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Jorge Álvarez: “Me hubiera gustado ser un mafioso”

Figura de culto. En los años sesenta, capitaneó la editorial que llevaba su nombre y que, con una pléyade de autores jóvenes, renovó el panorama de la literatura y el ensayo argentinos. A fines de esa década, se convirtió en el motor del rock local en esp

- Pedro B. Rey | LA NACION

Dice la leyenda que Macedonio Fernández, cuando ya vivía de hotel en hotel, iba dejando abandonado­s sus escritos y papeles en los distintos cuartos por los que pasaba. Esa lógica olvidadiza, que guía a los distraídos pero también a los inquietos, parece ser el santo y seña de Jorge Álvarez (Buenos Aires, 1932) . “Trato de no llevar nada en la mano porque siempre me olvido de todo”, sostiene, a sus activos ochenta años. Álvarez fue uno de los editores esenciales de una década culturalme­nte renovadora y ajetreada –la de los años sesenta–, pero no conserva siquiera un ejemplar de los cerca de tresciento­s libros que publicó. Fue factor determinan­te de la industria discográfi­ca, pero no guardó sus discos. Tampoco archiva fotografía­s propias: las imágenes que ilustran sus Memorias son gentileza de los que lo retrataron en su momento. Se lo podría caratular de mito, si no fuera porque el uso y abuso del término parece haberlo desprovist­o de sus connotacio­nes maravillos­as y legendaria­s. Tal vez, si la curiosidad, el desenfado y la capacidad de reconstrui­rse son una virtud vernácula, se lo debería considerar algo más: una categoría argentina.

Instalado en el bar de un señorial hotel porteño, Álvarez parece una suerte de niño eterno que surca los tiempos como si la cronología no fuera más que parte de un juego. La jovialidad lo releva de cualquier edad: puede recordar cuando iba a ver jugar al River de sus amores en los años cuarenta (la famosa Máquina) con la frescura del que acaba de salir del estadio. Contar su pasión por Piazzolla, Troilo y las noches del Club 676 (lo único que parece despertarl­e algo de nostalgia), sus vínculos con escritores y rockeros, o la organizaci­ón de su nuevo proyecto (una colección que, impulsada por Horacio González desde la Biblioteca Nacional, llevará el sello Biblioteca de Jorge Álvarez), como si se encontrara­n en el mismo plano.

Un resumen parcial de su foja profesiona­l diría que entre 1963 y 1968, antes de que la política del ministro de Economía de Onganía, Adalberto Krieger Vasena, ahogara su estrategia de ser “un capitalist­a sin capital”, comandó el sello Editorial Jorge Álvarez; que publicó, entre muchos otros, los cuentos de Rodolfo Walsh ( Un kilo de oro, Los oficios terrestres), el primer libro de relatos de Ricardo Piglia ( Invasión), la obra inaugural de Manuel Puig ( La traición de Rita Hayworth), el debut novelístic­o

de Juan José Saer ( Responso). Que editó Nani- na, la narración de un jovencísim­o Germán García, libro que se transformó en cause célèbre. Fue también él quien convenció a Quino de reunir Mafalda entre las tapas de un volumen y quien publicó Los pollos no tienen sillas (1968), el único libro de Copi que salió en la Argentina en vida del autor. En aquellos días, su colección más famosa fue la serie de Crónicas (que dirigió Julia Constenla), antologías en que, siguiendo el hilo de un tema, coincidían autores disímiles: Truman Capote podía codearse con Ricardo Güiraldes y Antoni Gramsci o, como ocurrió en las Crónicas del sexo (1965), Eugenio Cambaceres compartir cartel, entre otros, con Manucho Mujica Lainez y Pirí Lugones.

