Una mirada filosófica a la renuncia de Ratzinger
Anticipo. En El misterio del mal, el pensador italiano Giorgio Agamben examina la histórica decisión de Benedicto XVI de abdicar al trono de la Iglesia. Es un gesto de coraje ejemplar, sostiene, que permite extraer valiosas consecuencias para el análisis
Intentaremos comprender la decisión del Papa Benedicto XVI, situándola en el contexto teológico y eclesiológico que le es propio. Y, sin embargo, observaremos esa decisión en su ejemplaridad, o sea, por las consecuencias que de ella pueden extraerse para un análisis de la situación política de las democracias en las que vivimos.
Estamos convencidos de que, cumpliendo la “gran renuncia”, Benedicto XVI ha dado prueba no de vileza –como, según una tradición exegética nada segura, habría escrito Dante acerca de Celestino V–, sino de un coraje que hoy adquiere un sentido y un valor ejemplares. Las razones esgrimidas por el Pontífice para fundamentar su decisión, sin duda en parte verdaderas, de ninguna manera pueden explicar un gesto que en la historia de la Iglesia tiene un significado muy especial. Y este gesto adquiere todo su peso si se recuerda que el 4 de julio de 2009 Benedicto XVI había depositado sobre la tumba de Celestino V en Sulmona el palio que recibiera en el momento de su investidura, como prueba de que la decisión había sido meditada. Celestino V había fundamentado su abdicación casi con las mismas palabras que Benedicto XVI, hablando de “debilidad del cuerpo” ( debilitas corporis; Benedicto XVI argumentó una disminución del “vigor del cuerpo”, vigor corporis), y de “enfermedad de la persona” ( infirmitas personae); pero ya las fuentes antiguas nos informan que la verdadera causa debía buscarse en su desdén por los “fraudes y simonías de la corte”.
¿Por qué esta decisión hoy nos resulta ejemplar? Porque atrae con fuerza la atención a la distinción entre dos principios esenciales de nuestra tradición ético-política, de la cual nuestras sociedades parecen haber perdido toda conciencia: la legitimidad y la legalidad. Si la crisis que está atravesando
nuestra sociedad es tan profunda y grave, es porque ésta no sólo cuestiona la legalidad de las instituciones, sino también su legitimidad; no sólo, como demasiado a menudo se repite, las reglas y las modalidades del ejercicio del poder, sino el principio mismo que lo funda y legitima.
Los poderes y las instituciones hoy no se encuentran deslegitimados porque han caído en la ilegalidad; más bien es cierto lo contrario: la ilegalidad está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad. Por eso es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción –sin duda necesaria– del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende legislar sobre todo, antes bien conlleva, por medio de un exceso de legalidad formal, la pérdida de toda legitimidad sustancial. El intento de la Modernidad de hacer coincidir legalidad y legitimidad, buscando asegurar por el derecho positivo la legitimidad de un poder, es –como resulta del indetenible proceso de decadencia en el que han entrado nuestras instituciones democráticas– absolutamente insuficiente.
Las instituciones de una sociedad se mantienen vivas sólo si estos dos principios (que en nuestra tradición también han recibido el nombre de derecho natural y derecho positivo, de poder espiritual y poder temporal o, en Roma, de auctoritas y
potestas) siguen estando presentes y actúan en ellas sin pretender coincidir jamás.
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Siempre que se evoca la distinción entre legitimidad y legalidad, es menester precisar que por ello no se entiende, según una tradición que define el pensamiento así llamado reaccionario, que la legitimidad sea un principio sustancial jerárquicamente superior, del cual la legalidad jurídico-política no sería más que un epifenómeno o un efecto. En cambio, entendemos que legitimidad y legalidad son las dos partes de una única máquina política, que no sólo nunca deben aplanarse la una sobre la otra, sino que además siempre deben quedar de algún modo operantes para que la máquina pueda funcionar. Si la Iglesia reivindica un poder espiritual al cual el poder temporal del Imperio o de los Estados debería seguir subordinado –como ocurrió en la Europa medieval–, o si –como ocurrió en los Estados totalitarios del siglo XX– la legitimidad pretende prescindir de la legalidad, entonces la máquina política gira en el vacío con resultados a menudo letales. Si, por otra parte –como ha ocurrido en las democracias modernas–, el principio legitimador de la soberanía popular se reduce al momento electoral y se resuelve en reglas procedimentales jurídicamente prefijadas, la legitimidad corre el riesgo de desaparecer en la legalidad y la máquina política se paraliza de igual modo.
Por eso el gesto de Benedicto XVI nos parece tan importante. Este hombre, que era el jefe de la institución que ostenta el más antiguo y pregnante título de legitimidad, con su gesto viene a poner en cuestión el sentido mismo de este título. Frente a una curia que, olvidada por completo de su propia legitimidad, sigue obstinadamente las razones de la economía y del poder temporal, Benedicto XVI eligió usar sólo el poder espiritual, de la única manera que halló posible, es decir, renunciando al ejercicio del vicariato de Cristo.
La crisis que está atravesando nuestra sociedad es tan profunda porque ésta no sólo cuestiona la legalidad de sus instituciones sino también su legitimidad
De esta forma, la Iglesia misma ha sido puesta en cuestión desde sus raíces.
