En las teclas
Un completo estudio del escritor y músico Stuart Isacoff cuenta la evolución histórica del piano y las cambiantes relaciones de los intérpretes con el instrumento
Una historia natural del piano STUART ISACOFF
Turner Trad.: Mariano Peyrou 384 páginas $ 145
En Varamo, una de las novelas de César Aira, hay un personaje que, por cierta peripecia de la trama que no viene al caso, se había propuesto representar un piano. “¿Pero cómo era un piano?”, tuvo que preguntarse de pronto. “Sospechaba que, como la mayoría de los artefactos, debía de consistir en cubos incrustados unos en otros. Aunque con eso no adelantaba nada, porque toda la cuestión estaba en cómo incrustarlos. A priori, había creído que sabía perfectamente cómo era un piano. Cualquiera lo sabía.” Pero cualquiera no lo sabía entonces en la ficción ni lo sabe ahora, y por eso mismo aparecen intentos periódicos de responder esa pregunta (¿cómo es un piano?) y de comprender la relación del intérprete con ese instrumento, el más solitario de todos. En A Pianist’s A-Z: A Piano Lover’s
Reader, libro que apareció en inglés la semana pasada, Alfred Brendel anota: “Un violín es siempre un violín. El piano, en cambio, es un objeto sometido a transformaciones. Permite, si el pianista lo desea, la sugerencia de una voz que canta, el timbre de otros instrumentos, de una orquesta entera... Esta propensión a la me-
tamorfosis, esta alquimia, constituye su mayor tesoro”. Algo más directamente, András Schiff dijo mientras señalaba un piano de gran cola durante una conferencia: “Es cierto que es un elefante, pero es un elefante sumamente útil”.
En verdad, hay muchos libros sobre el piano, y dos de ellos ocupan la cabeza de la lista: El piano: notas y vivencias, el estudio magistral de Charles Rosen, e Historia del piano, de Piero Rattalino. El de Stuart Isacoff, Una historia natural del piano. De Mozart al jazz moder
no, que llega después y los menciona a ambos, se ubica sin embargo un escalón por debajo: le falta la perspicacia y el detalle característico del primero y renuncia a la exhaustividad del segundo. En compensación, despliega infinidad de anécdotas y curiosidades con una prosa amena que tiende a ser inteligente, aunque a veces no pasa de ocurrente.
¿Por qué historia “natural” y no historia a secas? Tal vez, por un lado, porque Isacoff le atribuye al instrumento una evolución casi orgánica; y tal vez, también, por el otro, porque, en la medida en que pertenece de manera imaginaria al mundo de la naturaleza, debió ser alternativamente dominado y liberado. No se desdeña la cronología (empieza casi desde el inventor Bartolomeo Cristofori, es decir, cerca de 1700), y subraya la época mozartiana como la de su completa independencia del instrumento, pero (a diferencia del estudio de Rattalino) no es ése el principio que organiza el libro. Más bien, el editor de la revista Piano Today busca relaciones causales entre pensamiento musical e invención técnica: aquello que la tecnología les permitía hacer a los pianistas y el modo en que aquello que los pianistas querían hacer modificaba la tecnología. Particularmente interesantes son las páginas dedicadas a la fiebre del piano en la segunda mitad del siglo XIX y a los pianistas europeos que buscaban conquistar, a fuerza de virtuosismo o de circo, al recién descubierto público estadounidense.
A partir de un dudoso símil con los cuatro elementos –el fuego, el agua, el aire, la tierra– Isacoff postula una clasificación de los músicos según las siguientes correspondencias: los “inflamables”, los “melodistas”, los “alquimistas” y los “rítmicos”, respectivamente. A los primeros, por ejemplo, pertenecen Beethoven, Cecil Taylor y, sin hiato, Jerry Lee Lewis. Para Isacoff no existen en este punto distancias entre compositores e intérpretes: lo “inflamable” nombra sin más cierto empleo del piano, ya sea en la composición o en la ejecución; las diferencias de grado entre una y otra se tornan un expediente irrelevante. Estas categorías (por llamarlas así) definen menos a un individuo que a una relación: la de ese individuo con el piano. Mientras que para Stravinski el piano sólo funcionaba bien si se lo usaba como instrumento de percusión (“Usted todavía cree que puede cantar con el piano, pero eso es una ilusión”, le dijo a Arthur Rubinstein), en la música de Claude Debussy, por ejemplo, el piano parece querer ser trascendido; en una especie de ejercicio zen, Debussy soñaba con un piano sin martillos, aéreo o acuático, y ese deseo lo acerca, siempre según Isacoff, a la alquimia. Claro que estas categorías resultan insuficientes y el mismo músico puede pertenecer a más de una. Liszt, sin ir más lejos, queda inscripto en los “inflamables”, pero Les
Jeux d’eau à la Villa d’Este es en realidad una anticipación debussysta. Como sea, es uno de varios juegos y enigmas que Isacoff, de estirpe alquimista, le propone al lector y que, aun con sus arbitrariedades, confieren un atisbo de definición.
En el fondo, Debussy y Stravinski, cada uno a su modo, tenían razón: el piano no puede cantar ni disolverse en el aire ni fluir como una cascada, pero puede propiciar la ilusión de que hace todo eso. En semejantes ocasiones, se produce acaso entonces una alquimia no muy distinta de la que hablaba Brendel.