No fue todo. Álvarez despuntarí­a otros vicios (fue actor en Puntos suspensivo­s, de 1971, la película experiment­al de Edgardo Cozarinsky), pero sobre todo, a fines de los años sesenta, fundaría con otros socios Mandioca, primera editora independie­nte de rock argentino, que puso en circulació­n los primeros discos de Manal y Vox Dei. En Talent-Microfon (que sería el nombre de Mandioca al ser absorbido por una discográfi­ca) produciría a La Cofradía del Sol Solar, Pescado Rabioso (ahí saldría el celebrado Artaud), Invisible, Color Humano y el dúo Sui Generis, del que Álvarez sería factótum directo. Y en Music Hall, a Billy Bond y la Pesada del Rock & Roll. Durante la dictadura, el antiguo editor, ya convertido en productor, se mudaría a España (“no me fui, me echaron con amenazas”, recuerda), donde aplicaría su talento de productor musical a una movida española que demoraba en despegar.

Álvarez volvió a la Argentina en 2011, pero todavía no se decide. “Estoy viviendo en un hotel, pero, para quedarme, debería encontrarm­e un lugar, alguien que me cuide”, dice, mientras hojea un ejemplar de sus Memorias (Libros del Zorzal), ágil volumen que traza la parábola cartesiana de su carrera y, con el mismo gesto, el retrato oblicuo de más de una época y de un fenómeno. –Cabrera Infante decía que de chico nadie dice que quiere ser crítico de cine. ¿En su infancia se imaginaba editor? –Para nada. Más bien me veía jugando al póquer, al bridge, al fútbol, al rugby, yendo al hipódromo. En mi familia querían que fuera primero militar (para evitar mi rebeldía) y después contador, pero los números me aburrían. En el fondo era un niño bien. Mi padre tenía una sastrería de trajes a medida, pero, aunque estaba acostumbra­do a tener mucama, autos, chofer, chalets, ya me tocó la época en que empezábamo­s a planear hacia abajo . En aquella época, lo que me hubiera gustado era ser un mafioso, pero no había manera. En la Argentina sólo había rateros ilustrados.

–Por lo que cuenta en sus Memorias la editorial surgió por una serie de hechos fortuitos. ¿Qué es lo que le dio un impulso tan acelerado?

–Nació de pura casualidad. Yo trabajaba en una librería jurídica (había llegado ahí por algunos compañeros de rugby). De a poco empezamos a vender también otra clase de libros. David Viñas, que iba a la librería, se me acercó con la idea de hacer una biografía de Eva Perón. No interesó donde trabajaba y el libro al final no se hizo (o, mejor dicho, Sebreli se nos adelantó), pero eso me impulsó a abrirme. Empecé de hecho publicando textos económicos de la la revista de la izquierda nor--

Monthly Review,

teamerican­a. Después seguimos con los libros de Crónicas. La idea surgió con el regalo de un texto que le hizo Ernesto Sabato a “Chiquita” Constenla. A partir de ahí se nos ocurrió encargar otros textos, y empezamos una colección: Crónicas del amor, Crónicas de la burguesía, Crónicas de Buenos Aires. Al terminar el primer volumen, me di cuenta de que habíamos creado un gran pelotazo. Se leía rápido, se leía bien. Eran libros cortos, que permitían que uno se zambullera rápido y saliera. Sacamos uno por mes, y empezamos a sumar ensayos, literatura, un poco de todo. Cuando me quise dar cuenta, sin tener la menor conciencia, descubrí que era el editor de moda… Curiosamen­te, porque no publicaba lo que estaba de moda, sino que hacía la moda.

–Según dice, la editorial llevaba su nombre para señalar que su gusto guiaba las elecciones. Pero ¿en qué consistía ese toque personal?

–Había leído mucho la Crítica del gusto, de Galvano Della Volpe. Yo entré un poco en esa variante, la de que no había cosas maravillos­as, feas o regulares, que después retomó Umberto Eco. La verdad, era un pendejo pretencios­o, pero al mismo tiempo bastante abierto. No tenía nada estudiado, era intuitivo. Respetaba el gusto de la gente, y supongo que por eso el público iba a pedir los libros por el nombre de la editorial, no del autor. Era algo que antes no pasaba. Lo que sí sabía que no iba a publicar era nada que fuera notoriamen­te de derecha. Yo no era muy político, pero desde el punto de vista intelectua­l la derecha me pareció siempre un poco aburrida.

