La isla de otro Robinson
Con algunas vetas autobiográficas, la escocesa Muriel Spark reescribe la historia imaginada por Daniel Defoe, pero convierte la trama de aventuras en un inesperado policial
En las islas desiertas se sobrevive poco pero se escribe mucho. De hecho, la clásica pregunta acerca de qué llevarse para leer en una isla podría reformularse por la de qué llevarse para escribir. El esmerado Robinson Crusoe de Daniel Defoe redacta rigurosamente un diario, La isla misteriosa de Julio Verne cuenta entre sus náufragos con un cronista, y Robinson, la segunda novela de Muriel Spark (Edimburgo, 1918 – Toscana, 2006) tiene como heroína y narradora a una “poeta, crítica y articuladora general de ideas” que, para no abrumar, prefiere definirse como periodista.
Casi todas las protagonistas de Spark son un poco su álter ego y por lo tanto, no sorprende que estén ligadas a la escritura. En
Muy lejos de Kensington la desvelada señora Hawkins trabaja de editora, en La intromisión Fleur Talbot redacta biografías secretas y en
Robinson, January Marlow atesora en un diario los secretos de su estadía en una remota isla del Atlántico: “Robinson pensó que llevar un diario mantendría ocupada mi mente y yo fantaseaba que más adelante podría usarlo como material para una novela”.
Jimmie Waterford y Tom Wells, junto con January Marlow, son los únicos sobrevivientes del accidente aéreo que los deja varados casi tres meses en Robinson. Miles Mary Robinson, el propietario de la isla homónima, vive allí con la sola compañía de un niño. Es curioso que los personajes nunca comenten, o bromeen, acerca de la coincidencia de que
“Por más que en la literatura de Spark se rocen temas delicados, sus novelas siempre resultan livianas”
el dueño de ese pedazo de tierra perdido en medio del océano se llame como el célebre náufrago de Daniel Defoe.
A diferencia de Robinson Crusoe, M. M. Robinson permanece en la isla por elección. Hombre parco, cristiano, algo misógino y desinteresado de su herencia –un exitoso negocio de importación de motocicletas de agua en Tánger–, M. M. Robinson es devoto de las óperas de Rossini, el ajedrez y los volúmenes de una biblioteca vidriada. Su profesión de la fe católica y el rechazo visceral del costado supersticioso de la Iglesia lo perfilan como el adversario ideal de Tom Wells, vendedor de amuletos de hojalata y director de una revista de esoterismo. El farsante es un personaje infaltable en los libros de Spark como lo es también la conversa.
Como el Próspero de La tempestad de Shakespeare, Robinson parece tener una conexión mágica con la isla. De ahí que cuando éste desaparece y January se prueba sus anteojos se produzca un momentáneo terremoto que parece castigar su impertinencia. Transitar el borde de lo inverosímil es otra de las particularidades de la literatura de Spark, al igual que el humor que raya lo macabro: “Le diré que usted lleva un puñal en la liga. Por supuesto que no llevaba ligas. Tenía suerte de conservar las piernas.”
Así como Robinson no vive la vida del típico isleño (come provisiones enlatadas en lugar de cultivar sus alimentos y, a excepción de una cabra que ordeña a diario, no tiene animales), January, Jimmie y Tom tampoco viven la vida de los típicos sobrevivientes de un avión estrellado. January, para citar un caso, dedica gran parte de su tiempo a enseñarle a jugar ping-pong a Bluebell, la gata de Robinson. El cariño con el que la protagonista se aboca al adiestramiento del animal se corresponde con el que la autora sentía por su propia gata, también llamada Bluebell. Según reveló Spark en una entrevista, su mascota era tan intuitiva que sólo se sentaba sobre sus cuadernos cuando estaban bien escritos.
En la prosa de Spark, la concisión va de la mano de una honestidad salvaje. Sus apreciaciones acerca de las relaciones humanas son tan radicales como inimputables. Sobre sus hermanas Agnes y Julia, comenta January para sí misma: “Pronto descubrimos lo único que teníamos en común: nuestra infancia”.
Refractaria al sentimentalismo, y por eso considerada fría y distante por cierta crítica afecta a la construcción de personajes empáticos, Muriel Spark es por este mismo motivo infalible para la ironía y letal para clasificar –o crucificar– tipos humanos: “Parece uno de esos que seducen a las hijas de las dueñas de pensión cuando todavía usan ortodoncia”.
Sus personajes no son estrictamente reales pero sí personajes con características inolvidables o por lo menos excéntricas. January Marlow, por ejemplo, creía que poner la cara de otro –y para eso se necesitaba concentración y una buena contorsión de los músculos faciales– era el mejor método para agudizar la percepción y lograr sentir como esa otra persona.
Por más que en la literatura de Spark se rocen temas delicados, sus novelas siempre resultan livianas. Son pequeñas fábulas en las que hacia el final, como ocurre en Ro
binson, no se sabe bien si la irrealidad del recuerdo de la protagonista es una metáfora del hundimiento de una isla o viceversa. Pero de lo que sí no caben dudas es de que Muriel Spark es experta en tergiversar los géneros literarios. Así Robinson, que presagiaba una novela de aventuras o de supervivencia, vira abruptamente hacia un policial en el que la bitácora de January se transforma en la libreta de apuntes de un detective y ella –el apellido Marlow presupondría un guiño a Raymond Chandler– en la encargada de desenmascarar al asesino.
Este gusto por la peripecia, que tanto tiene que ver con la perversidad de querer tomar al lector por sorpresa, es algo que acaso se remonte a la adolescencia de la autora, cuando para medir la curiosidad de su madre la incorregible Spark dejaba sembradas entre los almohadones del sofá del living las cartas de amor que se escribía ella misma.