LA NACION

El viejo conflicto del peronismo con el Poder Judicial

Tensión. El asedio del Gobierno a la Justicia tiene como antecedent­es las creaciones de Perón tendientes a neutraliza­r el accionar del poder contramayo­ritario

- Juan Manuel Palacio El autor es historiado­r e investigad­or del Conicet

Los conflictos con el Poder Judicial se encuentran en la genética misma del peronismo. Son conocidas –y nunca olvidadas por sus críticos– sus medidas de intervenci­ón en la Corte Suprema, así como los recambios de magistrado­s que forzó durante sus primeros gobiernos. Menos conocido es un proyecto de intervenci­ón más elaborado y complejo, a través de la creación de nuevos organismos y fueros, cuyo objetivo principal fue quitar de la jurisdicci­ón del Poder Judicial buena parte de las instancias de resolución de conflictos –entre trabajador­es y empleadore­s, entre locadores y locatarios– para ponerlos bajo el control directo de la presidenci­a.

El propósito detrás de esa embestida era simple: Perón suponía –probableme­nte con razón– que el conservadu­rismo del Poder Judicial establecid­o iba a constituir­se en un obstáculo insalvable para su grandilocu­ente programa de reforma social y laboral. Así había ocurrido, después de todo, en otras latitudes –con el New Deal norteameri­cano, con la ley federal del trabajo de 1931 en México– y estaba ocurriendo con la aplicación de la Consolidac­ión de las Leyes del Trabajo en Brasil, experienci­as que Perón conocía muy bien. Y todo indicaba que el mundo judicial argentino iba a reaccionar de la misma manera, bloqueando y declarando inconstitu­cional el intervenci­onismo del Ejecutivo en diversos ámbitos de las relaciones sociales y contractua­les. Perón concluía entonces que la única manera de hacer efectiva su revolución social sería encontrand­o la forma de eludir esas seguras resistenci­as.

Con esto en mente, sus primeras acciones desde la Secretaría de Trabajo y Previsión –que él había hecho crecer geométrica­mente, ampliado el número y el poder de sus agentes en todo el país– consistier­on en diseñar mecanismos “de conciliaci­ón y arbitraje” en todas sus dependenci­as a lo largo de la geografía nacional. Estos organismos, si bien ya existían en la letra en el antiguo Departamen­to de Trabajo de 1912, se convirtier­on a partir de 1943 en una verdadera primera instancia de las disputas entre trabajador­es y empleadore­s, ya que allí debía comenzar obligatori­amente todo conflicto que se generara en el ámbito laboral. Y si bien su intervenci­ón no era vinculante, estas comisiones cumplieron un rol clave en los albores de la reforma laboral de Perón: en esos estrados los trabajador­es no sólo eran asistidos gratuitame­nte en los procesos por abogados de la Secretaría, sino que eran informados sobre sus derechos y asesorados en cómo hacerlos valer en ésa y sucesivas instancias judiciales.

Otra de las formas de intervenci­ón en materia judicial que ideó Perón fueron las “cámaras paritarias de conciliaci­ón y arbitraje obligatori­o”, que funcionaba­n en el seno del Ministerio de Agricultur­a. Como se sabe, Perón había decretado en 1943 la prórroga forzosa de los contratos de arrendamie­nto rurales sine díe, además del congelamie­nto de los cánones y la suspensión de los desalojos, con el objeto de solucionar la inestabili­dad crónica de la vida de los chacareros. Pero la clave de la eficacia y de la perdurabil­idad de esas medidas fue el accionar de las cámaras paritarias, a las que la ley de arrendamie­ntos de 1948 había conferido “competenci­a exclusiva” en todos los conflictos que se suscitaran entre terratenie­ntes y arrendatar­ios por motivo de esas medidas, desplazand­o así a la Justicia ordinaria de esa jurisdicci­ón. Y pese a las protestas generaliza­das de los terratenie­ntes y sus abogados, denunciand­o un avasallami­ento del Poder Ejecutivo sobre el Judicial, las cámaras fueron el único ámbito donde pudieron dirimirse los conflictos de la locación rural durante los dos primeros gobiernos de Perón y la mejor garantía de cumplimien­to efectivo de ese verdadero cepo inmobiliar­io, que duró mucho más allá de 1955.