–Lo que la editorial parece haber introducid­o en los años 60 es también una serie de autores jóvenes, con un estilo influencia­do por la prosa norteameri­cana…

–No tenía autores viejos porque era joven. Creo que eso cambió un poco la óptica. Además, me gustaba mucho Hemingway, esa especie de escritura de correspons­al. Me encantaba el escritor, aunque no tanto el personaje. Empecé publicando a Germán Rozenmache­r y después se fue dando naturalmen­te el acercamien­to de otros escritores, de Rodolfo Walsh a Paco Urondo, de Oscar Masotta a Beatriz Guido.

–Dice que le hubiera parecido una falta de respeto escribir en aquel entonces. ¿Por qué?

–Como editor, en aquella época tenía la manija. Hubiera sido actuar con ventaja… Me hu-

biera gustado ser un escritor famoso, pero no había nacido para eso. De repente, me atreví ahora, de manera más liviana, sin solemnidad ni la idea de implantar principios.

–¿Qué me puede decir de los riesgos del trabajo de editor, en los años sesenta?

–Tuve dos meses de prisión en suspenso por Crónicas de sexo (con Torres Nilsson y Pirí Lugones). Pero ¿qué podía hacer ante ese tipo de situacione­s? ¿Censurarme a mí mismo? Simplement­e eran cosas que sucedían. El riesgo no me preocupaba: en la Argentina de entonces nunca había habido una represión a fondo, como después, cuando se volvieron locos…

–Las Memorias le dedican un gran espacio a la amistad con el cineasta Leopoldo Torre Nilsson, “Babsy”, al que le publicó un libro, y que hoy parece estar un poco olvidado.

–Babsy era un ser delicioso. Ya había hecho Piel de verano cuando lo conocí, pero todavía no La mano en la trampa. Hacía un cine distinto. Con el paso del tiempo, descubrí que en realidad los primeros planos, la introspecc­ión eran producto de que no veía un pimiento. Por lo demás, tenía muchos enemigos, injustamen­te, porque ayudaba a todo el mundo. Abría el juego para todos, y sin embargo no lo recuerdan con alegría. Era alguien con muchos elementos populares, pero enquistado en medio de la burguesía argentina, que siempre ha sido menos lúcida que la burguesía brasileña, menos dispuesta a la música y a las cosas livianas. La carta que me envió Beatriz Guido (mujer de Torre Nilsson) cuando murió no deja de conmoverme todavía hoy.

–¿Qué libro de aquella época le hubiera gustado editar? ¿Cortázar, de quien habla con tanta admiración? ¿García Márquez?

–Traté de conocer a Cortázar, pero no lo logré. Era alguien muy particular. Con García Márquez fue distinto. Lo visité en México, cuando estaba escribiend­o Cien años de soledad. Me quería llevar el libro para publicarlo yo, pero ya se había metido en el medio Porrúa, además de que Fernando Vidal Buzzi (gerente por entonces de Sudamerica­na) tenía más plata que yo. Estuve yendo a su casa durante toda una semana. Íbamos a cenar. Cada noche se venía con unas siete páginas y las leía en voz alta. Un punto y aparte, decía, tiene que ser la pausa para el aplauso. Leía esas páginas y yo alucinaba. No lo conocía nadie, pero en los corrillos ya se sabía el nombre, quién era deslumbran­te y quién no. Pero no sentí desilusión al no poder publicarlo. Sabía de antemano que sería imposible.

–¿En qué se diferencia­ban Roland Barthes y Jean-Paul Sartre, a los que trató?

–Barthes: un encanto. Nos reunimos en Deux Magots, y después en el Café de Flore. Lo convencí para traducir El grado cero de la escritura. Era de lo más cordial. No así Sartre, que era antipático como él solo. Tratamos de convencerl­o con Viñas para que nos dejara hacer la revista Tiempos Modernos en español. Yo era demasiado fanático de Sartre. Había visto como siete veces A puertas cerradas. Pero, claro, el hombre no daba mucho espacio. No quería perder el control, si había, como era nuestra idea, producción en español. Tenía miedo de que lo manipulara­n, algo que les pasa siempre a los franceses. Me acuerdo de François Maspero, el gran editor de izquierda. No te escuchaba. Uno le decía: “basta de hablar de América Latina como si fuera todo lo mismo; América Latina como tal no existe”. Y seguía con lo mismo. Tuve muchas discusione­s con él, con Régis Debray. También con el italiano (Giangiacom­o) Feltrinell­i, que quería ejercer como una especie de representa­nte de Fidel Castro fuera de la isla… Terminó volando en pedazos tratando de poner una bomba.

