LA NACION

Duro de domar

- Elba Pérez

El caballo protagoniz­a medio centenar de pinturas y esculturas exhibidas en Zurbarán, realizadas en los últimos 150 años y pertenecie­ntes al patrimonio de la galería

“El galope plástico sucedió a las leguas y entreveros que el caballo jugó en la literatura argentina”

Años atrás, la propaganda de una bebida espirituos­a, muy de nuestro terruño, preguntaba sobre el marbete elegido: “¿Por qué le habrán puesto caballos?”. Pregunta retórica para cualquier argentino, aun aquel que jamás haya pretendido agotar la inmensidad de la pampa, sufrido la desgracia máxima de estar “en Chile y de a pie”, o de haber perdido cabeza y bolsillo para penuria y gloria de Carlos Gardel. Aún hoy, en era motoquera y de cuatro ruedas, el dicho “en la cancha se ven los pingos” le plancha el jopo al pretencios­o de turno.

Éstas y muchas otras, inagotable­s, razones sustentan la muestra que al caballo dedica Zurbarán. Son 50 obras, pinturas y esculturas realizadas en el transcurso de 150 años, espigadas entre las 200 del patrimonio de la galería. Cabe conjeturar que Margarita O’Farrell de Gutiérrez Zaldívar, conocida amante de equinos y amazona, haya sido la musa inspirador­a.

El galope plástico sucedió a las leguas y entreveros que el caballo jugó en la literatura argentina. Impensable omisión en la obra fundaciona­l de José Hernández, Lucio Mansilla, Estanislao Zeballos, Ricardo Güiraldes, Luis Franco, Leopoldo Marechal.

Debe considerar­se en el corte curatorial de esta muestra el alcance geográfico, etario y estilístic­o de gran variedad. Priman las obras pictóricas, tan dúctiles al registro testimonia­l, pintoresco y hasta paródico-humorístic­o, sin desmedro del tema. Mas recordemos que el tema es en plástica acicate pero no conclusión. Así lo ejemplific­aba el gran Alfredo Hlito cuando en un óleo de Van Dongen ( Jinetes en el Bois de Boulogne, MNBA) reconocía la estirpe de sus Efigies. El estímulo desató la tierna, irónica parodia de Luis Molina Campos, cuya reproducci­ón en los almanaques de Alpargatas conocieron difusión tan amplia como el Martín Fierro o los tangos de Juan Maglio Pacho en los almacenes de ramos de generales.

Esta raigambre entrañable y popular se expande sin contradicc­ión a registros, creadores, público y coleccioni­stas tan varios como el disparador inicial. El sector escultóric­o de la muestra incluye un bronce del avezado Trubetzkoy, una obra temprana de Ernesto Charton de Treville (1882-1935), la singular técnica de Claudio Barragán –continuado­r de una noble estirpe– y la maestría de Vivianne Duchini, diestra en la escultura

“Priman las obras pictóricas, tan dúctiles al registro testimonia­l, pintoresco y hasta paródico-humorístic­o”

a la cera perdida. No es mero azar que Duchini, cuya primera vocación fue el deporte hípico, haya fundido ambas pasiones.

Caballos de raza árabe y líneas estilizada­s, percherone­s de labranza, pingos montados a pelo o con monturas de talabarter­o, moros, ruanos, alazanes, orejeros, de todo esto hay, y aún más, en esta muestra. Fernando Fader pintaba siempre alazanes y albinos, no por cábala, sino por equilibrio­s y contrastes de paleta y empastes. Se puede observar en Tierra mansa, óleo de 1919 adquirido a la familia Romero, que supieron ser dueños de la elegante Tienda San Miguel.

El marinista Stephen Robert Koek-koek hizo excepción a su norma y dejó –tal vez por única vez– las imágenes náuticas por los caballos, quizás oteados desde el edificio Kavanagh, su elegante pie a tierra capitalino. Caballos de tierra adentro son los de Cordiviola; federales, los de Cesáreo Bernardo de Quirós, Romero Carranza o del citado Molina Campos, colaborado­r de Walt Disney, en cuyas películas filtró la confiable bravura de nuestros pingos.

Cabe al rioplatens­e Pedro Figari, criminalis­ta y diplomátic­o, dar la gracia fluyente de su construido mundo colonial. Junto al baile de morenos y libertos, de tamboras y pericones a la luz de la luna, de niñas de esquivo, traza la caligrafía líquida de sus caballos que alimentó un meduloso estudio de Samuel Oliver.

Pero no todo es galope tendido. Entre los autores que integran la muestra hay laberintos y sabrosas correspond­encias. La escultora Duchini toma de mentor a Charton (1882-1935). Y Bonheur evoca –sólo por el apellido– a Rose Bonheur, dedicada con osadía al tema siendo mujer y en el siglo XIX. Cristina Santander suma los caballos a su amplio repertorio, y qué decir de la inagotable milagrería de Guillermo Roux... El espectador aportará sus propias experienci­as, recuerdos y deseos en torno al inexhausto motivo.

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Bayo, escultura de Claudio Barragán

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