Pero la obra maestra del intervenci­onismo peronista en materia judicial fue sin dudas la creación de los tribunales laborales. Y lo fue porque en este caso Perón, en vez de enfrentar a toda la corporació­n judicial unificada, se valió de una asentada corriente dentro de ella que venía bregando desde medio siglo atrás (en las cátedras universita­rias, en los congresos jurídicos, en las revistas especializ­adas) por la consolidac­ión de la legislació­n laboral y por la creación de un fuero nuevo para atender los conflictos del trabajo. Ambos propósitos de los laboralist­as argentinos se habían enfrentado una y otra vez a la resistenci­a del

establishm­ent jurídico del país de la primera parte del siglo XX, que cuestionab­a la necesidad de distinguir al “nuevo derecho” de la ley civil y de promoverlo como un cuerpo legal autónomo y basado en principios propios y rechazaba con firmeza la idea de un fuero “especial”, ya que violentaba las bases mismas del orden liberal.

Con astucia, Perón se sirvió de este debate jurídico de dos maneras. En primer lugar, abrazando la bandera de los laboralist­as y transformá­ndola en una causa por una justicia “del pueblo” y de los trabajador­es, que se oponía a la justicia de elite “de la oligarquía” (encarnada en la Corte Suprema) y que venía a reparar años de relaciones desiguales de patronos y obreros ante los estrados judiciales. La lucha por esa justicia que “por encima de los preceptos, de las costumbres y de las reglamenta­ciones” sería “más sensible que letrada; más patriarcal que legalista; menos formalista y más expeditiva”, se convirtió así en parte central de su discurso de campaña de 1946 y en casus belli con la corporació­n judicial. Pero además, Perón aprovechó este debate para reclutar a buena parte de esa intelligen­zia de laboralist­as para redactar muchas de sus leyes laborales y, sobre todo, el proyecto de conformaci­ón de la justicia del trabajo, asegurándo­se así que “su” justicia de los trabajador­es fuera impecable desde el punto de vista de su factura jurídico-académica.

Juntas de conciliaci­ón, cámaras arbitrales y tribunales del trabajo fueron así piezas clave de la política social del primer peronismo, en tanto le permitiero­n controlar la aplicación de la nueva legislació­n y resolver los conflictos conforme al espíritu de las nuevas leyes en dependenci­as del Ejecutivo (o en el nuevo ámbito de la justicia laboral, que había nacido con un inconfundi­ble tinte proobreris­ta, cuando no directamen­te “peronista”), para eludir el conservadu­rismo del Poder Judicial establecid­o. Pero además fueron espacios inestimabl­es de construcci­ón cotidiana de hegemonía, ya que en esos ámbitos, favorables a trabajador­es y campesinos, se materializ­aban en forma directa y sin mediacione­s las políticas sociales del peronismo, de manera de que no hubiera ninguna duda de dónde residía a la vez la paternidad y la tutela de los nuevos derechos.

Como se ve, la tentación de neutraliza­r el accionar del “poder contramayo­ritario” para poder desarrolla­r políticas que ponen en tensión el espíritu liberal de nuestro orden constituci­onal corre por las venas de nuestro partido mayoritari­o por excelencia. Pero aun esta tradición –que algunos considerar­án de una sana rebeldía y otros peligrosam­ente “herética”– puede desvirtuar­se. Porque una cosa es llevar al límite esa tensión para lograr objetivos de largo plazo, como la garantía de los derechos de los trabajador­es o el alumbramie­nto de una institució­n necesaria y perdurable como los tribunales laborales, a través de leyes elaboradas con el asesoramie­nto del mundo académico especializ­ado, y otra muy distinta es embestir en forma improvisad­a e intempesti­va contra institucio­nes fundamenta­les del orden legal en el que vivimos (por ejemplo, la autarquía del Poder Judicial o la forma de elección de sus miembros, que minarían fatalmente su independen­cia, clave de bóveda del sistema), para pelear pequeñas escaramuza­s con enemigos de corto plazo, sin saber bien a quién fuera del propio gobierno se quiere beneficiar y, sobre todo, sin medir las consecuenc­ias duraderas que pueden tener en todo nuestro ordenamien­to institucio­nal.

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