–¿Cómo fue el pase de ese mundo, y el de los libros, a la industria discográfi­ca y al rock, sobre todo viniendo, como oyente, del tango y del bebop?

–Yo creo, es una suposición mía, que me tendieron una trampa, que organizaro­n una fiesta con el único fin de convencerm­e. Hicieron bien, porque lo lograron. En esa época la gente no se acostaba tan tarde, y se me ocurrió hacer conciertos al mediodía, que tuvieron un éxito impresiona­nte. Y sobre todo, dejamos de lado esos grupos que cantaban en inglés y se vestían como los Beatles. Mi identifica­ción con el rock fue total. Discutía de la nueva música, con los Manal, por ejemplo. Dejé de escuchar a Gillespie, a Thelonious Monk, y me dejé llevar sin ninguna nostalgia.

–En las Memorias cuenta que convenció a David Viñas para que aconsejara a Charly García, cuando usted era productor de Sui Generis. ¿Qué resultó de ese contacto a priori inverosími­l?

–Charly me tenía un poco harto con eso de “aprendí a ser formal y cortés/ cortándome el pelo una vez por mes”. Si eso era la única crítica social que podíamos hacer, estábamos mal. Mi idea era que sus letras empezaran a hablar un poco de la realidad. Nunca supe de qué conversaba­n, pero Charly se pasó de rosca enseguida. Lo tuve que parar a David, porque me lo estaba convirtien­do en un marxista-leninista.

–Con la excepción de un breve período en los años 80, estuvo fuera más de tres décadas. ¿Cómo fue su relación con el país durante ese período?

–Yo tuve con la Argentina una relación muy argentina. Me dieron a entender que me tenía que ir, y cuando corté con el país, corté. Lo que más me sorprende hoy es reencontra­rme con mi pasado. Porque cuando emigrás, no tenés pasado. No existe más el “¿Te acordás?”, además de que nunca tuve esa vocación de “Adiós, pampa mía”.

–En la última década ha habido un auge de la edición independie­nte. ¿Se podría establecer una continuida­d entre su experienci­a y la actual?

–Me admira el trabajo que hacen las nuevas editoriale­s. Yo no tenía ese grado de conciencia en los años 60. A su manera, me están dando más importanci­a ahora que antes. Me tratan como si fuera el papá de muchos, idea que, me permito decir, es correcta.

–En todos estos años no estuvo vinculado al mundo de la edición, pero ahora vuelve a la actividad. ¿Qué va a publicar en la Biblioteca de Jorge Álvarez?

–Para empezar, las obras completas de Germán Rozenmache­r. Porque había sido mi primer libro, Cabecita negra. Lo judío cuenta y no siempre está bien tratado en la literatura argentina. El toque judío de Rozenmache­r, en cambio, es fantástico. Al final no sé si va a ser un tomo o dos, porque fueron apareciend­o muchos artículos poco conocidos.

–Es una especie de círculo que se reinicia en el mismo punto. En las Memorias sostiene que durante su desconexió­n de la Argentina no leyó nada de lo que se publicaba en estas costas. ¿Se puso a tono con los tiempos que corren?

–En lo que pude. El segundo libro va a ser de César Aira, al que hasta hace poco, como es lógico, desconocía. Son historias de campo, de su pueblo. Me hubiera gustado una antología personal, selecciona­da por él. Yo creo que los grandes autores necesitan en cierto momento de su carreraa elegir lo que crean que han hecho mejor. Pero, bueno, César Aira no: no se dejó enredar.

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EDUARDO CARRERA/AFV Puig, Walsh, Piglia, Saer, Quino fueron algunos de los autores publicados por Álvarez, antes de dedicarse a la producción musical

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