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Para una comprensión más profunda del gesto de Benedicto XVI, es preciso restituirlo al contexto teológico, que es el único que permite apreciar plenamente su significado y, en especial, a la concepción que el propio Papa tiene de la Iglesia. En el año 1956 el teólogo treintañero Joseph Ratzinger publica en la Revue des Études Augustiniennes un artículo titulado “Beobachtungen zum Kirchenbegriff des Tyconius im Liber regularum” [Observaciones sobre el concepto de Iglesia en el
Liber regularum de Ticonio]. Ticonio, activo en África en la segunda mitad del siglo IV y a menudo clasificado como hereje donatista, es en realidad un extraordinario teólogo sin el cual Agustín nunca habría podido escribir su obra maestra, La ciudad de Dios. Su Liber regularum (única obra conservada, junto a los fragmentos de un Comen
tario al Apocalipsis) contiene, en efecto, bajo la forma de una serie de siete reglas para la interpretación de las Escrituras, un verdadero tratado de eclesiología.
La segunda regla, que lleva por título “De Domini corpore bipartito” y que tiene su correspondencia en la séptima regla, “De diabolo et eius corpore”, es aquella en la que el joven Ratzinger concentra su atención. “El contenido esencial de la doctrina del corpus bipartitum –escribe– consiste en la tesis de que el cuerpo de la Iglesia tiene dos lados o aspectos: uno, ‘siniestro’ y otro, ‘diestro’; uno, culpable y otro, bendito, que constituyen sin embargo un solo cuerpo. Aún más fuertemente que en la dualidad de los hijos de Abraham y de Jacob, Ticonio halla expresada esta tesis en aquellos pasajes de las Escrituras en los que se hacen visibles no sólo los dos aspectos, sino también su cohesión en un único cuerpo: fusca sum et decora, dice la esposa del Cantar de los cantares (1, 4), ‘soy negra y bella’, es decir: la única esposa de Cristo, cuyo cuerpo es el de la Iglesia, tiene un lado ‘siniestro’ y uno, ‘diestro’, comprende en sí tanto el pecado como la gracia” (Ratzinger 1, pp. 179-180).
Ratzinger subraya la diferencia de esta tesis respecto de la de Agustín, quien no obstante se inspiró en Ticonio y en su idea de una Iglesia permixta de bien y de mal. “No hay en él (en Ticonio) esa clara antítesis entre Jerusalén y Babilonia, tan característica de Agustín. Jerusalén es simultáneamente Babilonia, la incluye en sí misma. Ambas constituyen una sola ciudad, que tiene un lado ‘siniestro’ y otro, ‘diestro’. Ticonio no desarrolló, como Agustín, una doctrina de las dos ciudades, sino la de una
sola ciudad con dos lados” (ibíd., pp. 180-181). La consecuencia de esta tesis radical, que divide y une al mismo tiempo a una Iglesia de los malvados con una Iglesia de los justos, consiste, según Ratzinger, en que la Iglesia es –hasta el Juicio final– a la vez Iglesia de Cristo e Iglesia del Anticristo: “De ello se sigue que el Anticristo pertenece a la Iglesia, crece en ella y con ella hasta la gran discessio, que será introducida por la revelatio definitiva” (ibíd., p. 181).
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Es sobre este último punto que conviene reflexionar para comprender las implicaciones de la lectura de Ticonio sobre la concepción –ya sea en el joven teólogo de Frisinga, ya sea en el futuro Papa– de la esencia y del destino de la Iglesia.
“Benedicto XVI eligió usar sólo el poder espiritual, de la única manera que halló posible, es decir, renunciando al ejercicio del vicariato de Cristo”
Ticonio distingue, como hemos visto, una Iglesia negra ( fus
ca), compuesta por los malvados que forman el cuerpo de Satanás, y una Iglesia justa ( decora), compuesta por los fieles de Cristo. En el estado actual, los dos cuerpos de la Iglesia están inseparablemente fundidos, pero éstos se dividirán al final de los tiempos: “Este adviene desde la pasión del Señor hasta el momento en que la Iglesia que retiene sea quitada de en medio del misterio del mal ( mysterium facinoris), a fin de que, cuando haya llegado el momento, el impío sea revelado, como dice el Apóstol” (Ticonio, p. 74).
El texto de la Escritura que cita Ticonio (“como dice el Apóstol”) es el mismo al que Ratzinger alude hablando de una “gran discessio”: se trata del célebre y oscuro pasaje de la Segunda Epístola de Pablo a los Tesalonicenses, que contiene una profecía sobre el fin de los tiempos. Lo reproducimos aquí, en una traducción lo más fiel posible:
Os rogamos, hermanos, en cuanto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y de nuestra reunión con él, que no os dejéis turbar en vuestra mente ni asustar por inspiraciones o discursos, ni por una carta que se pretende enviada por mí, como si el día del Señor fuese inminente. Nadie os engañe de ninguna manera; porque [no vendrá] si antes no viene la apostasía y no se revela el hombre de la anomia ( ho ánthropos tês anomías), el hijo de la destrucción, aquel que se opone y se levanta por sobre todo ser que se llama Dios, o que es objeto de culto; hasta sentarse en el templo de Dios, mostrándose como Dios. [...]
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El pasaje se refiere al fin de los tiempos, cuyo advenimiento está relacionado con la acción de dos personajes, el “hombre de la anomia” (o el “fuera de la ley”, ánomos) y “aquel (o aquello) que retiene”, o sea, retrasa la venida de Cristo y el fin del mundo. [...] La primera interpretación se remonta a Jerónimo, según el cual el Apóstol no había querido nombrar abiertamente al Imperio, para no ser acusado de desear su ruina. La segunda interpretación se remonta, como hemos visto, precisamente a Ticonio, quien había identificado a la Iglesia (o, mejor, a una parte de ella, la Iglesia fusca) con el Anticristo. [...] Ticonio conoce, pues, un tiempo escatológico, en el cual se cumplirá la separación de las dos Iglesias y de los dos pueblos: ya a finales del siglo IV, entonces, existía una escuela de pensamiento que veía en la Iglesia romana, más precisamente en el carácter bipartito de su cuerpo, la causa del retraso de la parusía. ß