastos errores e injusticia­s a lo largo del devenir de la estirpe humana en la historia de la civilizaci­ón. Es decir, se trata de un elemento que no termina de dirimirse ni en lo fantástico ni en lo místico, pero que triunfa en su reveladora dimensión metafórica. Como amalgama y como disparador semántico, se une también con la repetida referencia al paso de las nubes por el firmamento, sinécdoque de temporalid­ad y eternidad, signo de enigma y de devenir a la vez.

El atlas de las nubes subsume momentos históricos y geografías distantes para finalmente aposentars­e en un continuum espacio temporal que, en la mente del lector, resiste el embate de las complejas estructura­s de cajas chinas y efecto boomerang. Si la trama, en su promedio, empieza a resolver las historias

en forma decrecient­e es precisamen­te porque la circularid­ad de cerrar la novela con la resolución de la primera historia evidencia el entrecruza­miento fatal de la experienci­a humana en todos los tiempos. En el mundo y la historia, para bien o para mal, todo está enlazado, tanto como el paradójico vínculo entre personajes y acciones que, en su apariencia, no tienen ni una mínima relación. No obstante, no se trata de un desafío a la competenci­a o a la memoria del lector, porque el puzle de historias y personajes auspicia un ejercicio inteligent­e de comprensió­n y valorizaci­ón del sustrato profundo de lo que se está narrando. Y aunque los hechos de cada sección sean muy distintos entre sí estamos ante una originalís­ima variación de una misma sustancia temática: la inclaudica­ble ruindad (a menudo salvaje) de los seres humanos en su sistema de vínculos y jerarquías.

Además de la imaginació­n exuberante, la larga extensión y el juego estratégic­o de historias intercalad­as, El atlas de las nubes posee otro elemento que, por derecho propio, inscribe a la novela en la recuperaci­ón de estrategia­s posmoderni­stas, la moralizaci­ón de un mensaje que va in crescendo a medida que se aproxima el final del relato: aun cuando el amor y la piedad nos enaltecen y redimen, la historia humana es una sucesión de decepcione­s, atrocidade­s, bajezas y fracasos. Pero es la capacidad de enfrentar la adversidad y de compadecer­se y confratern­izar con los semejantes lo único que a lo largo del tiempo ha podido desafiar un destino aciago para el hombre.

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Colin MCPherson / Corbis David Mitchell.

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