Los años del desprecio
A partir de cinco personajes en los años noventa, Elexceso, de Edgardo Scott, explora transformaciones privadas y públicas
Mediante el punto de vista de cinco personajes –el ministro, el custodio, el chico, la mujer, el híbrido–, El exceso, primera novela (pero tercer libro) de Edgardo Scott (Lanús, 1978), asume la tarea, reintentada una y otra vez, de narrar lo real. Ambientada en los suburbios de Buenos Aires durante el gobierno neoliberal de Carlos Menem y los años de la Alianza, la trama abarca de 1989 a 2001. Al ministro le corresponden segmentos temporales de unos meses; a su custodio, un solo día (su día franco, que coincide con la llegada de los restos de Rosas al país). Al chico, hijo del ministro Valle, algunos años de adolescencia. Elena, la mujer de la limpieza de la casa de los Valle, protagoniza los primeros dos años del nuevo siglo, cuando su única hija parte a un exilio disfrazado de oportunidad laboral. Al “híbrido” Leguizamón, el novio bisexual de la hija de Valle, un día de agosto de 2001 en el que viaja de la villa al Palacio de Tribunales.
El registro de los hechos, similar al de una cámara subjetiva en el cine, agota las posibilidades de percepción y asociación de los personajes: en el caso de Valle, las cortinas en el despacho ministerial durante un cónclave político, el trayecto de Capital hacia la zona sur en auto oficial, los pormenores de una pelea de Tyson transmitida por televisión. Hermida, el custodio, capta en su monólogo interior la pompa de Estado del acto encabezado por el presidente ante los restos de Rosas, mientras repasa la compra de una nueva pieza para su colección de armas y anticipa el viaje a Navarro, donde tiene una casita, par- te de pago por unos de los “trabajos” para el funcionario. Valle hijo (“Lean”) está más concentrado en el diseño mental de videojuegos basados en la geografía social imperante (villas miseria, barrios vigilados, centros comerciales ocupados por terroristas, skin
heads, paramilitares) que en lo que pasa en su familia, en la escuela o entre amigos, a los que desprecia: “Cada anécdota debía tener a uno de ellos como blanco. Ninguno se salvaba de aquel turno y ninguno debía salvarse. Como si fuera un rito necesario, una distribución prolija del odio y el desprecio, de la intolerancia subterránea, contenida, de todos por todos”. Sólo la presencia de Elena en la casa lo hace salir de su encierro voluntario para pedirle más comida (Valle hijo devora como un Pacman) o espiarla mientras se ducha. De fondo, la voladura de la embajada de Israel o el avance de la exclusión social en el paisaje compartido recuerdan el marco referencial, político, de la novela.
Hay en El exceso un procedimiento que insiste. Injertos textuales, escritos (¿por quién? Ya no es aquella voz-cámara que sigue a los personajes en el curso cotidiano ni una primera persona hiperlúcida) que abordan signos, objetos, “restos diurnos” de la pesadilla menemista, interrumpen el relato en medio de una frase. El cartel del Bingo de la zona sur que retrata a una familia de ludópatas como si fueran hienas, dos tapas de la revista Noti
cias (la grotesca foto de María Julia Alsogaray cubierta con pieles y la del matrimonio Yabrán en Pinamar que le costó la vida a José Luis Cabezas); el descargo de Maradona cuando lo expulsan del Mundial de Fútbol 1994 y postales de una unidad básica barrial o la Plaza de Mayo vallada sobrevienen como alucinaciones por la eficacia de la descripción e interactúan sordamente con la narración huésped. De manera similar a lo que Elena intuye sobre el pasado: “De aquello quedaban ahora puras hilachas, piedras o huesos muy gastados, recortes entremezclados y lisos con todo un caudal de cosas irrecuperables e indiferentes, y hasta a veces, irreconocibles”. Estos pasajes, además de inquietantes, reencauzan el sentido hacia la violencia, manifiesta (como la paliza de unos skins a un chico contemplada por Leandro, sin emoción, una madrugada) o subyacente, que anida en cualquier proyecto literario vinculado al realismo, incluida la crítica del realismo.